Por Equum Domitor
Quiero que a la salida de fábricas y minas / esté mi poesía adherida a la tierra, / al aire, a la victoria del hombre maltratado.
Pablo Neruda, “La gran alegría”
Vistos desde fuera, debemos parecer un río lento, nuestro objetivo es el controlador de asistencia y lograr ser, dentro de esta bien estructurada fábrica, empleados puntuales. Los murmullos nos distinguen como unidad; pero aun así, seguimos siendo un río en multitud. Inmerso en el peregrinar diario, que topa con los relojes de siempre, yo, Diógenes Tercero, declarado opositor, rebusco una filosofía de vida en la que pretendo encontrar, si no la felicidad abundante, sí la tranquilidad perdurable. La casi inmovilidad es sólo el principio de lo que se avecina; se fragua con una taza de café gratis, provista desde recursos humanos, para despertar.
Nadie nos obliga a esta rutina, lo elegimos nosotros mismos por necesidad. Los días calurosos en Mexicali, sin trabajo y solitario, hacen que cualquiera piense en soluciones rápidas. La ciudad se impone y la misma necesidad se exagera ante la locura de la miseria. Poseemos mente, cuerpo y espíritu y unas ganas excedidas de supervivencia; pero el pavimento es infértil para plantar y el dinero no se da de forma sencilla. Se es un mono desnudo, con pensamientos que aniquilan en vez de ayudar, fallando ante la virtud de la pobreza. Entonces la solución salta a la vista con dos posibilidades: una es ayudar a nuestro cuerpo a sucumbir y la otra es la de ser parte de una propuesta aniquiladora que promete desarrollo; se termina cediendo al ser industrializado, con esperanza de una solución futura. Cuando la poca paga anima mínimamente al espíritu, la solución se vislumbra lejana, y se termina envuelto en la urdimbre de una sociedad laboral mal sufragada.
Respiro profundamente, liberando el vórtice de los mismos problemas, los que imposibilitan mi capacidad de producción. Sustraigo una lámpara de entre mis utensilios y pienso que debe existir algo de tranquilidad en este sitio, sólo que somos incapaces de observarla o quizá estamos negados y sólo atendamos a la fatalidad. Es temprano aún, las cinco con cincuenta y cinco minutos en una mañana del mes de julio. En el exterior se vive al calor del día, aquí por lo menos hay clima fresco.
La dama que transita libre, observadora y dominante, es la esposa del actual Gerente General. Es ella quien asume el poder sobre la fábrica, por encima de los arrebatos de su bienaventurado marido, el Señor Falquez. Le llaman Jenny a secas, para generar confianza, pero prefiero llamarla por el apodado que yo mismo le he asignado, Jennifer Hílador, por aquello de la Hiladora Jenny. El que fuera el primer mecanismo capaz de hilar ocho carretes al mismo tiempo, culpable del despido de obreros y precursor de la Revolución Industrial. Esta Jenny, la de “carne y hueso”, de sobra está decirlo, es una hermosura de mujer, la única con alma independiente, ya que a nosotros se nos requiere funcionales humanamente y con el alma exiliada. Fiódor Dostoievski nos previno hace tiempo a no creer en la unidad del hombre. Eso explicaría la pérdida de voluntad que se vive en la actual era del silicio.
El personal que decidimos trabajar bajo estas circunstancias, venimos cargados de historias tristes y eso lo sabe el sistema; para ello contamos con un psicólogo que controla el botón de la locura. Es quien nos dirige y recuerda que la única libertad que poseemos es la de decidir si queremos seguir aquí o salir a sembrar infertilidad. El sonido de metales es tan fuerte en este instante, que me obliga a sacar un par de tapones para los oídos. Ante el autoritarismo de la planta, existen recursos creados por nosotros mismos, los denomino los eternos chites. Consiste en contar un chiste e irlo perfeccionando cada que se menciona; sirve de válvula de escape y contribuye a no pensar en desagravios. Se repiten una y otra vez hasta el cansancio y lo impresionante de todo esto, es que siempre nos causan risa. Los eternos chistes son la respuesta cerebral ante la mecanización de las especies. Como la adivinanza de si ¿sabes cómo se le nombra a la trituradora de papel en la oficina del jefe? La respuesta viene de la distancia, es Nuestra Señora de las Santas Evaluaciones, se escucha, y todo el mundo ríe al recordar que nuestras peticiones de aumento terminan en sus cuchillas. Entre tanto ruido discordante, es difícil atender los latidos del corazón, y terminamos por olvidar que en multitud somos orquesta.
El lado que defendemos es el de los peones, el personal de cubículos pulcros goza de beneficios y están del otro lado. Pienso que en nuestro cuadrilátero la poesía va perdiendo, pero justo cuando lo analizo, el café me hace consciente de mi existencia, y repentinamente entro en resonancia con la parafernalia; estoy en rapport con la fábrica misma, y por fin puedo ver y escuchar su musicalidad. Es un fuerte y palpitante rock convertido a instrumental; para ser más exactos, es el Purple Haze, de Nigel Kennedy. Inicia marcado por el grito del culpable de que el contador de días sin accidentes regrese a cero. Tiene la forma pura que le dio Jimi Hendrix, pero en adición, el violinista genera que el trabajo en serie se entienda desde su visión y en ese momento el espíritu de la fábrica se vuelve eléctrico. La soldadora de ola hace su función, como también lo hace el brazo que teje con hilo de oro a los microcomponentes, y la línea de ensamble, donde todas son mujeres, se sincroniza con el sentir de la música y todo es armonía. Aquí creamos gadgets electrónicos para abastecer la necesidad empedernida y destruimos al mundo. Nos venden el pensamiento de que la Tierra nos seguirá soportando en tanto no haga nada por detenernos. Pero pensar que la Tierra tiene consciencia es un engaño para confiar en que es ella quien nos da el derecho sobre sus límites; tiene el poder de reaccionar, y es cuando recordamos el modo de hincarnos; pero la conciencia nos la deja a nosotros.
Jennifer Hílador tampoco es consciente de lo que nos hace, muy al contrario, ella piensa que vino a liberarnos del castigo del trabajo, pero somos nosotros los que seguimos abasteciéndonos egoístamente y, por supuesto, quienes pagan las consecuencias son el engranaje múltiple, el del tipo desechable; el de la larga fila en el exterior esperando una vacante. La veo caminar en los pasillos, atendiendo la musicalidad que genera, y ahora entiendo por qué Jennifer Hílador es fresca, nueva, siempre cambiante. Nosotros le hemos dado ese poder; ella sólo ha decidido aceptarse como un autómata de la fábrica misma y aparenta ser desalmada, y está puesta en punto, como las buenas máquinas suelen estar. Además, como dijera Samuel Johnson, “aquel que haga de sí mismo una máquina, se libera del dolor de ser humano”. Claro que lo ideal sería desmontar el mecanismo y hacerlo funcional para todos, pero eso no depende de Jennifer, sino de nosotros mismos, y aunque Philidor también dijo que “los peones somos el alma del ajedrez”, y aunque fuera un engaño para sentirnos importantes, sí tenemos, en multitud, la fuerza para cambiar las cosas.
Jennifer pasa de nuevo a mi lado, quizá sepa que he descifrado ese contoneo de cuerpo perfecto. Lo conozco, no es de carne y hueso como creía, a eso debe su perfección, es de engranes y silicio, sin embargo me invita a hacerle el amor, y siento su beso electrizante. Ella ha aceptado el síndrome que nos aqueja, aquel que nos invita a dejar nuestra alma y convertirnos también en seres mecanizados. Y en ese estado de euforia, donde los sonidos de los metales en el área de transformadores, son el sonido del violonchelo, el ruido de las máquinas de producción se asemeja al pizzicato sobre las cuerdas y el contrabajo marca el ritmo de mi corazón, en ese instante creo haber encontrado mi tranquilidad perdurable y siendo yo el solista, hago el amor con Jenny en las regaderas de agua tibia, las que usan en el Torno para desprenderse de las reminiscencias de ser un robot, pero yo no quiero quitarme ese lastre, sino que prefiero convertirme en uno de ellos también; como la hermosa mujer a la que poseo y que por fin me observa y sonríe. Con sólo eso soy feliz, con entrar y salir con mi arco en ella, a noventa y ocho ciclos por minuto, para hacer vibrar sus cuerdas, sentir su clímax junto al mío, y obtener una eficiencia adecuada; pero después del orgasmo viene el desbalance hormonal, acompañado de tristeza. Necesito la oxitocina de un beso para nivelar mis niveles, pero Jennifer me ha dejado solitario en las regaderas, justo cuando también la resaca del café me vuelve a la realidad. El silbido de la salida suena y el bullicio hace que me levante y apele por mi descanso en casa; lo que vendría a ser el último reflejo por aferrarme a la independencia que como unidad merezco.
El atardecer en el exterior nos permite ver el sol, pero es un sol impuesto, como el café matinal, para que creamos que queda día por disfrutar. De camino al estacionamiento, observo a Jennifer al teléfono, distante de la preocupación de su marido que es la de reponer la llanta ponchada de su automóvil; es lo que tienen que soportar por la nueva máquina que ha sustituido a diez trabajadores más. Diez personas han aprendido hoy que somos desechables y que nadie es indispensable. La cajuela abierta del auto de Jennifer me invita a ser servicial. Tomo la cruceta, ya que para el inútil de Falquez, esto es igual a soportar mi primer intento por abrocharme los zapatos; me gustaría intercambiar vidas y que mi mayor problema fuera sólo el de cambiar un neumático, pero me conformo con haberle hecho el amor a su gran Jenny. Me inclino de cuclillas y posiciono para quitar la llanta y reponer la extra. Vuelvo la vista a su rostro, ha cambiado, no se esperaba un acto de condescendencia de un peón menor. ¿Qué?, pregunto enérgico, consciente de mi posición abyecta, y me responde con un lacónico nada. Vuelvo mi vista a Jennifer, sabe ocultarse en la indiferencia, la cual suplica en silencio a no decir nada de lo que hubo entre nosotros hace tiempo, cuando perteneció a la línea de ensamble, mucho antes de que el primer gerente pusiera la vista en ella; o de externar lo que pasó hoy mismo, como añoranza por el pasado. Detrás de esa cara que me resulta universal, esconde que no hay mañana para mí, que la hoja de mi renuncia sobre su escritorio debe librar sus cuchillas, y espera que esta vez acepte firmarla por humanidad. Lo que no sabe es que después de haberla hecho mía, poseo el síndrome del autómata, y que al aceptar este estado, he perdido en la búsqueda de un hombre honesto. Quizá mañana lo entienda, cuando vea mi rostro acatando ser un río lento, con un solo objetivo, el controlador de asistencia.
1 comentario
Ahora que está tan de moda el capitalismo salvaje, #Equum_Domitor nos trae, en #El_síndrome_del_autómata, un #relato para reflexionar sobre nuestra condición como seres humanos en un mundo de #producción y #consumo desmedidos. ¿Qué queremos, ser esclavos o libres?, ¿qué tendríamos que hacer para hacernos seres libres? Nunca estará de más preguntárnoslo, pues quizá precisamente en eso resida esa tan añorada #liberación.