EL INSIGNIFICANTE ACTO DE DESAPARECER UN ELEFANTE

por Eleuterio Buenrostro

Por Eleuterio Buenrostro

Suraksha era la palabra de invocación que Cantabrana, el ilusionista vestido en traje negro, utilizaba para desaparecer a su elefante. El paquidermo era cubierto con una tela traída de la India, lo suficientemente larga y ancha, a la que atribuían la prestidigitación. El tejido era de seda, con brocados de oro, que daban vida a las figuras que aseguraban su procedencia. Poseía un influjo hipnótico y no solo era responsable de la magia ejercida en cada acto, sino que lo fue de otra que envolvió al mago en su momento.

Cuando Cantabrana era un joven con sueños y aspiraciones, viajó a la India con la intensión de comprar un elefante. Fue cautivado por un país sensible a la exaltación del espíritu en la armonía del color. Llevaba por entendido que en Mapusa, en el estado de Goa, había un hombre poderoso que traficaba con elefantes, y fue en su búsqueda. Llegó de noche al mercado más importante del pueblo. Deambuló entre sus calles y a la par que lo buscaba, fue abriendo su mente a los objetos que incentivaban su vigor de viajero, llenándose del matiz variable revelado por la noche.

En una tienda de textiles encontró la magia, vestía un sari anaranjado. Su rostro relucía, por el maquillaje, en una sonrisa blanca que inspiraba confianza. Dijo llamarse Aisa y cuando fue abordada en la pregunta del supuesto traficante, su expresión trastocó. Ese nombre es innombrable, respondió ella, debes saberlo antes de meterte en problemas. Soy un mago, en busca de un elefante solamente, antepuso Cantabrana. Lo necesito para llevarlo a Occidente y realizar actos de ilusión.

La cara de Aisa regresó a su sonrisa natural al escuchar la ingenuidad del cliente. Entonces lo que necesitas no es un elefante, interpuso la astuta vendedora. Tengo una tela que por sí sola realiza actos imposibles y quizá pueda interesarte. En un santiamén el mago fue cargado con camisetas en coloridos representativos de la India, con estampados de ídolos populares, y el supuesto paño de dotes mágicas; las compras anticipadas de un viajero incauto.

De camino al hotel, Cantabrana topó con un puente que sorteaba un río y sin dudarlo bajó del auto. La vendedora le había instruido que con un grado de concentración elevada, y confianza, podría realizar lo que quisiera, haciendo uso de la tela. Eso incluía desaparecer y aparecer en cualquier sitio, volverse invisible y hasta volar por los aires; que cualquier acto se lograría con el impulso de la confianza verdadera. En un intento por probar su eficacia, se lanzó desde el puente, envuelto en la tela, y por si la fe le fallaba, lo hizo dando al agua, evitando así una caída dolorosa. Los empleados del hotel lo señalaron riendo, al verlo llegar destilando agua.

A la mañana siguiente, el ilusionista regresó al mercado y se sorprendió al notar un detector de metales para ingresar. A la luz del día pudo regocijarse en la variación de elementos que observaba. Parecía un mercado diferente al de la noche anterior. Se le ofrecía una panorámica donde no había secuencia en tonalidad, como si la combinación perfecta de color fuera un surtido de todo. Los sacos con especias, granos y tés, permanecían boquiabiertos, en un ordenamiento intencional de texturas. Las frutas, verduras y un muestrario de carnes complementaban la vista. La oferta se extendía en figuras de barro, máscaras típicas de la India, telas estampadas con dioses emblemáticos y lo que se quisiera con solo preguntar. En el ambiente se sentía el calor de la gente, concentrado en una sola energía electrizante.

Aisa lo vio llegar con la prenda en brazos. Sonrió al verlo vestido con una camiseta de Jimmy Hendrix, envuelto en un aura mística. Antes de que digas cualquier cosa, déjame hablarte de la fuerza de la determinación, del arrojo, de poder volar con desearlo, interpuso sonriendo. Si tanto poder tiene esta tela, deseo tomar un café y que tú me acompañes, dijo el mago. La joven volvió la vista a los lados, desconcertada, después lo guió a un Starbucks próximo a Playa Miramar, alejándose del sitio.

En el café se hicieron del tiempo para iniciar una charla de experiencias compactadas. Cantabrana le habló de aspiraciones, del mundo abierto a sus pies, de lo que quería lograr a futuro. Aisa era un misticismo que con pocas palabras tocaba su espíritu. En el tira y afloje hubo contubernio para lograr en breve un toque de afinidad. Al volver al tema de la tela, Aisa reiteró que con ella podría lograr lo que quisiera. ¿Eso incluye al amor a primera vista?, preguntó Cantabrana. Tu arrojo tendría que ser tan fuerte como para arrebatarle al innombrable su futura esposa, contestó Aisa, observando su reacción. Es una carga muy pesada, continuó ella, ya que tampoco puedo asegurar que la contraparte esté enamorada de ti, puesto que se confunde ante la necesidad de libertad, lo cual también me lleva a pensar en si soportarías el sobrepeso de una vida espiritual.

Hasta entonces tuvo sentido, en Cantabrana, el temor de ella ante los observantes. Aisa se despidió, dejándolo en su pensamiento, el cual lo acompañó en su recorrido por las calles, y continuó hasta el atardecer que se impuso chillante. La noche perdió la magia bajo el influjo del desconcierto. El mago tuvo que reanalizar su interpretación de la felicidad. El punto era permanecer idolatrando deidades desconocidas, a modo superficial, o inducirse a la saturación del alma misma. Podía confirmar el pulso de aquel espacio, al haber pisado lo que a su entender era el corazón de la tierra, donde hasta la ferocidad que experimentaba, era pura, pero estaba confundido.

Al llegar al hotel se envolvió en la tela y se dirigió al balcón. Cerró los ojos, y al intentar el salto, sin agua que amortiguara, sintió un golpe seco en la cabeza al caer al suelo, que no fue tan largo en recorrido, al haberse desplomado hacia atrás, sintió varios más en todo el cuerpo. La magia del amor era un duro golpe. Envuelto aún en la tela, pidió con todas sus fuerzas regresar al estado apacible. Al abrir los ojos, apareció sobre su cama de Occidente, con fracturas que lo mantuvieron quieto por meses. Cuando la mayoría de las cicatrices habían sanado, menos la del corazón, el elefante que buscaba se lo hicieron llegar. No hubo magia en el acto, la paquetería trasatlántica traía órdenes específicas de entregarlo a esa dirección. El mensaje era claro: no meterse con los misterios verdaderos si no estaba dispuesto a pagar el precio.

Con la ovación y los aplausos encendían las luces que lo abstraían del pensamiento en Aisa. Los reflectores mostraban su postura egregia y resaltaban su traje azul violáceo. Cantabrana daba una última reverencia al respetable, y con una sonrisa de agradecimiento disimulaba su sentir. Al regresar, tras bambalinas, se hacía la misma pregunta de todas las noches: si en el amor no había tenido fe ciega, ¿cómo era posible desaparecer un elefante, sin necesidad de truco alguno?

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IMAGEN

Los amantes >> René Magritte, 1928

OTROS CUENTOS

De un ángel que bailaba >> Eleuterio Buenrostro

Las marcas de esta vida >> César Abraham Vega

Un día >> Iván Dompablo

Eleuterio Buenrostro, de profesión, escanciador de almas, es un ser inmortal insuflado, no nacido, el 14 de marzo de 2002 en Manuel Núñez. Sobre este último se sabe que es un seudoescritor intuitivo, que se escuda en heterónimos, y latinismos que desconoce, por falta de credenciales como escritor. Vino al mundo un 16 de julio de 1972, en Benjamín Hill, Sonora, cuando el tren de las seis de la tarde anunciaba su llegada. Fue entintado por los tipos de una vieja imprenta, perteneciente a su padre. Marcado en su niñez, se fue a bañar, desde los cuatro años, a las playas de Puerto Peñasco, Sonora, y a secar, desde los dieciocho, en el sol de Mexicali, Baja California, donde reinicia como escritor de tiempo incompleto. Colaboró a finales de los noventa en la sección de música, en la revista Ahí Tv’s. Debido a la apertura que otorga internet fue publicado en la página Ficticia.com, y actualmente colabora en Sombra del Aire, siendo Eleuterio Buenrostro —su nombre de tinta y verdadero artífice—, quien guía su pluma desde el escondrijo. Non plus ultra.

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