DE UN ÁNGEL QUE BAILABA

por Eleuterio Buenrostro

Por Eleuterio Buenrostro

En el sopor de una noche cálida, a la salida de la facultad, la conocí. No sabría definir qué me atraía de ella, quizá su espíritu libre, su alegría o su inteligencia, pero estaba implícito en su persona. Aquel día lo recuerdo fielmente, pues fue el mismo día que me enamoré. Cargaba sus libros, saliendo de la biblioteca, y una sombrilla colgaba de su brazo. Usaba una falda larga y al caminar, parecía no tentar el suelo. Al hacer contacto visual, le sonreí. Ella me miró, pero no respondió a mi primer impulso de interés.

Fue poco después, en una tocada escolar, que volví a reencontrarla. Dentro de lo malo, que musicalizaba el grupo, electrizaban el ambiente debido al percusionista y a ella que, sin inmutarse, bailaba en la pista, bordeada por un rastro generado por pulseras y aros fluorescentes, propios de su vestimenta. La tocada terminó en trifulca, antes de medianoche. Las botellas surcaron el aire y la seguí hasta un pilar donde se protegía. Esperé a que los ánimos calmaran, intentando sobrepasar mi miedo, pero no pude abordarla.

En un intento por definir lo que me atraía de ella, fui capturando bocetos, en los diferentes estados, de su tan corta estancia: A la espera del autobús, bajo la lluvia; sujetando su falda, entre hojas que volaban por un viento intempestivo; sonriendo, al primer café de la mañana; admirando el paso de bicicletas en el bulevar; estudiando con fruición en cualquier parte; llorando al teléfono por un vacío en el alma. Ese último, creo, fue el punto donde empezó a desvanecerse, dando pie a que la depresión ganara, pero tampoco estuve allí para ayudar.

Fue la misma fugacidad quien convidó el encuentro. Admiraba los dibujos que había logrado de ella, en la cafetería. Sentí su presencia y un congelamiento repentino me invadió. Tomó el primero a la vista y se perdió en una mirada de contemplación. Me pidió la carpeta y al hojearla vi que sonreía. ¿Qué es lo que le admiras?, preguntó, refiriéndose en tercera persona. Aun no lo sé, respondí, solo sé que quisiera ser así. ¿Y cómo es?, cuestionó una vez más. Libre, contesté sin dudarlo. Así es como se ve entonces, agregó, y afirmé con la cabeza. ¿Podrías pintar este?, me dijo, mostrando el dibujo donde bailaba envuelta en fluorescencia. Que sea grande, sobre un muro, yo te diré dónde y cuándo, terminó, y para cerrar el trato, me besó inesperadamente, dejándome sin saber si debía seguirla, o permanecer sentado, como al final decidí.

El día siguiente no podía iniciar mejor. Me levanté temprano, los árboles silbaban por un viento que mantenía la frescura. El sabor del café me recordó sus labios. Llegué a la facultad cuando un alboroto llamaba la atención de la mayoría. Una chica se había lanzado de un último piso de uno de los edificios, pero yo continuaba en lo mío. La busqué en los sitios que acostumbraba, la biblioteca, el espacio de los árboles de pino y eucalipto, la calle con acotamiento para bicicletas, el café de la facultad. Había desaparecido sin dejar rastro.

Al paso de los días, el coraje me invadió, ¿cómo pretendía que la pintara, si no me había dicho el dónde y el cuándo? Comencé a comer menos, a llenarme de inseguridades y miedos, sin saber por qué. Procuraba no salir a la calle, su desaparición me volvió a la inconsistencia y a la negación. El preguntar por ella hacía que sus amigos me voltearan a ver en rechazo, como si me burlara. Decidido, en mi obsesión compulsiva, la busqué hasta el cansancio, al punto en que dudé de su existencia terrenal.

La idea de que la inspiración había bajado a darme un beso, rondó mi cabeza un par de años más. La recordaba en las repeticiones vespertinas y en los sitios donde osé robar su figura de mujer. Los bocetos se volvieron pinturas, y a pesar de que eran sobre ella, ninguno era ella. El piso volvió a ser seguro para caminar. Mis piernas ganaron fuerza para subir las escaleras y repentinamente, la cotidianidad volvió a ser la misma que cuando no me atrevía a dirigirle la palabra. Había aprendido que la vida puede ser trastocada, aun cuando creas haber encontrado un punto de equilibrio.

En un instante de inspiración furtiva lo entendí. La conexión entre mis manos y mi espíritu eran uno con el lienzo, y nada tenía que ver con la cordura. Si volviera al instante en que me preguntó lo que le admiraba, la respuesta sería: la forma en que bailas, ante la fatalidad. El miedo de saberla en la cuerda floja me atrajo y no lo supe. En ese mismo estado de inspiración salí de mi refugio. La noche era cálida, como el día que la conocí. La oscuridad apresaba, y al alzar mi vista, para sondear en la bóveda celeste, vi la iridiscencia de un ángel en el firmamento; quizá lo único cierto de todo este matiz, que me inspiró.

El día siguiente, a la visión nocturna, subí al piso donde se decía una chica se había arrojado al vacío. La novedad era que en la pared frontal de la facultad a la que asistía, había una pintura de un ángel, saltando hacia el cielo, con alas fulgurantes y envuelta en su propia estela; el mensaje había llegado demasiado tarde. Nadie creería que alguien, ajeno a su grupo, la hubiera pintado. Hasta yo dudo del beso que me inspiró. Al final fue libre, también, para escoger su muerte. La fatalidad es un espíritu que tiene ganada la pelea en los seres quebradizos, como nosotros.

No sé nada de ella, salvo aquel instante íntimo. Tampoco la busco en lo imposible, la traigo en la fugacidad del beso, conservándola en el recuerdo de lo que fue en vida. Muchas de mis pinturas han salido de ese mismo estado sombrío, pero a pesar de lo que mis manos esbozan, el suicidio nunca fue lo suficientemente poético para que merezca ser pintado con el horror implícito. A veces voy más allá de su subliminal presencia, la he visto observando mis pinturas. Entonces le pregunto qué admira de ellas. Solo sonríe, y al no recibir respuesta, le oculto dónde y cuándo las colgaré.

*fin*

IMAGEN

Elevación >> Óleo >> Leonid Afremov

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No se precisa de íncipits, quizás un final feliz

Las marcas de esta vida >> César Abraham Vega

Un día >> Iván Dompablo

Eleuterio Buenrostro, de profesión, escanciador de almas, es un ser inmortal insuflado, no nacido, el 14 de marzo de 2002 en Manuel Núñez. Sobre este último se sabe que es un seudoescritor intuitivo, que se escuda en heterónimos, y latinismos que desconoce, por falta de credenciales como escritor. Vino al mundo un 16 de julio de 1972, en Benjamín Hill, Sonora, cuando el tren de las seis de la tarde anunciaba su llegada. Fue entintado por los tipos de una vieja imprenta, perteneciente a su padre. Marcado en su niñez, se fue a bañar, desde los cuatro años, a las playas de Puerto Peñasco, Sonora, y a secar, desde los dieciocho, en el sol de Mexicali, Baja California, donde reinicia como escritor de tiempo incompleto. Colaboró a finales de los noventa en la sección de música, en la revista Ahí Tv’s. Debido a la apertura que otorga internet fue publicado en la página Ficticia.com, y actualmente colabora en Sombra del Aire, siendo Eleuterio Buenrostro —su nombre de tinta y verdadero artífice—, quien guía su pluma desde el escondrijo. Non plus ultra.

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