Por Alberto Curiel
Se ha discutido cuantiosamente entre los ilustres habitantes del pueblo de Zverty, disputas infinitas que pretendían esclarecer el peculiar asunto de aquel sujeto. Se cuentan muchas historias, cada una no menos interesante que la otra; ni muy ficticias ni muy exageradas; relatos que podrían ser verídicos, que podrían explicar el curioso caso del hombre que ahora se encuentra en el destierro.
La mañana del 23 de octubre de algún año del siglo decimonónico, Severo, benévolo y cortés zapatero de aquella provincia, y quien también era poseedor del título de “hombre más correcto en la comarca” por séptima vez consecutiva, despertó sin saberlo con un singular padecimiento, un malestar que le escoltaría hasta el final de sus días.
El primer pie que puso en el suelo al levantarse de la cama fue el derecho, por si alguno de ustedes pensaba lo contrario. Tomó sus pantalones, su camisa sucia y su abrigo de lana; vistiose con tal avidez y premura que poco faltó para que cayera por la escalera. Enseguida procedió a preparar un rápido desayuno que apenas mordisqueó. Saltó a la desolada calle rumbo a su taller, respiró el parsimonioso aroma matutino, aceleró el paso sin mirar sus contornos, y cortó camino cruzando por la estación del tren, resbalando a través de decenas de cuerpos en expectativa —el primer tren de la mañana demoró más de lo debido—, en donde levantó las primeras sospechas de su condición.
Resguardando la entrada del taller se encontraba Melda, con su camisola larga y la pamela vieja sobre su lechosa melena que la tilda diariamente. Severo irrumpió de pronto, colándose en un tris al interior del edificio de neoclásica apariencia, llegando a la habitación de trabajo empujando apenas la sombra de la figura risueña de Melda que tendió un brazo y contuvo prisioneras un par de palabras de cariño con las que solía recibir a todos los trabajadores.
—Buenos días, Severo.
No apenas hubo escapado aquella frase de los labios de Roldán, un primoroso efluvio inundó la nariz de Severo, quien asintió con gesto adusto la taza de café que ya le alargaba su ayudante. Con la faz descompuesta y una expresión que reflejaba cierto estupor, Roldán se condujo pausadamente al cuarto de herramientas. “No me dio las gracias”, pensaba.
Eran éstas, sin lugar a dudas, acciones poco llamativas en cualquier circunstancia, no obstante, los residentes de Zverty eran populares y afamados por su inalterable carácter, sus permanentes maneras, y su bien aprendido sistema dialéctico basado en una estructura conservadora de moral y virtud. Incluso los vecinos de la aristócrata demarcación de Tzurij, con quienes sostenían estrechos vínculos, honraban a sus coterráneos por su sobresaliente pundonor e inveteradas costumbres.
El rumor del hombre que había perdido sus modales se propaló deprisa, con vida propia entre los zvertyanos que, cual si hubiesen encontrado al eslabón perdido Darwiniano, al misterioso hombre de las nieves o al monstruo del lago Ness, bisbiseaban en tertulias improvisadas que surgían de encuentros súbitos a cualquier hora del día, departían, dudaban, debatían sobre si aquello fuere inverosímil, absurdo. ¿Cómo podría un ciudadano de Zverty carecer de modales, acaso sería éste un lío armado artificialmente para manchar la imagen del pueblo, pero con qué motivo? ¡Imposible! Coincidían la mayoría de los lugareños, de ningún modo valdría la pena pensar en esto, Zverty es cuna de honorables caballeros y damiselas que no se encuentran en ninguna otra región.
A fin de mes, Severo fue invitado por Davin, el carpintero, a comer a su hogar, con el señero ánimo de mitigar las incertidumbres que empantanaban la zona y retirar de una buena vez la neblina que cubría al personaje, al símbolo de lo antagónico.
Severo penetró tras del carpintero en una morada modesta de cimientos resistentes, lo hizo de manera similar a su entrada al taller el día en que ignoró a Madama Melda por vez primera. Oteó ligeramente a los residentes: la maestra Gersta, el pastor Bernard, los 4 hijos de Davin y su bella esposa Oblivia. Ya todos se encontraban posados frente a la mesa. Severo, dirigiose de inmediato a sentarse sobre la única silla disponible, sin ningún aviso ni presentación, causando el primer asombro en los ahí presentes. Oblivia acercó un tazón que contenía algunos panecillos horneados con especias, queso y aceitunas negras; eso último ofuscó a Severo, nunca había visto o probado cosa semejante. Sostuvo uno de estos bollos, arrancó con su dedo índice y pulgar una negra aceituna, la observo por breves instantes, arrojando desconfianza sobre el desconocido manjar y, dado su espléndido olfato, elevó la oliva unas cuantas pulgadas, inhaló frunciendo la nariz, brindándole un segundo para reflexionar el perfume adquirido, a lo que continuó una mueca de desapruebo y la liberación inmediata del pan entero, retomó la postura, bebió diligente un vaso de vino y consultó a Davin respecto de otros posibles platillos que pudiesen servir para su hambre y gusto.
—¿Es que los bollos no te han gustado? —Interpeló Davin con ironía en los ojos—.
—En realidad no me apetece su olor, y no como nada que no posea un buen aroma.
Los convidados a la mesa sintieron desorbitarse sus ojos, un tono rojizo en su piel hizo obvia la alarma que el comentario de Severo propició en ellos. Davin llenose de furia al instante, surgió en él un cariz poco favorable y manifestó casi sin abrir la boca.
—Salga de aquí inmediatamente, ¡ahora veo que los rumores sobre usted eran ciertos! ¡Largo!, y no intente ni acercarse a mí, o a cualquiera de mis hijos. —La concurrencia boquiabierta, estupefacta, comenzó a murmurar indecibles arrebatos de ira y miedo en contra del desafortunado Severo—.
Luego de aquel atentado, prosiguieron otros. La imagen del zapatero era ahora repudiada. La gente rehuía su presencia a toda costa. El pueblo completo se hallaba plagado de pavor y cólera. Un besalamano fue enviado al rey de manera urgente, exigiendo de inmediato tomara cartas en el asunto, hecho que nunca sucedió, por lo que el alcalde fue conminado a determinar la suerte del hombre sin modales en medio de una trifulca realizada en las afueras de su palacio. Distintos hombres y mujeres se presentaban como candidatos al puesto de zapatero, con el fin de destituir a Severo. La muchedumbre aseveraba que la calidad del trabajo de éste había dejado mucho que desear, e incluso, había dejado de realizar una labor decorosa desde que extravió sus modales. ¡Fuera el disoluto!, gritaban. El alcalde propuso un juicio, además de desarrollar una serie de ejercicios con el fin de comprobar la incompetencia del actual zapatero para confeccionar y reparar calzado, no obstante, la turba impetuosa rechazó la propuesta, y fue este mismo hombre quién determinó la expulsión de Severo de la demarcación de Zverty.
Sin embargo, Doroteo, el alcalde, procurando eximir su culpa, alcanzó al recién echado cuando ya se encaminaba sobre el sendero sinuoso y empedrado que parte de Zverty para entrar en Julheim.
—Hijo, se bien que no es culpa tuya tan descabellado embrollo. Soy víctima de una congoja terrible al divisarte así, marchando solitario por la puerta trasera. Debo deslindarme ante ti de todo yerro. He actuado sin voluntad propia, tú has sido testigo. Fui forzado sin clemencia alguna a ejecutar una acción que considero despiadada. Como muestra de mi sinceridad, te aconsejo visitar al señor Honesto, radica cruzando el valle de Julheim; él, siendo tan propio, deberá conocer el paradero de tus modales, si es que han escapado hacia sitios desconocidos. Sigue mi sugerencia, amigo, y cuando los localices siéntete libre de volver a Zverty. Recuerda que la ley permite a los desterrados volver a su lugar de origen en tanto estos se rediman.
Los oídos atentos de Severo aprehendieron la conveniente recomendación de Doroteo, aunque jamás detuvo su paso para escucharle, apenas si viró la cabeza unos grados para darse por entendido y reanudar su travesía que ahora tenía rumbo. Llegar al otro extremo del Valle de Julheim no suscitó inconveniente. Transitó por horas, descansando en lapsos reducidos que eran más bien pretextos para saborear la estupenda hondonada colmada de vida, espesura y silencio, de la que formaba parte momentánea. Atisbaba en la brumosa lontananza el majestuoso castillo del rey, pavoneándose en lo alto de alguna cumbre. Apenas intuyó el fin de su camino cuando entrevió una reducida casa, con setos sustituyendo paredes, y troncos fungiendo como pilastras. Sentado frente a la vivienda se encontraba un hombre bajito y quizá tan viejo como su hogar. El nombrado “disoluto” se aproximó con firmeza al anciano que notó su presencia en seguida y sin levantar la mirada le dijo:
—Hace tiempo que no venía nadie por aquí. ¿Es que ha venido a visitarme?, no lo creo. Es probable que se haya usted topado conmigo inesperadamente.
—Estoy buscando al señor Honesto, ¿lo conoces? —Objetó Severo—.
—Desde luego que le conozco, es el único hombre que radica en los alrededores. Un gran tipo, aunque ermitaño. Soy yo.
—¡Ah! Entonces he venido a verte, señor Honesto, espero que esto no demore, porque resulta que no tengo mucha experiencia en andar vagando fuera de Zverty, y quisiera volver lo más pronto posible. No te quitaré mucho tiempo…
—¡Ey! —Interrumpió el vetusto personaje— Aún no nos hemos presentado, y usted me habla como si fuésemos compañeros de infancia, sería prudente que antes presentara ante mí sus credenciales.
—Por ello he venido a consultarte, extravié mis modales. El alcalde Doroteo afirmó que tú debías conocer la posición de éstos. Así que dímela cuanto antes.
—Mmm… Curioso caso. No recuerdo, en todos mis años, suceso parecido. Me gustaría ayudarte; sin embargo, ignoro totalmente el dato que solicitas. Aún así, creo adivinar la causa de tu pérdida. La prudencia es la madre de la decencia y los modales, por lo que te propongo acudas a los suburbios de Berytown, ahí vive el señor Prudente, si él no sabe dónde hallar tus modales, sin duda, podrá enseñarte nuevos. A cambio de esta información imploro agua, pan o algún bien que puedas brindarme como pago.
Muy tarde era para que escuchase la petición del decrépito. Severo arrancó con un par de zancadas poderosas al terminar de oír “Berytown”. De nuevo el derrotero era asequible, únicamente siguiendo el río se llegaba a aquel paraje. Severo jugueteaba a orillas del torrente acuoso, brincoteando con júbilo, lanzaba piedras intentando hacerlas rebotar sobre la superficie del arroyo —proeza que no consiguió efectuar debido a su falta de fuerza y habilidad—. También se recostó durante los interludios que permitía la magnífica música producida por el fluir del líquido. Remojaba sus manos, incluso pescó un tímalo que doró al caer despaciosamente la noche como un velo misterioso y cautivante. Demoró tres días en arribar a un pequeño bosque de cipreses, capturando una anguila que palió su hambre. Puso colofón a su travesía al comparecer frente a un pequeño muro hecho con leña, en donde descollaba una torre angosta de argamasa sobre un montículo rodeado por diques.
Brincó el insignificante muro, se aproximó hacia la puerta de la minúscula atalaya y golpeó firmemente. Nadie respondía al llamado, por lo que insistió, duplicó los impactos, persistió cerca de una hora hasta que, súbitamente y con una violencia estruendosa la puerta fue abierta revelando la silueta de un hombre pelirrojo de mediana edad, con los párpados entrecerrados, la quijada salida y un ligero aroma a ginebra.
—¡Quién se atreve a molestar mientras duermo plácidamente! —Recriminó el rubicundo hombre—.
—¿Es éste el arrabal de Berytown? Temo haberme extraviado.
—¡Para eso has osado importunarme! ¡Qué imprudencia la tuya! ¿Es que vas por ahí elaborando preguntas estúpidas a desconocidos? Las cuatro de la mañana no es horario grato para hacer visitas, menos aún para fastidiar. Si estos son los arrabales de Berytown o no lo son, no es urgente saberlo, bien pudiste aguardar para averiguarlo.
—No dispongo de mucho tiempo, y es perentorio para mí despejarme de dudas. Estoy indagando el paradero del señor Prudente, y no debo desviarme de la ruta. Si logro encontrarlo, es posible que él posea la llave que abrirá el cerrojo de mi proscripción.
—Oh, un ánima en pena. Mi casa es pequeña para que entremos los dos en un mismo piso, empero, es imprudente permanecer un segundo más en el exterior, el frío es implacable. Es preciso que pases, subas las escaleras y arrojes sobre mis oídos los pormenores de tus memorias, desde allá podré escuchar tu voz sin sentirme asfixiado, yo me quedaré abajo.
Severo detalló su historia, relató el porqué de su apretado itinerario, al tiempo que observaba el interior de la aguja de mortero en la que radicaba aquel individuo. El hombre le aseguró que, efectivamente, se hallaban en Berytown, o lo que restaba de ello. No sabemos con exactitud cuánto tiempo discurrió desde su llegada, Paciencia invitó algunos bocadillos y una modesta comida. Al término de la charla, la noche se avecinaba de nuevo.
—Debo continuar mi andanza —afirmó Severo al sorber su última cucharada de gazpacho—. El señor Prudencia tiene que estar cerca.
—Me temo decirte que ésta fue la casa de ese hombre —en la faz de Severo se trazó una sonrisa al instante—. El señor Prudencia vivió aquí hasta el último de sus días. ¡Ah! Parece que hubiese sido hace tanto, tanto tiempo. Nadie vino a su funeral. Mi nombre es Paciencia, y soy hijo suyo. —En ese momento, el rostro de Severo mutó a la pesadumbre—.
—¡Vaya! Nunca he sabido qué decir en estas situaciones, me resultan incómodas. Supongo que tu padre estaría orgulloso de ti. Noto que te ha instruido bien.
—No debes preocuparte, no existe reacción adecuada ante las noticias mortuorias; además eres totalmente ajeno a ella. Lamento no ser mi padre. Creo que él habría podido auxiliarte como bien te advirtieron. ¡Vamos, retira esa mueca de frustración! No todo está perdido. Existe un hombre a quien todos acuden para pedir consejo; sin embargo, rara vez es encontrado. La última vez fue visto en la isla de Fhuryin, su nombre es Sabio. Tendrás que tomar un barco en la costa de Borvett y viajar unas quince millas náuticas al noreste. Espero sepas navegar. Anda, partirás a primera hora, por hoy será mejor que pernoctes ahí arriba…
De nueva cuenta, previo a la culminación del discurso de Paciencia, Severo se precipitó escalera abajo de un salto, empujó discretamente a su interlocutor echándolo fuera de la vivienda para lograr salir, y así, sin despedirse, sin agradecer, como era de esperarse, se fue disolviendo su aspecto a la distancia, desintegrándose en medio de cipreses, abetos, robles y abedules.
Pobre infeliz que corría sin dar tregua al cansancio, ignorando el hambre y la sed, llevado por el aislamiento al paroxismo de dolor. ¿A dónde se dirigía realmente? Iba obstruido, persiguiendo fantasmas y halos de luz, surcando penumbras bajo una pléyade de luceros y asteroides que le eran indiferentes, volviose invisible, transparente y pesado, muy pesado.
Transcurrieron semanas deplorables, en las que Severo con dificultad llegó a alimentarse de frutos y hierbas, además de recurrir a limosnas que algunas personas le concedían atentamente al desgraciado hombre que no permanecía en ningún lugar fijo por más de unos cuantos minutos u horas. En Gildebran fue Oscar, por Reithresburg se llamó Octavio, y más allá de Vinthel fue Edvard. Cuan peligroso era darse a conocer por su nombre real, en todo el reino se dominaba la noticia del singular “hombre sin modales” nacido en Zverty. Pobres de los infantes que, si llegasen a actuar de mal modo, a desobedecer o a incumplir la tarea encomendada, serían reprendidos por el temible y enfermo “disoluto”. Él, el depravado, impúdico y libertino Severo, habíase convertido en relato de advertencia, en leyenda, en el terror de los malcriados y castigo de los indisciplinados chiquillos a quienes, antes de dormir, se les aterrorizaba con la historia del desterrado.
Al fin apareció Severo en la costa de Borvett, por completo desolada, trotó hacia el mar, con doce kilos menos, los dedos asomando por una comisura en sus zapatos, la barba crecida y unos andrajos por ropa. Jadeó frente a una soleada tarde de cielo despejado, avizoró el muelle y el acantilado, uno al extremo del otro, y entonces, como si el fuego de una vela fuera extinguido por una potente y despiadada brisa, su cuerpo cayó bruscamente boca abajo, yaciendo en la áspera sábana de granos de arena.
—Beba, ande, beba —susurraba alguien—.
Uno a uno fueron brotando los rasgos de una mujer ante la mirada cauta y aletargada de Severo: sus redondos ojos color avellana circundados por una exquisita tez blanca, los rosados labios más primorosos que había visto y, debajo, una silueta cubierta por muselina azul o tal vez verde, aún no distinguía bien el color debido a los efectos del desmayo. La angelical figura le obsequiaba un zumo delicioso dentro de un aguamanil de porcelana.
—Me alegra que haya despertado. Tranquilo, está todo bien, mi esposo le encontró tendido en la playa ayer por la tarde y lo trajo a casa para brindarle atención médica. ¿No es una fortuna toparse con alguien que tiene por esposa a una curandera? —La mujer sonrió con ternura—. ¿Ha, usted, naufragado? ¿Cuál era su barco? ¡Oh! Disculpe mis modales. Mi nombre es Elide, ¿y el suyo?
—Soy Sev… Ernesto. Preferiría no hablarle acerca de mi historia, no es nada interesante, por el contrario, es en extremo cotidiana… busco transporte hacia la isla de Fhuryin.
—Todo viajero alberga al menos una interesante anécdota, no se menosprecie de esa forma, Ernesto. Sin embargo, si es su deseo conservar para sí los extraordinarios sucesos que ha acumulado a lo largo su existencia, está en todo su derecho. Fhuryin ¿eh? Pocos marineros se aventuran hacia esas aguas. Mi marido teme acercarse siquiera a un par de leguas. Se dice que en aquel punto habitan monstruos enormes devora hombres, y sirenas que ahogan a quien se atreve a mirarles. ¿Por qué querría ir usted allá?
—¡Ahh! —quejose Severo—. No tengo otro remedio que desentenderme de esos comentarios. Mis motivos son profundos y muy personales. ¿Sabrá usted algún medio para llegar ahí?
—Es posible —ratificó la mujer— que en el puerto encuentre a un hombre dispuesto, no obstante, requerirá una buena recompensa. Mañana mismo le guiaré con los hombres más valientes del puerto, esperando que alguno acepte su encargo.
—¿Mañana? Será mejor ir de una vez.
Tambaleándose, Severo se puso en pie, insubordinándose a las indicaciones de Elide, que pretendía contenerlo. No viendo otra opción, Elide asistió solícitamente el recorrido del alfeñique en dirección al embarcadero. Uno a uno fueron interrogados los marineros, oficiales, pescadores y navegantes. Ninguno resolvía lanzarse a tan arriesgado viaje. Las opciones iban agotándose y la jornada estaba próxima a concluir. Fue finalmente, ante la inminencia del crepúsculo, cuando las súplicas de Severo cosecharon una respuesta afirmativa. Un hombre visiblemente ebrio que se hacía llamar contramaestre Smith, declarándose el mejor y más destacado marinero de la zona, aseguraba que Fhuryin era el mejor sitio para conseguir una buena pesca y que, incluso, él capturó a un monstruo marino come hombres haciendo uso de toda su fuerza e inteligencia en ese lugar.
—Mañana, ¡a primera hora!, ¡hip!, le espero en mi barquito para darle un empleo, de ese modo me pagará usted ¡hip! —manifestó Smith oscilando de atrás hacia adelante—. ¡El Nautilus! ¡Esa es mi nave!
Severo durmió escasamente, temía quedarse dormido y perder su única oportunidad. Titubeaba sobre la autenticidad de las palabras del contramaestre, mas decidió tragarse la historia en pos de su cordura y sosiego. A la mañana siguiente, el puerto rebosaba de actividad. Cientos de hombres abordaban retahílas de embarcaciones que abarrotaban la playa, toneles volaban por aquí y por allá, gritos, órdenes, no podíase atestiguar estatismo alguno.
—¡El Nautilus! ¡Nautilus! ¡Dónde está el Nautilus! —Voceaba Severo. Y cientos de brazos y dedos grasientos señalaron hacia el acantilado. Cerca de éste se anclaba un barco mayúsculo, formidable, el navío que desafiaba a cualquier mar; demasiado para un simple barco pesquero. Pronto trepó al barco y demandó la presencia del contramaestre Smith, y otra vez, decenas de extremidades se levantaron en torno a la proa, en donde se encontraba un hombre con la indumentaria idéntica a la del beodo de la noche anterior, pero con una actitud y pose enteramente opuesta—.
—¡Contramaestre! ¡Contramaestre! —Llamó Severo arrimándose a él— He venido por el empleo que me prometiste. —Smith se mostró turbado—.
—¿Empleo? ¿Qué empleo? Aquí no necesitamos más hombres —Refutó el suboficial—.
—¡Te equivocas! Elide y yo te hablamos de un viaje a Fhuryin hace tan sólo unas cuantas horas atrás.
—¡Ja, ja! Asumo que te excediste en las copas, ¿no hijo? Tal vez me confundas con otra persona, no te recuerdo en absoluto. Eres muy insolente. Pero, has logrado conmoverme con esa pinta de mendigo. Trabajarás para mí los días necesarios para subsanar tu deuda. No preciso inspeccionar el móvil de tu éxodo, ni los argumentos que guardes para desear acudir a Fhuryin. ¡Aaah! ¡Qué maravilloso hombre soy! Has tropezado con un alma caritativa, hijo. Comenzarás ahora. Dirígete a la popa y dile al forzudo aquél que te proporcione cepillos, agua, jabón y todo lo que requieras. Te encargarás de fregar pisos, asear los baños y lavar trastos. ¡Ah! También te proporcionaré un atuendo más adecuado. Nadie andará en mi barco vistiendo harapos.
Así iniciaron las labores de Severo en el Nautilus. Su trabajo consistía esencialmente en retirar la suciedad causada por su propio vómito, ya que se mareaba con facilidad. Durante días se ocupó de los quehaceres y demás mandados que se ofrecieran, puesto que, según Smith, desplazarse en altamar no es nada económico. Volvía de vez en cuando a pasar la noche en casa de Elide, mantenía ahora una buena amistad con Grogorio, cónyuge de ella. Sin embargo, las náuseas de Severo no disminuyeron con el fluir del tiempo y, aunque ejecutaba su función con un ingenio extraordinario, sus constantes regurgitaciones producían incomodidad entre los otros. Una mañana, previo al comienzo de sus labores, Severo fue llamado a un camarote situado al fondo de la superestructura del barco, a donde no había asistido antes. El interior del camarote era de color vino, decorado con tapicería de múltiples tonalidades que, a simple vista, semejaba haber sido colocada por un niño. Detrás de un escritorio pequeño hallábase una persona debajo de un sombrero ostentoso, de corte inglés, adornado con cintas, flores y plumas.
—He escuchado comentarios diversos sobre ti, Ernesto. Smith te ha depositado su absoluta confianza.
—¿Quién ere…
—¡Soy la maestre Fortuna! —Interceptó la mujer aupando su sombrero con las yemas de los dedos de su mano izquierda, descubriéndose el rostro, exhibiendo sus finos ojos verdes que vigilaban a detalle los movimientos de Severo—. ¿Acaso desconoces que has navegado en mi barco desde hace varias semanas? No te sorprendas. Pocos hombres son guiados hasta mí, y de éstos, aún menos me han encontrado y, por supuesto, ninguno permaneció conmigo para siempre. Conozco bien tus razones para estar aquí, Severo. ¡Ehe! Ya te he dicho que evites asombrarte, ¿qué pretendes ocultando tu verdadero nombre, esconderte de mí? Te he custodiado desde tu nacimiento y quizá sea hora de dejarte ir solo. Estamos cerca de Fhuryin. Cuando emita la orden, quiero que desciendas y te adentres en la isla, no garantizo que encuentres a Sabio, pero, para reunirse con él, es necesario que yo me ausente.
De esta suerte, Severo estaba solo en un santiamén, en una isla desconocida y sin rastros de civilización. Recorrió inicialmente los bordes de la isla, introduciéndose hasta el centro paulatinamente, deambulando en espiral hasta el corazón de la ínsula, y retrocediendo sobre sus pasos decenas de ocasiones, mismas en las que salvó la vida escabulléndose de las garras y fauces de extrañas criaturas. Las pesquisas no arrojaron resultados, si Sabio habitaba o había habitado Fhuryin, no dejó rastro alguno. Aconteció un largo periodo en el que Severo se mantuvo incomunicado, desamparado y henchido de melancolía, sin posibilidad de escapar. Su apariencia estaba distorsionada, era muy distinto al vigoroso y lozano varón que moró en Zverty; ni su propia madre le reconocería.
Decidido a morir, se arrodilló en el litoral, posó sus manos sobre su frente, cubriendo toda su cara, suspiró como apresando para siempre un fragmento de nada y se echó de espaldas cuan largo era, cerró sus párpados, permitió que la muerte y el sueño se apropiaran de él, y entonces… El sonido de la bocina de un barco le resucitó bruscamente, se irguió lo suficiente como para reconocer en la proa de un velero la estampa de Grogorio.
No estaba desmoralizado, tampoco desilusionado. Severo cesó la búsqueda de Sabio después de varios meses en los que había salido del reino con destino a rumbos desconocidos: Exploró desiertos, escaló montañas, buceó a profundidades remotas, aprendió otros idiomas, vistió otras ropas, lloró copiosamente y también sonrió de la misma manera. Habíase instalado en una caverna que le abrigaba del indolente frío. Era un cenobita, triste y abúlico.
Poco más de un año de su confinamiento se había consumado. Severo se apersonó en Berytown, el sitio más confortable de los que hubo pisado. Visitó a su viejo amigo, Paciencia, quien le sugirió salir a recolectar moras para preparar un delicioso postre. Afuera, Severo admiraba el rocío nocturno sobre las plantas, planeaba construir ahí su nuevo hogar. Repentinamente, un aguacero cubrió la zona, provocando la rápida huida de Severo mientras tanteaba el terreno a la caza de un refugio. Chocó sin notarlo con una serie de árboles gigantescos y, al tiempo que yacía en el lodoso suelo, observó que debajo de estos se formaban arcos en los que podía resguardarse. Uno de estos arcos se elevaba muy cercano a la superficie, similar a una madriguera. Apresurándose, penetró en el abismo y se fue adormeciendo calmosamente.
A la mañana siguiente Severo acudió en tanto despertó de su modorra a casa de su pelirrojo amigo. Descubrió entonces, a la distancia, la entrada de la torre abierta y a un chiquillo jugueteando en sus inmediaciones.
—¡Hola! —Exclamó el pequeño—.
—¿Eres familiar de Paciencia? ¿Qué haces aquí, en dónde está él? —Interrogó Severo—.
—No, no soy familiar suyo, aunque, uno nunca puede saberlo. Paciencia es muy agradable, ¿no lo crees? He venido a saludarle desde muy lejos. Sin embargo, el muy descortés huyó presto en tanto toqué a su puerta. Dijo hola y no adiós. Y heme aquí esperando su regreso.
Puesto que Severo no tenía ningún lugar a donde ir y tampoco nada mejor que hacer, divirtiose un rato recreándose con el niño: Corriendo tras de él, saltando, riendo, ensuciándose, hasta que la falta de aliento le obligó a tomar asiento sobre uno de los diques.
—¿Y tú quién eres? ¿Qué haces aquí, en este lugar tan retirado de las aldeas y los pueblos? —Inquirió el infante—.
—Es un cuento muy extenso el mío, necesitarías mucho tiempo para escucharlo —Respondió Severo—.
—Soy un niño, tiempo tengo de sobra.
Severo expandió su gigantesco pergamino, refiriendo puntualmente cada uno de los detalles en su manuscrito incorpóreo, inmaterial. El niño atendió con curiosidad y esmero las palabras de su interlocutor hasta que éste hubo finalizado. Severo, encogiéndose de hombros, lamentose al recapitular lo vivido y, amagando un lloriqueo, prestó atención al muchachito que decía:
—Un error natural es querer encontrar respuestas propias en preguntas ajenas, y viceversa. ¿Es que en realidad han sido tuyas las tristezas o las han sido de otros al no encontrar en ti lo que les complace, aspirando a transformarte con ardor enfermizo? ¿No has perseguido la aprobación y el consentimiento con total vehemencia, sin plena convicción? ¿Cuál ha sido con certeza el verdadero móvil de tu batida, ha sido motivo tuyo o involucra a terceros? En todo caso, ¿valdría la pena volver a una realidad subyugado, o vivir en ésta, en la que obras y permaneces con total libertad? Te has desempeñado como pescador, limpia pisos, zapatero, cocinero, mercante, entre muchas otras labores que aquellos no probarán por principio y encasillamiento. Eres refrendario de tu propio bien, del favor que cogiste al ser corrido de aquellas tierras. Echa un vistazo a tu alrededor, ¿ves modales en la naturaleza, en las piedras, en el río, en las montañas, en un recién nacido, en los seres virtuosos que has conocido? Es sumamente peculiar que los virtuosos, tal y como las constelaciones, se disgregan por índoles insospechadas, por conductas impensadas, instintivas. Es propiedad de las conglomeraciones no tolerar la diferencia y circunscribir la voluntad. Nota entonces que los métodos y condiciones impuestos en cualquier grupo, no son más que la extensión de su egocentrismo ¡Ah, que egocéntricos son! ¿No es más virtuoso aquel que, pudiendo elegir un camino seguro, miles de veces recorrido, elige la vía tenebrosamente inexplorada? ¿Es acaso más imprudente aquel que calla la verdad para evitar suspicacias, o quien la expone no importando escenarios? Será entonces que es más virtuoso el que sabe escuchar la verdad a quien la evita por mantener su prestigio inexistente. Dime entonces ¿En verdad has sido afectado por un mal efectivo y corpóreo, o has sido engañado por artífices, brujos falsificadores y blasfemos de lo natural? No busques la sabiduría en el exterior, no te confundas. Así como el verdadero arte invita a la quietud, y el no arte al movimiento, el mejor sendero para hallarle es la introspección y el infortunio. Es por eso que Sabio nunca llegó a ti.
—No hablas como un niño —Expuso Severo—.
—Naturalmente —Replicó el pequeño— Bien, he aguantado suficiente el retorno de Paciencia, debo partir. Fortuna no tuvo el corazón para abandonarte en aquella isla ¿eh? Un placer conocerte. Hasta luego.
Severo permaneció inmóvil durante varios minutos, pasmado y cabizbajo, hasta percatarse de los bramidos de Paciencia, quien volvía a toda velocidad a la garita, vociferando escandalosamente.
—¡Severo, Severo! ¡Dónde te has metido! —El hombre de cabellos bermejos llegó donde Severo, que prolongaba su petrificación. Aún sin recuperar el aliento, Paciencia lo sujetó de los hombros y lo zarandeó anheloso, con la boca abierta, haciendo insólitos visajes desencadenados por la fatiga, la sorpresa y el regocijo que mantenía reprimido—.
—¡Ha venido, Sabio ha venido a visitarme! —Anunció Paciencia sin suspender las sacudidas— Salí a buscarte veloz como el viento en el instante en que él golpeó a mi puerta.
…
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