Eugenia recordaba aquella comida, como la palma gorda de su mano, era la misma que realizara el día que Carlos partiera hacia el norte, con la intención de cruzar al otro lado. La acompañó de esperanza en su regreso y con un beso sellaron la promesa. Conservaba el perfume de su ropa y su sonrisa que anticipaba un nunca te olvidaré. De aquello hacía ya muchos años, pero la preparación era determinante para saber que ella permanecía en lo dicho. Al sentir la sopa, en su gusto, confirmó que el sabor no había cambiado a pesar del tiempo, como tampoco su amor por él. Tomó un plato hondo y vertió una cucharada, perdiéndose en el sabor que habría servido para reconectar con su alma, sin saber en qué había fallado la elaboración del regreso.
Salió al huerto y tomó el más rojo de los tomates, volvió a la cocina; el cortarlo en rodajas le recordó las heridas de su corazón. Carlos regresó como había prometido. Los años habían pasado por los amantes lejanos, solo que en ella habían cobrado peso y él se veía delgado y de buen ver. Su atuendo no era el del ranchero que viera partir. La cebolla le permitió ocultar sus lágrimas. Al verla gorda y desproporcionada, su ilusión se fue abajo. Tampoco traía intensiones de quedarse. Venía a buscar a la belleza pueblerina que dejara en ilusión, para llevarla consigo e iniciar una doble vida. Un matrimonio y tres hijos lo esperaban también de aquel lado. Al verla gorda, y en ilusiones, fraguó su huida en un beso parco en el cachete, dejándola en desolación una vez más.
Tantos años de distanciamiento, sin comunicación, eran demasiados para los dos, eso lo comprendía. Vertió la cebolla en la cacerola donde los trozos de carne se guisaban, sobre el chile serrano ya picado. Esperó el turno de los trozos de tomate, su corazón roto iba de por medio, luego la mala sal, un poco más, qué más daba, luego la pimienta y lo necesario. El arroz anaranjado y los frijoles refritos estaban en su punto, bajó la flama y probó también el bistec ranchero. Las tortillas de harina las preparó al instante. A su tía, con la que viviera desde joven, y que viera por ella como madre, le gustaban recién hechas. La había propuesto en matrimonio y aquella receta había sido probada por varios que quedaron encantados con la sazón y la juventud de la Eugenia de entonces.
Nunca había incluido el postre de fresas agridulces, por creerlo exclusivo de quien viera partir dos veces, y nunca eligió a ninguno de los que quisieron comer de sus manos. Después de haber sido reafirmado el sabor amargo de nunca verse, no le quedó lozanía para un nuevo invitado. Aquella tarde no había que perder, incluyó el postre de fresa en la comida, pensando que el destino ya no le tenía nada reservado. Sirvió la mesa con un mantel limpio, dispuso la cacerola de la comida al centro de aquella mesa que algún tiempo sirviera a los que rentaban las habitaciones del segundo piso. Ahora era propio de la soledad de ella y su madrina. La tía sonreía afablemente, y le ayudó a servir en tres platos, haciendo uso de la mejor vajilla, a lo que ella se sorprendió. ¿Tenemos invitado a comer? Así es, Eugenia.
De las escaleras bajó un ranchero que había llegado a caballo de madrugada, pidiendo hospedaje. La vio a los ojos, Eugenia se ruborizó al instante sin saber por qué, pero no vio aquella gordura que externaba, sino a la mujer que se había ocupado de disgustos por medio de la comida. Sin necesidad de probar bocado quedó enamorado de ella; su largo recorrido había terminado. Después de la comida ella le ofreció con agrado el postre; mismo que él aceptó. La edad había pasado para los dos solitarios a la espera de un amor por cumplirse, el que permanece agradable en las bocas sedientas de la misma miel, y que ahora se hacía efectivo y a primera vista. Era al amor que ocupaban para comprometerse de por vida, lo supieron al degustar del mismo postre, con cuchara de plata, y sin mediar palabra.
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Latas de sopa campells >> Andy Warhol., EUA, 1928-1987.
Eleuterio Buenrostro Calatrava, de profesión, escanciador de almas, es un ser inmortal insuflado, no nacido, el 14 de marzo de 2002 en Manuel Núñez. Sobre este último se sabe que es un seudoescritor intuitivo, que se escuda en heterónimos, y latinismos que desconoce, por falta de credenciales como escritor. Vino al mundo un 16 de julio de 1972, en Benjamín Hill, Sonora, cuando el tren de las seis de la tarde anunciaba su llegada. Fue entintado por los tipos de una vieja imprenta, perteneciente a su padre. Marcado en su niñez, se fue a bañar, desde los cuatro años, a las playas de Puerto Peñasco, Sonora, y a secar, desde los dieciocho, en el sol de Mexicali, Baja California, donde reinicia como escritor de tiempo incompleto. Colaboró a finales de los noventa en la sección de música, en la revista Ahí Tv’s. Debido a la apertura que otorga internet fue publicado en la página Ficticia.com, y actualmente colabora en Sombra del Aire, siendo Eleuterio Buenrostro —su nombre de tinta y verdadero artífice—, quien guía su pluma desde el escondrijo. Non plus ultra.