CENTRO HISTÉRICO

por Mabel Pinos

La mañana del lunes tres de abril del año dos mil veintitrés, recibí la llamada que no quería escuchar; habías muerto. Extrañamente, en el justo sitio de mi pecho, a un costado del corazón, todas las letras que conservaba para contar historias comenzaron a brotar descontroladas. Sin oponer resistencia, dejé que se fueran. A falta de ellas en mi cuerpo, no pude escribir hasta el día de hoy, precisamente, un diez de mayo que me recuerda a ti. Desconcertado, después de terminar la llamada, la repugnancia de las cosas comenzó a cobrar intensidad. Tuve que detenerme un instante y repensarlo todo. ¿Estás enojado, don Mabel?, me preguntó mi esposa al verme; fue la primera advertencia de disgusto. Sentí la necesidad de verte, aunque no estuvieras del todo. Se me ocurrió llamar a mi jefe, para avisar que tenía que salir de la ciudad. Preguntó que si teníamos algún pendiente que solicitara urgencia. Sí, había algo que la solicitaba, mi cerebro que se había desubicado. Sentí como si me lo hubieran extraído y dispuesto de manera errónea. Nada concordaba y mi juicio vagaba sin cordura.

Saliendo un instante de mí mismo, bajé al suelo, a ver cómo iban las letras. Airosas, continuaban su rumbo, de camino a no sé dónde, alejándose de mí, a escribirse sobre algún cuaderno abierto, ordenador, u hoja en blanco; conservando, eso sí, la disposición que les marca el margen de los renglones. Enfilaba, una tras otra, formando palabras ininteligibles. Las llamadas mayúsculas lo hacían sobre la parte superior que delimita la línea. Las minúsculas, sin embargo, rebeldes como sólo ellas, se distinguían entre las que se deslizaban sobre el trazo y las que usaban su cola para tocar el área baja. Son cinco las insurrectas: “g”, “j”, “p”, “q” y “y”. Para las letras, y desde el mundo de las letras, sí existe un arriba y un abajo. Si yo solamente creo en esta existencia, ¿a qué me aferro si no tengo un arriba y un abajo para sostenerme?

Enfrento el absurdo de la existencia, dejando de lado las creencias religiosas y el suicidio, como lo describe el Evangelio según Camus, aceptando cada sinónimo atribuido al absurdo mismo. Regresé a mis relatos, mis escritos, mis notas, todo era absurdo. La idea que tenía de publicarlos se vino abajo, los leía y, en efecto, eran absurdos, disparatados, incoherentes. Terminé por borrar muchos de ellos, y una vez más me quedé vacío y sin letras. Entonces pensé en escribir sobre ti. Muchas veces quise hacerlo, pero nunca pude; lo sentía como incensario. Era como tratar de explicar la música, cuando lo que se necesita era escucharla y sentirla. A ti te escuché todo ese tiempo que estuviste viva, aunque estuviéramos alejados; tu voz era como música para el alma. La autonomía de las letras no me permitió escribir entonces, era una vorágine que no podía controlar, fue hasta hoy, en un esfuerzo coordinado de palabras, ya que ha sido difícil quedar como ciudadano de este mundo en el que tú no estás.

El primero de los diez de mayo ha sido imposible. Han pasado treinta y siete días, y aún no lo concibo. Dicen que desde que te perdí me comporto enojado. Yo desde este lado siento que estoy bien y que los demás están mal. Una grabación tuya, de cuando saliste de la primera recaída, me acompaña; la reproduzco cada que necesito escucharte. Luego, al terminar, siento como si tu voz se reprodujera en el espacio, en una soledad insondable, en la que es cada vez más difícil alcanzarte. Te alejas dejándome un diez de mayo interminable. Creo que pude ser mejor hijo. Este hueco en mi pecho, del que brotaron las letras hasta dejarme vacío, no lo conocía. Es el sitio del que procede mi histeria, la que espanta a los que sí lo pueden ver. Quizá me esté negando y ése sea mi verdadero yo.

¿Alguna vez dudaste que te quería? Entonces por qué no quisiste que te comunicaran conmigo al teléfono el día anterior a dejar de existir. Pienso que de haberlo hecho, hubiera exigido que te llevaran a urgencias como la primera vez. Una semana antes de irte, llegué a casa, me senté en tu cama, tenía desde diciembre que no te veía en persona. Tú mirabas al televisor y no tenías el ímpetu de otros tiempos al verme. Me miraste de soslayo, luego de nuevo al televisor, y cuando nos dejaron solos, volviste a mí. Me hiciste señas y me arrodillé en la cama, frente a ti, para mirarte directamente a los ojos. Si me muero, dijiste, no quiero que te vayas a deprimir como lo hiciste cuando murió tu papá, Manuelito. Te lo prometí, luego nos sostuvimos fuerte de la mano, y lloramos juntos. La verdad, ahora lo sé, es que te mentí sin saberlo. Sí me he deprimido mucho desde que recibí la llamada, pero trato de no demostrarlo. Lo único en lo que debes confiar, como ya lo dije, es que a diferencia de esa vez, hoy no me aferro al suicidio, aunque la cabeza me dé vuelas.

Como pude, junté algunas letras del suelo, de las que salieron de mi pecho, y las guardé al interior de un reloj que te pertenecía y que robó mi hija, del banco que servía de buró al lado de tu cama. El reloj sigue funcionando, lo tengo sobre el librero. Me gustaría que así estuviera tu corazón, emitiendo latidos por segundo, en un cuerpo vivo. ¿Si no existe el más allá qué existe entonces?, porque naciste un veinticuatro de diciembre, en la llamada Noche Buena, en la víspera al nacimiento de Jesús, y moriste en la Semana Mayor, días antes de su resurrección. Tú, que fuiste tan católica, dime, ¿acaso es una señal de que debo creer en algo más eterno que la existencia, en un alma inmortal con la que algún día alcance tu camino y, una vez más, pueda escucharte en armonía? Solamente dese las letras lo puedo todo. Ahora mismo, en mi pensamiento vuelto signos sobre esta hoja, vuelas muy lejos. Escucho tu voz grabada, tu imagen se pierde en la inmensidad, aunque sé que eso no es cierto y que, en realidad, yo sigo aquí, en mi centro histérico, sin ti. Enojado conmigo, con los que te hicieron caso de no llamarme el día anterior a tu muerte, con Dios, y con el mundo.

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IMAGEN

No sé qué hacían ellos ahí >> Óleo sobre lino >> Othiana Roffiel., México, 2021

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