Quisiera iniciar diciendo, como lo hacen los suicidas, que no se culpe a nadie de mi muerte, si es que ésta ocurriera, pero no es así. Culpo abiertamente a la Comisión Municipal del Agua, por su pésimo servicio. Está de más decir que por estas regiones, de calor exuberante, sobrevivimos gracias a este vital líquido, y hasta parece ilógico que tuviera que quejarme de un exceso, pero no es tan simple. Mi problema de aguas sobrepasa cualquier lógica que se pueda imaginar. Pero para que se entienda tendré que iniciar desde el día en que descubrí el arroyo que trajo a mi vida tales consecuencias.
Conocí a Marina una tarde de lluvias, en la sala de un café. Sobre su mesilla reposaba un libro con una servilleta del sitio por separador: Prometeo Encadenado, revelaba el título que leía con insistencia. Me llamó la atención la manera en que se desligaba del sitio, sintiéndose libre, a pesar de permanecer entre desconocidos. La esquina formada por la unión de dos vidrios era iluminada por una lámpara alta que mostraba su belleza cautiva al exterior. Pensé que esperaba a que la lluvia cesara, pero no fue así. Al terminar su café se levantó, tomó el libro, y dio a la salida, sin usar paraguas.
Me gustaría creer que existen fuerzas invisibles que unen destinos que parecen inconexos, pero en verdad no sé qué fue lo que nos unió. Quizás en ello radique la separación inminente. Marina y yo coincidimos en esta isla e hicimos de nuestro destino uno mismo, sin inquirir en una relación aprensiva. Nos hicimos de un hogar, compartimos gastos, trabajábamos cada quien en lo suyo sin interferir, poniendo, eso sí, al amor por delante. Me preguntaba diariamente, antes de salir a laborar, cómo se debe cuidar a una Ondina, cuando su naturaleza es libertad. Mi miedo eran los temporales pasados, por eso no exigía nada, temiendo también perderla.
Entonces pasó que en nuestro sitio en común, justo en la sala que resguardaba nuestras convivencias, surgió un charco de agua, cercano a los pies del sofá. Era tan simple que pasaba inadvertido y con una pasada de un clínex desapareció. Era una señal que debí tomar en cuenta. En ese tiempo me ocupé más de mi trabajo, mis jornadas de viaje fueron largas y al regresar quería que las cosas continuaran en su sitio, pero la casa cambió gradualmente debido a las humedades, y yo, embebido en otros intereses, no noté que el charco era cada vez mayor y, como en la ausencia no tenía que ocuparme, le negué importancia.
Hace poco hubo un recuento de recibos de agua entre Marina y yo, y fue abrumador darme cuenta de lo que estaba sucediendo. De un momento a otro me encontré nadando en un más que simple vaso de agua. Yo, para ella, era una persona indirecta, y evadía la realidad del compromiso. Me dijo que me comportaba temeroso de lo que pudiera pasar en su compañía, que mi esencia era la de una persona arrogante y lo empeoraba al no enfrentar las obligaciones que exigen ser parte de una familia. Abrió la puerta y el arroyo de su presencia se abrió paso por el jardín cuidado con sus manos. La alcancé en un abrazo pero ya no estaba aquí.
Subimos al auto y la conduje al muelle principal, lloraba de alegría ante el advenimiento de un nuevo horizonte. Su cabello simulaba la caída de una cascada, su sonrisa era hermosa, muy conforme a sus labios delgados. Su plática parecía ahora el murmullo de un rio lejano, aunque su mirada seguía siendo de tristeza. Llegamos al muelle, una embarcación la esperaba para sacarla de la isla. Bajó del auto, se despidió con un beso en los labios con sabor a lágrimas. La vi partir en el ocaso de una tarde lluviosa. Levantó su mano a la distancia, para despedirse del hombre encadenado a su isla de miedos.
Regresé a lo que fuera el hogar seguro, ahora sin ella. En la sala quedaba la huella de una humedad ausente y, aunque el flujo ahora no era, no podía erradicar sus secuelas. El agua se llevó cosas importantes, como cuadros en las paredes, risas en todos sitios, momentos que no regresarían. Cerré la puerta para evitar que se notara el deterioro, y me apliqué en la limpieza de cada sitio para recuperar los espacios vacíos y sin esperanzas de renacer. No es que me justifique en mi obsesión solitaria, quizá mi sistema de drenaje ha estado dañado desde siempre y esto sea sólo una muestra, o quizá deba enfrentar mi negación.
El cerrar las puertas hizo más difícil aceptarlo. La humedad comenzó a surgir nuevamente, ahora en mi presencia y sin darme tiempo a reaccionar. En pocos días el agua me llegó al cuello y fue seguro que necesitaba ayuda. En el instante en que tocaba el techo y se me dificultó respirar, llamé a la Comisión del Agua. Me contestó una grabación: estaban de vacaciones y tendría que esperar si requería ayuda de terceros. Mi clamor se volvió risa. Me dejé abatir por el desánimo sin oponerme. No tengo agallas para nadar en aguas de amargura, ni fuerza para sobrellevarlo. Quizá sólo esté buscando culpables en vez de aceptar que fui yo quien desde un inicio negó su precipitada presencia.
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Mujer en la playa >> Óleo >> Guennadi Ulibin
Héctor Manuel Vargas Núñez nació en Benjamín Hill, Sonora, el 16 de julio de 1972. A la edad de cuatro años, después de desordenar los tipos de una regla de composición de una imprenta mecánica, fue llevado a Puerto Peñasco, Sonora. A los diecisiete años, en un viaje en un barco camaronero, después de un intenso día de labores, decidió por las letras que lo aproximaran a explicar lo que vivía. Escritor intuitivo, inició a colaborar, a finales de los noventa, en la sección de música de la revista Ahí Tv’s. Debido a la apertura que otorga internet fue publicado, a principios del dos mil, en la página Ficticia.com. En la actualidad colabora, desde septiembre del 2015, en la revista digital Sombra del Aire, con los seudónimos de Equum Domitor y Eleuterio Buenrostro.