ANCO MARCIO, EL PINTOR SIN MUSA

por Eleuterio Buenrostro

Por Eleuterio Buenrostro

Los toquidos de Tello Piedramonte, a las dos de la mañana, me levantaron de la cama. La visita del músico viene siempre acompañada de experiencias atípicas, así que lo atendí con prontitud. Nos dirigimos al estudio, donde regularmente lo recibo, y tomé asiento. El viejo colocó una grabación de su autoría, en el reproductor de discos compactos, y dispuso los avíos para preparar café. A los minutos regresó cargando una charola, con dos tazas, y las dispuso sobre el escritorio. Levanté la más cercana, mientras tomaba asiento, y olí la sustancia que nos sirve para conectar.

—Te necesitamos para que rescates a un tipo singular —inició—. Está bloqueado artísticamente. Los dioses, que se alimentan del arte de los mortales, están desesperados porque sus creaciones han perdido calidad y no hay manera de que remonte a su prodigio.

—Ya intentaron dialogar con él —inquirí.

—Ese es el detalle. El artista no habla, se expresa por medio de las pinturas —agregó, sorbiendo el café.

—Espera —interrumpí—, yo puedo entender de estructuras musicales, pero soy un neófito para descifrar imágenes —afirmé.

—Eso lo sabemos, pero ya recurrimos a los ensoñadores visuales y no han podido con ello; eres nuestra última oportunidad.

—¿Qué les hace suponer que yo podré con el caso?

—Tú y el pintor utilizan la misma vía para inspirarse —dijo, entregándome una llave y una nota con indicaciones; dando por terminada la conversación.

*

Habiendo dormido pocas horas desperté con resaca, pero entusiasmado por la visita al mundo del artista. Hice mi equipaje y llegué, siendo aún de mañana, a un psiquiátrico del que habría de rescatarlo. El colorido carmesí, de la fachada, figuraba la entrada al infierno mismo y el interior un reducto para maleantes y drogadictos; aquella pocilga parecía cualquier cosa, menos un hospital de salud mental. Las paredes blancas conservaban el acabado raso de yeso sin pintar. El ambiente se respiraba húmedo y mientras más adentraba, más densa era la oscuridad. El cuarto, donde encontré al pintor, era iluminado por un foco que radiaba luz amarillenta. Lo dispuse en una silla de ruedas y cargué con él.

—Buen día Dr. Ain Ahumar —saludó una enfermera al verme—. ¿Hoy tocan las terapias más temprano? —preguntó.

Miré el nombre en el gafete que colgaba de mi filipina, y afirmé sonriendo, para dar a la salida.

*

Las instrucciones eran regresarlo a su domicilio. Como buen ermitaño, el pintor vivía rumbo a la serranía, alejado de la ciudad. Al entrar a su casa todo se percibía pulcro, distando del lugar al que había sido recluido. Al llegar al estudio, donde creaba sus mundos, para mí fue un impacto que sigo pensando desde entonces. El sitio era amplio, repleto de objetos que cumplían con alguna labor; todo era utilizable allí dentro. Los cinco botones de la americana de Widel-Jarlsberg, servían como perchero de pared. La piel de zapa de Horacio de San-Aubin, fungía como cortina para la única ventana baja. El cuadro llamado El artista famélico, de Santiago Rusiñol, estaba ubicado en el suelo, en una esquina, conservando la proporción en que la chimenea estaba pintada; como si las dos dimensiones del cuadro formaran parte del taller. Frente a ella dos perros, en posición relajada, disfrutaban del calor inane. Eso en lo referente a como el artista disponía las emociones externas que animaban su espíritu. Las creaciones propias del pintor colgaban de alambres, desde el techo, aisladas del piso. Una hilera de ventanas rodeaba la parte alta del taller, generando una luz equilibrada que exaltaba el colorido de los cuadros flotantes. Había más obras del artista, no expuestas. Las mantenía aparte, apiladas una tras otra, sobre el suelo. Eran muy diferentes a las colgantes de imágenes definidas. Al principio pensé que eran obras sin terminar, pero deduje, después, que eran las referidas por Piedramonte como faltas de calidad. Su unión al lienzo era una traza de líneas dispersas, parecido al arte de José Parlá, pero sin el sentido de vida que Parlá les imprime. Salvo el notorio cambio de estilo, no encontraba nada para resolver el caso hasta entonces. El pintor me veía, desde su postración. No solamente había perdido la gracia, sino que había dejado caerse al punto de que tampoco comía por su cuenta.

Cuando más preocupado estaba por no descifrar la falta de impulso en el maestro, llegó una vieja de baja estatura, a realizar labores de limpieza al taller.

—Otra vez intentando sacar ventaja de la locura del maestro —recriminó al verme, tomándome por sorpresa.

Me miró a los ojos, con una mirada que parecía ver más allá, luego cambió su enojo para sonreír.

—Ah, ya veo. Usted no es el doctorsete ese —afirmó.

No pude responder al instante, pero supe, en la afirmación, que con ella estaba seguro.

Estuvimos platicando de lo que el artista había hecho, días antes de perderse. Me contó que era una persona de costumbres sencillas. Un día hizo lo de siempre: llegó al estudio, bebió café preparado por ella, escuchó Film of Life, un disco del siglo pasado, de Tony Allen, se sentó en su sillón rojo esperando al estro y no volvió a pararse con inspiración. Las líneas y rayas de sus últimas obras, eran un intento del verdadero Dr. Ahumar, por hacerlo reaccionar.

Le pedí a la vieja que rehiciéramos el ritual del pintor. Que preparara la bebida con las mismas proporciones y que me mostrara lo que acostumbraba hacer; que incluyera todos los etcéteras que pudiera recordar. Cuando sorbí el café pensé que, si era un artista que se inspiraba con mis mismos medios, a la bebida le faltaba un dieciseisavo para estar al punto. No le di la debida importancia. Reproduje el disco y me senté en el sillón rojo de su agrado, quedando frente a la hilera de cuadros. Cuando creí que el café había hecho lo propio, me paré para verlos mejor. En ese segundo estado de alteración los cuadros no eran del todo malos. Noté, dirigido por el ritmo y la cafeína, que en cada obra había también un faltante y era precisamente, el color café. Un espacio blanco suplía su ausencia en cada toma, como si formaran parte de un rompecabezas. Uní mentalmente cada fracción de líneas, en la misma posición que correspondía a cada cuadro. Entonces el artista comenzó a hablarme: “el traslape de líneas, de color café faltante, en cada obra, era la figura de una mujer tostando semillas de café”. La damisela en cuestión, era el ingrediente ausente, también, para la bebida que había degustado. La respuesta estuvo frente a mis narices en todo momento.

—¿Dónde consiguen el café para el artista? —pregunté a la vieja.

—Lo mandan desde San Juan el alto —respondió—. Tiene que salir por aquella puerta, donde están los caballos y viajar en acecho por el sendero más corto; así como ustedes lo hacen.

—¿A qué caballos se refiere? —inquirí.

—Pues a los que están allí —me dijo, señalando a los perros.

—¿Allí donde están los perros? —pregunté contrariado.

—No son perros, son Balio y Janto, los caballos de Aquiles, ¿no los reconoce? Mírelos —afirmó segura, señalando frente a la chimenea.

Los animales aguzaron las orejas observándome, sin moverse del lugar.

Me dirigí a la corriente que me sacaría del cerebro del artista, pasando cerca de los “caballos”. Al aproximarme ganaron en tamaño, en la proporción justa de dos equinos. Al concebir mi presencia se pusieron en patas y a la par que piafaban, comenzaron a ladrarme.

El pasillo de salida parecía más largo de lo normal, pero quizá era mi temor a perderme en una oleada que no me correspondía, anunciada también por los ladridos de caballo.

*

No quiero redundar en cómo fue que encontré a la musa inspiración del pintor, pues el caso estaba resuelto. Era, como dije, una tostadora de café que había dejado de aportar tiempo a la hechura del brebaje del artista. Un día, al ver uno de sus cuadros, frente a la mesa donde laboraba, sintió que la imagen le transmitía la lejanía entre ambos. Ella simplemente, al sentirse mimetizada, se dejó arrastrar por la desolación de un amor imposible. Debo confesar, que después de encontrarla, yo también me enamoré de ella. Me dejé encantar por su procedencia de tierra, por su aroma penetrante y su color morena árabe. La hallé en el mismo estado que al artista, postrada en su cama, sin poder sostenerse. Puedo afirmar que el hombre solo es un animal perdido, pero no sé definir a una mujer en la misma soledad. Al verla en ese estado, le di mi llave para que visitara al artista en sueños. Le dije al oído, que la vida es corta para dejar de disfrutar de los colores y de los instantes en que se puede afirmar que la vida del alma —sin cuerpo que lo limite—, es posible; después le di un beso en la mejilla, para sentir la amargura estimulante que me hizo viajar a una sensibilidad aparte y le agradecí, también, por su infusa existencia.

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1 comentario

Eleuterio Buenrostro 21/12/2017 - 00:28

Fe de Erratas

Donde dice: “El cuadro llamado El artista famélico, de Santiago Rusiñol, estaba ubicado en el suelo”, debe decir: “El cuadro llamado Satie Logis, referente a un artista famélico, de Santiago Rusiñol, estaba ubicado en el suelo”.

Disculpas, mil de ellas.

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