EL MISTERIO DEL MELÓN POCHO

por Alias Torlonio
Uno – Soy alguien con gran olfato, no al modo del celebérrimo personaje de Conan Doyle, cuyo don es la inteligencia deductiva; el sentido al que apunto es puramente nasal. El médico especialista llama hiperosmia a lo que nosotros decimos con simpleza, un buen olfato.

Dos – Cuando se tiene el olfato desarrollado, no diré como un perro, pero sí opositando a ello, no hay malos olores en sí, ya que con esa noción repelente no podríamos estar; figúrense, los sabuesos se verían obligados a ladrar bajo el mar; ¿y el oso?, siendo el animal con el mayor olfato del planeta, pudiendo localizar una hembra en celo a una distancia de trescientos kilómetros, habría de exiliarse en la luna como muy cerca si algún olor pudiera ofenderle. Aunque resulta inevitable encontrar algunos aromas (como el de la osa) más agradables a otros, que siéndolo menos los tachamos de hedores; es natural. Descartada tal noción de “bueno y malo” nos quedamos tan sólo con grados de fragancias, que es realmente lo que hay, en una ecuación olfativa relativa a distancia y estado, siendo nosotros siempre indefectiblemente la incógnita, y alambiques de procesado.

Desarrollo – En la primavera del año dos mil diecisiete tenía previsto viajar a la capital del reino; días antes bajé del monte a la ciudad aledaña a donde este cuerpo eremita que ahora escribe, ingesta y rumia su pación, ya que necesitaba surtirme de efectos prácticos. Caminando una calle, como hacen los perros de olfato, cabeceando de un lado a otro la nariz, percibí un olor tácito a melón pocho, localizada la fuente a cinco metros en línea recta. Pero qué extraño, en aquel punto exacto tenía a dos señoras andando mientras charlaban (probablemente de achaques y variada sintomatología). Por otro lado su aspecto general era aseado, como suele ser costumbre en este tipo de ciudad: villorrio norteño comatoso, sí, pero dado a la higiene. Dos días después hube de bajar de nuevo por las mismas razones y volvió a sucederme otro tanto. No entendía nada. Llegué a plantearme incluso que era víctima de las alucinaciones de mi olfato intachable, hasta ahora. Tales cosas pasan. Hace años, cuando de madrugada ladraba Lino, mi mastín, yo en sueños escuchaba golpes de maza sobre un muro; una vez despierto preguntaba quién daría aquellos golpes tremendos y nadie sabía a qué me refería; así que un día me obligué dentro del sueño a estudiar aquel estruendo, hasta dar con su verdadero origen. Actualmente, desde hace tal vez dos años, sucede que mientras escribo dentro de casa oigo música, ¡estando la casa en completo silencio!; y nada de música de las esferas u otras delicadezas; escucho claramente rifs de guitarra eléctrica, secuencias machaconas y contundentes, nunca iguales, sobre el fondo turbio de una multitud voceando a coro cantinelas o arengas de vocales, cuyo efecto es hipnótico. Es posible que todo este galimatías acústico estuviese en mi interior anteriormente y hasta ahora no haya sido consciente de ello; estoy convencido. El caso es que esta música me mantiene concentrado, sin oír nada más; con lo cual no iré a ver a ningún otorrino (que zampen ellos ansiolíticos). Pero volvamos al viaje. Estando ya en la capital carpetobetona, volví a toparme con exactamente la misma fragancia a melón pasado. Conocemos la circunstancia: seres bípedos humanos, de momento hembras andando delante de mí, tal como el mapa va delineándose. Ya no me cupieron más dudas, algún enemigo de la inevitable lujuria primaveral ha estado destilando “eau de cantaloup poché” hasta comercializarlo, por no sé bien qué poderes (de fondo sí lo sé), en el mercado. Pues bravo por el timador, alguien se ha salido con la suya vendiendo un producto nefasto y ofensivo; y la gente, esto es lo peor, se lo está echando alegremente por el cuerpo. ¡Ay burgos babilónicos! ¡Ay adoradores del látigo y las cadenas! ¡Ay inmoladores de bebés y niños! ¡Ay anosmáticos analfabetos e indigentes olfativos! Decidme, qué va a ser de vosotros.

Bien, ya tenía el qué pero aún me faltaba el cómo. Pues aún habrían de pasar cuatro años hasta por fin dar con la solución de este enigma. Explicaré el por qué. Después de este viaje, en el que por cierto, a la hora y media de pisar la capital, recibí el ataque de un tarado con una barra de hierro, me recluí de nuevo en el bosque algo trastocado, más por el hallazgo realizado con todas las implicaciones que serpenteaban por mi mente, que por el golpe que llevé en la mandíbula, que en boca de la médico forense, a punto estuvo de acabar conmigo dada la localización del trallazo. ¿Me creeréis si afirmo que la única receta que vi fue de ansiolíticos? Decliné la oferta. Para ellos. Luego me tocó ver con estos ojos, cómo por un miedo mediático infundado, ¡el mundo se cubrió narices y bocas con pañales durante dos años consecutivos!, perdiendo inequívocamente con este acto simbólico, el olfato, la voz, y las pocas libertades que aún disfrutaba. Así que a partir de aquel momento mi relación con el género humano, de por sí escasa, se tornó prácticamente nula; tanto que la posterior resolución de nuestro misterio nunca se habría dado de no ser por una circunstancia azarosa que analizaremos en el párrafo siguiente. Personalmente me negué a cubrir lo que para el resto serían los oídos: mi olfato; no sólo por tratar de defender la constitución de mi país, tanto como la libertad individual y colectiva; sino también por no perder el gusto por la vida, por no caer desmayado en cualquier rincón, por no darme de cara contra farolas y árboles, y por no verme a toro pasado como un rastrero cobarde. Otro día narraré cómo los asustadizos corderos, enaltecidos por consignas liberticidas y el número, trataron de comerse un lobo que resultó ser feroz; cómo no.

Desenlace – Hará un año, deambulando por un “mini-súper” recordé que necesitaba jabón para fregar trastos de cocina; en el estante adecuado encontré tres colores diferentes: un típico verde suprakriptónico, el nuevo azul noches saturninas, y un novísimo blancuzco semilla de saurio; opté por el último por eso de regalarme una emoción diferente, ya que este blancuzco sospechoso como él solo, me era entonces completamente desconocido. Después de pocos días de uso, la esponjita estropajosa del fregadero, que era nueva, olía sí, ¡a melón pocho!; pasado algún día más tuve que deshacerme de esa esponja porque hedía como un camión de la basura en pleno atasco en hora punta bajo el sol. La verdad es que aquello no parecía nada higiénico, aunque lo fuere. La etiqueta del recipiente de aquel jabón decía: DE ALOE VERA. ¿De veras? ¡Eureka!

Epílogo – Eché el contenido de los dos botes que compré del jabón de semilla de saurio por el retrete, quedando la taza durante varios días cegadoramente reluciente como las sonrisas de anuncio de pasta dentífrica. No he vuelto a comprar detergentes pero estando de nuevo en un comercio pude constatar que los nuevos productos con esa formula, apestan todos a melón rancio. Al deshacerme de aquellos botes y dado que donde vivo no hay tiendas, para fregar los cacharros aquellos días, antes de que llegase la hora de la compra del mes, me apañé bien con un gel de ducha que hacía años había dejado también de utilizar, pero que siempre conservo en casa porque no puedo obligar a las visitas a lavarse tal como yo lo hago, con esas pastillas rectangulares, neutras, inodoras, duras, gordas como adoquines, y de un amarillo aceitoso desvaído, resumiendo: con el jabón de toda la vida. Por cierto, los cacharros de la cocina los sigo fregando con gel de ducha para bebés, pero pongo mucho cuidado de que entre sus ingredientes no me cuelen nada de cantaloup poché.

Y es así, y no de otra manera, cómo conseguí resolver el misterio del melón pocho.

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Alias Torlonio, David García. Pintor. Disléxico. Ermitaño. Bosquimano. Vegetariano. Íbero. Guerrero pacifista. Extraterrestre mientras no se demuestre lo contrario. Nombrado en 2018, 14o Rey Natural de los Gatos del Bosque. Se declara objetor de conciencia desde 1982, apartándose para siempre de la industria militar, el estercolero político y los infiernos religiosos.

Frases poco conocidas de de Alias Torlonio: El silencio pule el alma. Los malos son tontos, los tontos son buenos, los buenos son listos, los listos no tanto. La miseria viene de la mente; la abundancia sale del espíritu. Me da igual un traje a topos que un campo de minas.

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