Las cámaras hipercriónicas aún despedían algo del calor corporal y enjuagaban residuos de sudor humano cuando la computadora central de la Quetzalcóatl I arrojó el mensaje de “Destino alcanzado” en sus múltiples monitores. Tan oportuno y exacto acierto en el cálculo del término del sueño inducido alegró e incluso subió un poco los sumos de la aún recién proclamada Capitana Neriela. Fernández, no obstante, al penetrar en la sala de mando no inquiría en lo más mínimo los pensamientos de su subordinada y aún se apresuró a disiparlos con algunas secamente comandadas órdenes.
—De inmediato, Mayor —se oyó casi al unísono.
Tras obtener y constatar los datos que había solicitado, Fernández frunció el ceño y arqueó la boca, pues sabía que tenía que dar un sermón que no quería dar en un tono que rara vez le gustaba proferir.
—Ok, ok… Voy a decir esto una sola vez porque en serio que esta será la última vez que lo diga. ¿Cuántas veces tendré que recordarles, y a cada uno, que las niñerías y las cagadas chingaderas las dejen o para la academia o para su trabajo de godinez en la oficina más cutre de Sepalabolatitlán, eh? ¡Estas coordenadas están mal, carajo! Estamos en el espacio, no de excursión en el bendito parque de la maldita esquina…
El Mayor continuó así por al rededor de unos minutos más, sin que nadie osara o quisiera interrumpirle, hasta que alguien al fin lo quiso:
—No están mal, Mayor; hemos verificado los datos por triplicado y una vez más y los resultados son los mismos: estamos en Neomeztli 15-21 —dijo casi sin respirar la capitana novata.
Fernández rabiaba, estaba a punto de estallar contra Neriela, que quería justificar su ineptitud con excusas tontas ante los datos inegables que él tenía en su propia mano. Pero el Mayor apenas alcanzó a gritar el nombre y el rango de su subordinada, cuando la alerta de choque comenzó a chirriar. Un leve silencio abrasó a toda la cabina de mando por unos segundos antes de que las órdenes de Fernández comenzaran a llover sobre cada uno respecto a qué hacer ante tal situación desesperada, pero fue en vano. La alerta de choque alcanzó su paranoia más colérica y al no poder aumentar más de velocidad pareció silenciarse. “Colisión realizada. Informe de daños” anunció de pronto la voz automática de la Quetzalcóatl I, pero no dijo nada a continuación y redujo el temor de toda la tripulación a una expectación aún más agonizante al sospechar alguna avería grave. El silencio duró aún más e incluso le permitió al Mayor pensar en Velázquez y sus mochadas al presupuesto de la expedición. “Esta es su venganza, me la está cobrando así. ¡Por fin me alcanzó! Y pensar a dónde fue a parar todo ese dinero…”, pensó Fernández mientras ordenaba un chequeo general de la nave.
La tensión apenas se comenzaba a drenar, la gente apenas volvía a moverse y un ruido seco se escuchó en la parte superior de la nave. Un grito ahogado y furtivo resonó al unísono en la cabina y guió los ojos de los presentes hacia el ventanal frontal sobre los controles de vuelo. Y ahí estaba él, un arropado y rígido bulto voltejeando en mitad de la nada,cuya silueta aún dejaba percibir a un hombre envuelto, tieso y con la peor expresión de horror y miseria que algunos hubieran visto.
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Rafael Alejandro González Alva nació en la Ciudad de México en 1993. Es Lic. en Diseño por la Universidad Autónoma Metropolitana y Lic. en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha trabajado en empresas y proyectos relacionados con el diseño gráfico y la literatura, de entre los que destaca haber sido parte del grupo de trabajo del PAPIME “Leliteane. Lengua, literatura y teatro en la Nueva España”, dedicado a la difusión y estudio de las letras novohispanas. Actualmente cursa el XVI Diplomado de Creación Literaria Xavier Villaurrutia, que imparte el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura desde 2010. En 2020 comenzó a publicar verso y prosa breves en medios digitales.