Se levantó temprano, abrió las cortinas y miró la ciudad. Se vistió para fiesta. Era un día de fiesta.
Como cada año, recorrió los pasillos del mercado, dejándose seducir por los puestos llenos de flor de cempaxúchitl y terciopelo. Cerró los ojos unos segundos y se sació del aroma de copal. Su rostro se llenaba de alegría al contemplar los cuadros que conformaban los puestos de fruta. Tomó una mandarina, la olió, la acarició y la echó a la bandeja. Fue eligiendo con gran delicadeza, naranjas y guayabas; también compró tejocotes y caña. De tanto en tanto, se detenía en sus formas, transportándose a momentos lejanos, ya vividos. Recuerdos. Salió del mercado con dos ramos de flor y la bolsa llena de fruta.
Casi en automático se dirigió a Santa Catarina, a la cafetería de siempre. La calidez del medio día la invitó a pedir una mesa afuera. Lo tradicional, un pan de muerto y una taza de chocolate. Sus ojos se perdieron en el pequeño parque de enfrente. La primera cita la tuvieron justo ahí. Recordaba lo nerviosa que estaba. ¿Ellos juntos? Era algo casi imposible. Después de cenar habían caminado hasta la fonoteca y la llevó a conocer la casa de Salvador Novo. Esa noche hablaron de literatura y de estrellas. Suspiró y regresó a la cafetería. Se tomó el chocolate y comió el pan.
Se dirigió a casa con lentitud, no había prisa y el día era bello. Entró a la estación Miguel Ángel de Quevedo, atravesó el puente para tomar la dirección Indios Verdes, y ahí se detuvo un rato más. Disfrutaba de mirar los trenes que llegaban y se iban; transitorios, infinitos. Miró también a la gente que bajaba y subía, sus rostros, su cansancio, su alegría, su enojo. Ese día, catrines, catrinas, flores, pan de muerto en cajas muy adornadas. Un niño disfrazado de calaca pasó corriendo y la empujó sin querer, su mamá se disculpó por él y corrió a alcanzarlo. Un nuevo suspiro salió de su ser y comenzó a andar.
Llegó a casa, sacó de su bolsa dos veladoras, las prendió y las colocó en la mesita de centro. Puso las flores en agua y, con gran detalle, fue acomodando cada una de las cosas de la ofrenda; hizo el camino de pétalos, trasladó con cuidado las veladoras a su sitio en el altar y, finalmente, prendió el incensario. Habló un rato con la medicina y entonó un canto quedito desde la voz de su corazón.
Se sirvió agua en un vaso, preparó la bebida y se tomó hasta la última gota. Fue a su recámara, se colocó frente al tocador; el espejo le devolvió su imagen serena, como ella había querido para ese día. Se maquilló un poco y peinó su negra cabellera. Se acostó y se quedó dormida.
Entonces él llegó. No le había costado trabajo encontrar el camino, había escuchado las palabras que ella conjuró. Era su primer año, vio los dos caminos y, por un momento, al ver la foto de él y su familia a lo lejos, se enterneció, pero su esposa no había dicho las palabras correctas. Así que fue con ella y lo recibieron el aroma a flores y copal.
La estuvo mirando por un rato, aún dormía. Su respiración se hacía cada vez más lenta, faltaba poco. No había prisa. besó sus labios casi fríos, acarició su cabello y esperó. Después de un par de horas, ella cruzó. Sus ojos se encontraron. Se abrazaron largo, largo rato.
Apagaron las veladoras y desaparecieron juntos.
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Carne de dragón >> Óleo >> Alias Torlonio
Tania Susano es egresada de la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesionista independiente en la enseñanza del español, la Literatura y el Fomento a la Lectura. Lectora en voz alta de los montajes Las Insurrectas de la Literatura; La Tierra Que Nos Dieron, conmemorando al escritor Juan Rulfo y El Amor, recital de poesía y música. Docente del Diplomado Interdisciplinario para la Enseñanza de las Artes en la Educación Básica, que dirige el Centro Nacional de las Artes.