Por Eleuterio Buenrostro
Melpómene no creía en la felicidad, creía en el amor, aunque no fuera afortunada en esos menesteres. Manteniendo la vista fija, ante el espejo, esperaba encontrarse. La proporción de su figura era noventa por ciento inteligencia, sesenta por ciento problemas y noventa por ciento amor; en conjunto integraban un excedido de mujer melodiosa. Melpómene representaba, por decirlo de manera sencilla, la enajenación de cualquier persona; me incluyo entre ellos. A pesar de lo que pueda especularse, vista desde aquella posición narcisista, su apariencia no le importaba. Era la ruptura en el amor quien la instaba, ante la imagen invertida, a excluir la tragedia por formulismo inteligente.
La historia de desamor, en Melpómene, se cuenta en pocas líneas, aunque la del tiempo haya sido un extenso martirio: el diablo tocó a la puerta y ella se enamoró de él. A pesar de ser advertida de sus malas mañas, dejó sus aspiraciones musicales para convertir al despilfarro de hombre en una persona distinguida. Se sometió a las faenas de un trabajo desgastante y al regresar a casa incluía los quehaceres del hogar. Del otro lado del compromiso don nadie estudiaba, comía, y dormía placenteramente. Después de muchos intentos pudo terminar la carrera y viéndola a los ojos le dijo que el amor, para él, era comparable a una raíz cuadrada de un número negativo, lo cual Melpómene no entendió, pero le hizo suponer que reincidía, a la infelicidad, por incompatibilidad de conocimiento.
Fue al paso de los meses, cuando la depresión post duelo había disminuido, que pudo por fin admirarse con ojos sincerados. Al auscultar su imagen, una vez más, se concretó a inquirir en el factor común a ella misma. Era como un sueño donde se reconoce la búsqueda y lo único reiterante es saber que se busca algo, sin saber qué es en realidad. En su reflejo notaba la infelicidad, en la que sí creía, dilatando por enésima vez. Desde el interior de su cuerpo escuchó un crack de exuberancia, a la altura del corazón; había logrado, después de muchos intentos, eclosionar en el amor propio. Habiendo aceptado su desdicha, dejó salir lo que hubiera de no pertenecerle, eso incluía al diablo mismo.
Al exterior de la habitación, donde los recuerdos aún colmaban, se escuchó una sirena de una patrulla. En su delirio pensó que venían por ella, que había fallado al otorgar la recompensa por recibir amor. Para liberar un apego, destinado al fracaso, eran necesarias muy pocas caricias, y ella había aportado un infinito y así cualquier captor abusaría de su soltura. A los hombres, ni todo el amor, ni todo el dinero, pensó para sí. Intentó que el ruido no la sacara de concentración, de mantenerse en su objetivo, y repentinamente, en aquella sola habitación —hipotética de su desencanto—, su figura se volvió ajena.
En la superficie observaba a un ser que irradiaba una proporción áurea, a la altura del pecho, armonizada por un silbido de libertad. El fulgor sibilante desdobló a la espalda, formando unas alas simétricas. El ser alado era ella misma, a la que había abandonado por creer que el amor que se otorga es el mismo que se recibe de un tercero, pero no importaba la mala experiencia, sino permanecer en la afinidad de la vida. Al sentirse de nuevo en la armonía, reconoció que jamás, debido al encierro, había logrado hacerse escuchar con la evanescencia femenina que la caracterizaba.
La patrulla transitó a toda prisa la calle baja y aledaña al edificio. El silencio devolvió la tonalidad que quería externar a partir de entonces. Elevándose sobre el suelo buscó el instrumento que conservaba en algún estante del caos logrado al pretender un hogar. Se afirmó a sí misma que no había edad para regresar a su naturaleza, la destinada al violín que, fiel a su reencuentro, esperó en mutismo para confluir en su destreza.
Un eco de pasos desde los escalones y tres golpes la volvieron a la expectativa. Era el diablo tocando nuevamente a la puerta, con maleta en mano y un ramo de rosas; pidiendo regresar a su libertad en las labores personales. Mantenía sus puntos en contra con desfachatez. Al insertar la llave, y notar que Melpómene no había cambiado la chapa, agradeció su buena suerte y se acogió en la esperanza. ¡Ja, ja! La habitación la encontró vacía. La cortina ondeaba debido a la ventana que permanecía abierta. En el exterior se extendía un tendido de cables, como dispuestos para cruzar de un lado al otro, entre edificios. Melpómene no necesitó de ellos. Haciendo uso de sus nuevas alas, voló a un destino en la música, donde yo, el diablo en persona, no pudiera alcanzarla.
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IMAGEN
Mujer ángel >> Óleo sobre lienzo >> Gabriela Alejandra Corradi
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