NOCTÍVAGO

por César Vega

Por César Abraham Vega

Faltan nueve minutos para la una de la madrugada, creo que el sueño ya no va a llegar hoy, me he cansado de esperarlo con los ojos cerrados y la suave respiración… Es este dardo ponzoñoso el que me tiene revuelto entre las sábanas y las penumbras. Ya no soy de mí, ya no lo soy.

Mis dedos tibios rondan mis narices y aspiro el acre aroma que los perfuma… huelen a óxido y huelen a bruma, huelen a semen y a petricor.

Saldré a buscarte…  sí… así…  de noche…, me estoy ahogando en este dolor.

Alargo el brazo y busco las llaves entre lo oscuro de la habitación, pongo las plantas en el baldosado suelo y esquivando el frío, tanteo a ciegas buscando mis sandalias, aquí está una pero del otro pie, busco de nuevo y encuentro la otra, las intercambio y me las calzo sin usar las manos.

Salgo a la calle con lo que llevo de pijama, escucho a las aves noctívolas silbar en el ocre cielo y mis pasos me llevan sin decirme a dónde, aunque ya lo imagino por la dirección de mi aflicción.

Escucho los rumores de autos que pasan, muy de vez en cuando y en la lontananza. No se mira nada, está todo oscuro, ni los faros de esos autos, ni un candil del alumbrado, ni la luna, ni una estrella, sólo hay un sendero rojo que proyecta suave luz.

El frío me muerde en las piernas, se enrosca en torno a mis brazos, me cuelga de las mejillas y se come de a poco mis pies… Hace como una hora que no voy sobre carretera, porque el terreno que piso se siente como terraplén.

Se nota que los parajes de la ciudad han quedado lejos, porque ya no se oyen los autos, porque sólo se oyen los grillos y el croar de diez mil sapos, porque el olor de los quelites y el perfume de pirules que se mecen con el aire y sus frondas cuando crujen me lo han dejado saber.

Seguro ya estoy por Tlapala. ¿Estaré yo errando el rumbo? Espero en mi Dios que no. Piso piedra de nuevo, esas piedras de río que tapizan las callejuelas de pueblo, los derroteros del campo y la vereda en derredor.

Mis pies por fin se detienen, y me apean junto a una verja que creo reconocer, empuño dos barrotes y la empujo para abrirme paso, sus goznes hieren la noche lanzando un chirrido atroz, la oscuridad se revuelve súbita y desde sus entrañas brotan mil ladridos de perros, algunos se oyen cerca, algunos se oyen lejos…

Camino un patio largo flanqueado por macetones, mis pasos se detienen de nuevo ante el último de ellos, me piden recoja flores… Escojo entonces geranios y algunos suaves claveles, hay pocas rosas  abiertas y por eso tomo dos, algunas violetas corto, pero me olvido de todo cuando encuentro amapolas y hago un hato con doce y vuelvo a mi peregrinación.

Sé que falta poco, sé que casi llego, porque casi creo que escucho tu amada respiración… Mis ojos por fin se abren y al alzarlos miro ahí aparecer tu ventana, espero con pena eterna a que se dibujen tus ojos a través de aquél cristal y, cuando de pronto fulgura la lividez de tu piel alumbrada por la luna, mi corazón se emborracha de amor, esbozo una dulce sonrisa y te extiendo con mi diestra el ramillete recién cortado por las cuitas de este amor, todo es tenue y tan perfecto pronto…  esta dulce ensoñación…

El repicar del celular me expulsa de mi sueño dando conmigo por completo en el suelo, aún medio dormido veo que eres tú la que me llama y lleno de emoción administro la torpeza de mis dedos para aceptar la llamada, mi oído se afina para escuchar con avidez lo que me tienes por contar…

No dices gran cosa y lo que me dices apenas lo logro hilar, escucho con decepción que cuelgas demasiado pronto… veo con dificultad la hora en la pantalla de mi celular y aún amodorrado hago mi camino hasta el sanitario en medio de la oscuridad, las cinco, murmuro quedo, ella y sus pesadillas, vuelvo a murmurar.

Y mientras observo el hilo de orín brillante cayendo en el retrete, un horrible calosfrío trepida mi cuerpo desde adentro: “Te soñé de nuevo adusto, abajo de mi ventana, sosteniendo doce carrizos, con una sonrisa perversa, con tus ojos trastornados coronados por ojeras, inmóvil, allí, afuera, monstruoso en la oscuridad. Como un loco, como un zombi. Como si quisieras matar. No sé lo que signifique, pero no quiero, no quiero, ya nunca volverte a soñar”, recordé tu voz descompuesta en la llamada de hace un rato.

El pasmo no me dejaba, luego di con rodillas en el suelo cuando miré mis sandalias cubiertas por un grueso  fango y a mi puño sosteniendo doce juncos muy horrendos.

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Noctámbulo >> Óleo sobre lienzo >> Javier Bellido Valdivia

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