LA ACCIÓN Y SU SOMBRA

por Antonio Rangel

Por Antonio Rangel

La miraba restregar un suéter en el lavabo. Dio unos pasos procurando la mayor discreción. Un cotorro australiano desperdigaba alpiste sobre las noticias de espectáculos que estaban en la base de su jaula. De los pisos superiores cadencias de canciones, ruido de televisiones y una que otra discusión bajaban y se perdían entre el follaje de helechos, una palmera excelsa y la hiedra que crecían en la frontera de la luz que caía sobre el patio, mientras la lavadora recibía de lleno el golpe solar.

El hombre se atrevió a preguntar por qué lavaba a mano aquel suéter en lugar de usar la gorda máquina que hacía gárgaras con la ropa y las dejaba limpia en un santiamén. Debe ser a mano, le respondió y sus labios se reacomodaron pero sin formar una sonrisa ni tampoco una mueca de disgusto. El día está agradable, quizá deberíamos salir. Eso dijo el hombre mientras fijaba la vista sobre los labios para captar cualquier seña, cualquier pauta. ¿No vas a terminar tu capítulo? Respondió justo en un momento en que una ráfaga de sol hizo impreciso el movimiento de sus labios.

Sí. Sólo dijo sí y el hombre giró su cuerpo, sin darse cuenta sus pies trazaron rutas circulares en la alfombra. Estaba repasando mentalmente lo que deseaba inventar. Las imágenes que formaba en su imaginación, los diálogos que entablaba ficticiamente y los entrecruces de frases que tejía le parecían fuegos efímeros, improvisaciones que quizá jamás volverían a sonar, ¿cómo logra un músico de jazz tocar en el aquí y el ahora? Entre lo que yo imagino y su redacción hay una barranca: mentalmente vislumbro mastodontes pero escritos sólo me quedan unos cuantos huesos.

Ella entró a la sala. Ya acabé de lavar. Goterones gigantescos escurrían del suéter, lo había colgado, en contra de su costumbre, sin exprimirlo hasta sus últimas consecuencias. Voy a secarme y vuelvo para escribir tu capítulo. Él notó manchas de agua en la blusa y el pantalón de su esposa, sin embargo, se preocupó porque todavía no alcanzaba a distinguir con precisión sus gestos. ¿Aunque renovara sus lentes podría evitar la ceguera? ¿Con una operación podría mantener esperanzas? ¿Y para qué las esperanzas si no conseguía escribir lo que en verdad deseaba?

Ella regresó con un short y otra blusa cargando una Olivetti y un puñado de hojas, unas blancas y otras llenas de tachones, flechas y palabras. ¿Te leo en qué nos quedamos? No, no hace falta, dijo y comenzó a dictarle:

El abogado Gómez Luna con su estilo encorvado de caminar saludó al General Ángeles que miraba una esquina de su celda. Con cierto temblor en la voz el licenciado Gómez Luna le explicó que había intentado verlo desde el momento de su llegada, pero que se lo impidieron con bajezas y triquiñuelas, pero que aún podían esperar una nueva sentencia. El general imperturbable contestó: El destino ya nos dictó sentencia, mi estimado. Sin uniforme Felipe Ángeles parecía más delgado y más alto que en la fotografía que un día antes había salido en los periódicos.

La mujer tipeó a una velocidad olímpica. El escrito miró los temblores de su mano y no pudo contener un pensamiento que hubiera preferido no decir en voz alta: apenas si puedo visualizar la firmeza de Ángeles, no, eso no lo escribas, perdón. Recuerda que debes decirme “para” y “volvemos”. Sí, perdón, volvemos:

He actuado según mis convicciones y eso no me hace inocente, además de que soy del bando perdedor. Yo ayudé a encumbrar al actual tirano a pesar de nunca confiar en él. Sólo espero que mi muerte tenga utilidad para México, que la cara de Carranza no adorne los futuros billetes de un país sin democracia, sin libertades y sin justicia.

Para. Suena de la chingada. Estoy sermoneando otra vez. Además te estás metiendo con Carranza. Eso es lo de menos, los actuales gobernantes no saben un carajo de historia, pero no quiero parecer panfletista. Si son tus ideas, no las escondas. ¡No! No es eso: lo que yo quiero es escribir sobre la firmeza, el hombre que no le teme a la muerte, que enfrenta la vida y un juicio totalmente injusto, propio de una dictadura, que ese tiranuelo se apellide Carranza debe ser irrelevante, hay que borrarlo.

Mientras el escritor veía a su mujer aplicando el corrector, pensó que su juventud estaba asediada por la carga de un matrimonio que no le convenía. Déjalo, le dijo, ¿cómo voy a dar una imagen de firmeza si omito el nombre del traidor? Está bien, dijo ella y colocó nueve dedos sobre el teclado: el pulgar izquierdo al aire, enhiesto y firme.

—¿Tú qué piensas de la firmeza?

—¿La firmeza de Ángeles? Bueno, no lo conozco tanto como tú, es admirable su valentía, su honor para cumplir con el deber, pero dejó a su familia, no me gustó eso.

—Yo no soy firme, nunca lo he sido: no sólo ahora me tiembla la mano. Ahora todos notan mis temblores, pero siempre ha estado ahí, en cambio, apostaría que a Felipe Ángeles no le habría podido dar Parkinson jamás, habría sido antipoético, aunque no sé, a veces la vida es antipoética. No me gusta pensar en eso, sólo quiero escribir y ya, sólo que vi tu pulgar perfectamente quieto y sentí que tú no escribes la vida que quieres, ¿entiendes? La vida es la acción y su sombra, la literatura está al margen, como planta de sombra, hace su fotosíntesis mientras no reciba demasiada luz, o se quema. Y yo estoy quemando la literatura con tanta ideología, no puedo contar la historia de la firmeza, soy un tembleque.

—Lo admiras, tal vez demasiado, y por eso no puedes contar su historia. Y yo pienso que Ángeles también era un egocéntrico, que le encantaba lucirse, que su idea de trabajar y compartir con los pobres para ser un buen socialista era una tontería, no era humilde sino engreído. No sé por qué lo admiras tanto, si tú reconoces que el Che Guevara fue un imbécil, arrogante, ¿por qué no ves que Ángeles era igual?, los valientes no son los firmes, sino los que dudan

—No me digas, ¿A poco Hamlet es valiente? Estás mal. Pero tal vez tengas razón en algo: quiso sacrificarse, ser un mártir, redimir a un país con su sangre y eso es darse demasiada importancia. Nadie vale tanto. ¿Te imaginas que un poco antes de ser fusilado sintiera como un escalofrío por todos sus nervios que su muerte sería inútil, que su ejemplo se olvidaría y que su vida habría sido en vano? Es el escalofrío que yo siento cuando terminamos de escribir.

—A veces también yo lo siento.

Y firmes los ojos de ella se clavaron en su marido que sin dejar de ver sus manos oscilantes y agitadas, con mucha lentitud, fue levantándose y repitiendo: terminamos, terminamos, terminamos.

IMAGEN

Máquina de escribir con ventana >> Óleo sobre lienzo >> Jesús Navarro

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