Por Alberto Navia
Reconozco los rápidos pasos de los apresurados.
De aquellos que deambulan con los folios estrujados bajo el brazo
y suben a los camiones o a los taxis, con la mirada ansiosa
y el corazón latiéndoles atosigado. Y en sus labios apretados
la mueca angustia, el espanto de algo que suceda.
Yo no logró entenderlos. Los veo de lejos. Sus urgencias no
llegan a mí jamás.
Provengo de un lugar donde el aire se distrae con las alas de las mariposas.
Un lugar en donde un sol, calmado, alarga sus estancias para
seguir viendo el verde de los pinos en los bosques o para
divertirse con los niños que corren tras la pelota o para
corretear a los gatos amarillos con las sombras negras de los perros.
Allí, donde el viento corretea por las tardes silbando suave sus sinfonías.
Y las frutas colorean los estrechos caminos del mercado.
Allí, donde cálidas mujeres lucen sus frescos vestidos floreados
y con brazos de madreselva atrapaban a los muchachos de ojos tristes
envolviéndolos en amarillo de sol y rubor de labios.
Allí, donde las voces de los vendedores rebotan sobre las paredes
y María me ofrece una manzana roja cada vez que paso
a la vera de sus enaguas florecientes en azules nomeolvides
y me sonríe con sus ojos negros y con sus dientes blancos.
Aquel lugar de naranjas redondeadas, como senos de mujeres
que amamantan a sus hijos asomadas a las ventanas
y las escolares de faldas tableadas
dan sus pieles a los juegos y maldades.
Lugar de hombres que tienen tiempo para cortejos apacibles.
Para el encendido gradual del amor calentado en horno de pan todas las tardes
cuyos aromas expelen, por largos años, las chimeneas de los hogares
cuando es largo el Invierno o mientras los niños se van a la escuela.
Una tierra en donde un río de satín bordea siempre las veredas
coloreándolas con flores amarillas en Primavera. Refrescando mis pies
en el Verano. Inspirando en el Otoño los trinos de los cenzontles y cargando
algún muerto en el Invierno.