INTROSPECCIÓN
Por Alejandro Roché
¡Cuántas lecciones me dio el abuelo! Dicen que desde pequeño fui muy curioso y siendo casi un bebé, captaba tanto mi atención el mundo alrededor que quería tocarlo todo, pero mi madre me cuidaba quitando de mi alcance todo lo que pudiera representar un peligro. Y así, un día frente a la fogata, intentaba acercarme y mi madre no lo permitía, hasta que mi abuelo le dijo que me dejara hacerlo y ¡vaya!, grande fue la lección. No me acuerdo de tal hecho, quizá debido a mi corta edad, pero lo que sí tengo muy presente es la ocasión cuando mi abuelo y yo nos embarcamos mar adentro para pescar. Recuerdo que me enseñó a distinguir la proa de la popa, a medir los nudos, girar a estribor y a babor, a ABADERNAR, a izar las velas, entre otras cosas; los pies desnudos sobre la madera mojada, el viento tan húmedo que casi podrías ahogarte en un hondo suspiro y el mar, el mar tan azul y tan inmenso; casi podía sentirme como un pirata.
—¿Oiga, amigo? ¿A qué va a la ciudad?
—Ah, sólo voy de paso—preferí una respuesta simple a tratar de explicar algo a lo que ni siquiera yo podría responderme.
—Entonces no le molestará si primero pasamos por unas cosas con la ABADESA, es que mire usted, voy a pasar porque llevo del convento las hortalizas para vender y pues de paso me ayudo un poco con el dinero, porque ya sabe, eso del dinero nunca está de más. Con tantos hijos que Dios me dio, la comida no siempre alcanza, pero gracias al señor —y señalando al cielo, se retira el sombrero, inclina la cabeza persignándose— siempre hay de comer, aunque frijolitos, pero pues de vez en cuando no está de más una gallinita o si alcanza un poco de res, aunque eso sólo sea cada Corpus y San Juan, porque pues los pobres no podemos darnos tantos lujos, pero no es que me queje, más vale pobrecitos que ricos e infelices, ¿o no joven?—. Yo sólo asiento con la cabeza con la esperanza de no darle más tema de conversación, pero al parecer este señor no necesita de mucho para crear monólogos y yo sólo asiento mientras a lo lejos, dentro de mí, se desdibuja la voz de mi abuelo con su mejor amigo en aquellas pláticas nocturnas interminables, en donde su tema predilecto era hablar sobre las estrellas y las estaciones del año; en aquella época me gustaba dormir entre sus piernas cerca del fogón, con las voces de fondo arrullándome y a veces, cuando no podía; el frío me mantenía despierto, me quedaba observando al ABADÍ Al-Mu’tamid con su piel morena y su blanco turbante, era como un príncipe árabe, o quizás en otros tiempos pudo haber tenido la pinta de Sandokan, pero ya en un tiempo muy lejano; porque ahora su piel arrugada, casi en huesos, parecía estar sujetada por venas que podrían haberse confundido con víboras que anidaban en el turbante, y quizá lo usaba para aferrarse a una herencia que a nadie más importaba; sólo a él. Pero qué sería de nosotros si no nos enorgulleciéramos de nuestros padres, seríamos como bastardos, o al menos eso decía mi abuelo; pero algo de razón debe haber en sus palabras. Quizás en ello, también estaría de acuerdo con el carretero.
Y mientras el sol se ocultaba tras algunas nubes, a lo lejos, en la bruma polvosa una ABADÍA se divisa entre los caseríos, sólo alcanza a distinguirse un campanario y entre el ruido de nuestro andar creo escuchar las campanas; a la vera del camino comienzan los terrenos cultivados y algunos hombres desperdigados labrando la tierra. Ahora el camino es llano y menos escabroso que en la montaña, zanjas en ambos lados y algunos niños persiguiendo la carreta sólo son algunas de las imágenes en el paisaje, pero lo que definitivamente capta mi vista, es un buey con una yunta en el lomo; lleva un San Isidro de yeso, como si fuera su jinete; al buey lo guía un campesino y siguiéndoles, tres frailes; uno de ellos salpica con agua bendita —o eso supongo— la tierra dividida, el otro lleva incienso y el tercero, con las manos en súplica y la mirada al suelo, parece ir rezando. Con un codazo, señalo al carretero la escena como preguntando el significado de ésta.
—¿Qué no sabe? Esa es la forma en que los frailes delimitan el terreno ABADIADO del de la gente común.
—¿ABADIATO?—pregunté.
—Abadiato, abadiado; como usted guste. Como yo digo y como decía mi padre que Dios lo tenga en su santa gloria; si todo lo creó el señor, quiénes somos nosotros para decir que esta tierra es de mi vecino o que esta otra es de la abadía; pero bueno; como dice la biblia, “Al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios”, o ¿qué opina, amigo?—Sólo le di la mirada y asentí dándole la razón.
—Sí, amigo, así es esto, como decía mi compadre Venancio; con la iglesia ni quien se meta, porque sale uno perdiendo. Yo por eso, prefiero llevar la fiesta tranquila con los curas, no como esos que andan en la bola disque para liberarnos de la ignorancia, yo más bien creo que lo que realmente quieren es quedarse con los terrenos de la santa iglesia, que si bien los curas no serán unos santos, son curas y pues por algo lo son y si no, pues el señor hubiera dispuesto otra cosa, ¿o no?— Nuevamente sólo volví a asentir, aunque realmente no estaba de acuerdo con sus ideas.
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I. Todo depende del espejo. Introspección >> Alejandro Roché
II. De tal palo >> Introspección >> Alejandro Roché
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