CRÓNICAS DE LA CALLE MONTALVO
Por Alberto Curiel
Tres horas, tal vez más; el tiempo se diluye siempre en formas diferentes. Concuerdo con Einstein y el profesor Hawking en tanto a su relatividad. Al dormir se recae dentro de una elipse de relojes con paso indistinto. En mi vecindario, por ejemplo, converge la prueba de ello: Para el habitante de la morada poseedora del número 231 siempre es de noche, para el 237 el día es eterno, y qué decir de George, quien reside en el 241; para él, la Tierra tarda un par de horas en girar sobre su propio eje.
Aquí abundan los escándalos. Ya sea por lo uno o por lo otro; porque los sonámbulos o los neófitos en el conocimiento del tiempo trasgreden sus fronteras; en la calle De Montalvo la noche es todo, menos silenciosa. Son las 9 am. Sofía, la del 234, permanece en casa, mientras Eduardo, su marido, salió a toda prisa, apenas treinta minutos después de haber acabado el pleito que les ocupó durante horas. —Creí que en esta ocasión iba a asesinarla de una vez por todas—.
Su casa luce apacible, casi muerta, me pregunto si en verdad Sofía continuará con vida, —lo he dado por sentado cuando vi a Eduardo salir por la mañana—. Sí, he estado espiando por la ventana si es lo que usted ha deducido. Pero no me juzgue de manera tan precipitada; si usted viviera donde yo, probablemente haría lo mismo.
Si se cuestiona el porqué de mi fatídica duda, permítame esclarecerle el panorama. Verá: Sofía y Eduardo se mudaron en la víspera de navidad del año anterior a la calle Montalvo, —siete meses atrás—. Inicialmente ocuparon el #251; no obstante, los vecinos cercanos reportaron extraños ruidos y comportamientos impropios en el matrimonio, situaciones que variaban en su frecuencia e intensidad. Las quejas fueron incrementándose a la par de las perturbadoras conductas de los cónyuges. De este modo, culminaron alojándose en la intersección de Montalvo y la calle Tolva. Hacia la izquierda de este domicilio no hay vivienda próxima, y hacia la derecha me encuentro yo.
Soy un sujeto silencioso, solitario, procuro no inmiscuirme en vidas ajenas, por lo que residir junto a mí fue su mejor elección. Sin embargo, me fue imposible desoír algunas particularidades de los modos de proceder de mis vecinos inmediatos. Mes tras mes sus altercados fueron ascendiendo en su periodicidad, altisonancia y violencia. Incluso han organizado un par de convites de características peculiares, que de igual forma han terminado en riñas, —nunca lo he presenciado, lo sé por el alboroto que he percibido durante aquellas noches, el crepitar de un pleito es inconfundible—. Lo intrigante es que al día siguiente la quietud e indolencia brotan del interior del habitáculo; Eduardo y sus invitados parten civilizadamente, con cordialidad y todo; pero Sofía…
La semana pasada logré acercarme a ella, me aseguré de que Eduardo no estuviera en casa, y esperé junto a la ventana. Ella salió a recoger el correo. Salí diligentemente, acercándome con sutileza y carraspeando para hacer notar mi presencia. Disculpe si la he sobresaltado, le dije. Espere, no huya. ¿Ocurre algo malo? No ocurre nada, señor Dalton, todo está bien, conozco sus intenciones y… permanezca tranquilo y no imagine cosas, por favor déjeme sola, no pretendo que usted me entienda. Sofía se alejó despacio. Llevaba el cabello recogido, dejando al descubierto su níveo cuello, portaba una camiseta roja de tirantes y un pantalón guango —supongo que era su pijama—. En sus hombros desnudos pude advertir un par de marcas, lesiones causadas recientemente.
Después de aquella ocasión, cualquier conato de comunicación era evitado por la bella mujer, quien rehuía a toda costa una conversación conmigo. Sofía mostraba una contusión notable bajo el pómulo izquierdo.
Ahí viene Eduardo, —¿tan pronto ha finalizado su jornada? Pero, si apenas hace un par de horas que le vi partir—. Ha bajado de su lujoso auto negro. Su faz luce fastidiada; la camisa desfajada y la corbata a medio quitar me indican que ha bebido… de nuevo. —¿Está ebrio a mitad de semana?—. El reloj marca las 10 pm.
La contienda de antenoche fue insólita, me mantuvo fuera de mí, congelado. La función abrió sin ninguna obertura, el fragor de una batalla nació de la absoluta calma. El sonido de unos constantes impactos acompañaba a los coros comprendidos por los gritos de Eduardo, mientras Sofía orquestaba un solo de alaridos. Un musical completo.
¡Craaashh!. He escuchado un cristal romperse. La disputa de esta noche ha comenzado: Ella reclama el aspecto de él, él le exige comprensión a ella, —¡está viva!—. Escucho golpes, las luces dentro de la casa me permiten distinguir algunas sombras moviéndose a través de las blancas cortinas; las siluetas bailotean, van dando tumbos. Los improperios prosiguen.
Ellos se encuentran en una habitación paralela a mi recamara. Sofía grita, Eduardo silencio, ella repite un quejido, él silencio. Alcanzo a ver el fantasma de una mano intentando abrir el ventanal, ¡es Sofía!, estoy seguro. —Algo la detiene—.
La lucha se torna estridente. Eduardo esputa un rugido por primera vez. Le llama perra, puta, zorra… Y ella silencio.
Admitiré que soy cobarde, y un total incompetente para el combate cuerpo a cuerpo. He llamado a la policía hace un par de segundos —si es que he conseguido evaluar adecuadamente el tiempo—. No obstante, mis principios me obligan a acudir al auxilio de la desvalida mujer.
Marcho como un proyectil dirigido a la guerra. Me detengo frente al ventanal, —¿cuál era el siguiente paso de mi brillante plan?—. Mis pies trémulos se intimidan, —¡Vamos, par de pusilánimes, muévanse!—. Tomo una piedra considerablemente grande y la arrojo hacia la ventana de donde provienen los gritos, caen las cortinas y los vidrios rotos espolvorean el suelo. Entonces… quedo estupefacto. —El tiempo se detiene—.
Eduardo está de pie, atinando un último latigazo sobre la espalda de Sofía. Ella permanece hincada frente a él, con las ropas despedazadas, los ojos vendados con una cinta negra y las manos atadas tras de su espalda. Él mantiene su miembro dentro de la boca de ella. —El tiempo retoma su curso—.
Al percatarse de mi aparición, y asombrarse con la destrucción de su propiedad, Eduardo realiza una mueca, —un gesto de alarma—, lanza el látigo por los aires, de inmediato intenta cubrirse. Sofía, ciega, no se inmuta, busca a su macho, saborea sus labios… Pide más.
…
ILUSTRACIÓN
Alegoría del deseo >> Gonzalo Fochesatto
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