Por Alberto Curiel
Inspirado en la letra de la canción “Vete de mí” de Homero Expósito
Desde hace mucho tiempo vivo cerca del mar; siempre me ha intrigado su inmensidad; el sonido de las olas, el olor a sal, el repetitivo vaivén de una alfombra de mil apariencias acompañadas de cuantiosos soles y otras tantas menguadas lunas. Esta esencia de salmuera rememora a la de tu cuerpo rociado de caricias y suspiros viejos, y la cegadora esfera que avizora mis pasos me recuerda al fulgor de tus ojos, jactándose, se compara con ellos; insolente.
Observo el día en que nos conocimos, en este mar que fue testigo de nuestro encuentro primero y luego de nuestra parca despedida; aquí, donde me dejaste. Eran quizá las cinco de la tarde cuando abordaste el barco que significó tu ultimátum, tu adiós mudo, nuestro final nada apoteósico. Decididamente ignoré las alertas extranjeras y mis nacionales instintos que insinuaban que no partías a tu vera ni a la mía. Soplaban en tu vela céfiros impostores, intrusos, ladrones. No era más mi tierna brisa la que arribaba a tu costa. Aquel pirata hubo traído vendavales que dejaron relegada mi presencia, debilitándome ante ti. O tal vez fue la mucama, o la lozana viajera simpática con hoyuelos en las mejillas. No creo en nada, sólo en ti. Los rumores no conocen fatigas ni aceptan treguas. ¿Habrá sido la nueva ley del Estado, la intransigencia de tu padre, mi pesada sombra, el hastío inexorable de la cotidianidad? Partiste así, sin notificaciones previas, ni un poco de misericordia.
En nuestros ayeres homogéneos se perdían arropados por un abrazo tibio, las primaveras y los otoños, ¡qué insignificancias! “Mi padre no lo permitirá”, dijiste, aferrándote a mi espalda, en mi cabaña de inviernos. “Tú padre es sacerdote y no Dios, a qué voluntad habríamos de resistirnos, si ni Dios sabe de amores”. “Calla, Demetrio, mi padre no mira mis ojos desde que advirtió nuestra cercanía, se avergüenza de mí; dice que nuestro idilio no es más que la postrera muestra de la decadencia, y yo no puedo permitirme eso”. “¡Ah! Vaya calumnia, amor mío, seca tus lágrimas. No existe un abismo disociando al rico y al pobre, nada les impide comer sentados en la misma mesa. Si en tu camino vieras a algún hombre más alto, es porque ha subido sobre un par de tabiques, siéntete libre de arrojar una roca directamente a su pedestal, dale un ligero puntapié que lo saque de equilibrio y caerá rendido a tus pies; que la decadencia en el hombre no ha tenido un comienzo histórico, el hombre nació decadente, he ahí su génesis”.
A pesar de saberme derrotado, me acerqué devotamente a la embarcación, poseído, sin voluntad verdadera. Entonces depositaste en mis manos un sobre con una carta en su interior, explicando los porqués, los cómos, entre otras singulares confesiones que pediste leyera mucho después de efectuada tu partida… Aún hoy, frente a esta bruma espumosa, infinita, no me atrevo a abrirle.
Tomé tu cintura como cuando fui creador y artista y tú mi musa sonriente, acaricié tu rostro con delicadeza divina y, acercando mi boca a tu oído, susurré algo; no sé qué fue, las palabras cerriles se arrojaron todas en tropel al vacío de tus tímpanos, sin conseguir consonancia legible.
He soportado cada día como el puerto, como las casas, como la playa que ahora luce abandonada, con el sobre amarillento en mis palmas necias que no responden a mis súplicas, a las órdenes de abrirle, con el rostro puesto en la distancia. Mi sobre luce ajado, pese al celo con el que le he atendido; le he asegurado en la vitrina hermética de más de quinientos dólares. Tiene estrías, se ha arrugado con el tiempo, como yo, o puede que sean estas cataratas que no me permiten verle adecuadamente.
¿Qué es lo que quisiste decirme? ¿Por qué no me atrevo a leer las últimas líneas que me dedicaste? Fue una maldición, un embrujo que cayó en mí junto con la comisura de tus labios. Me petrificaste, robaste mis entrañas, bailaste con mi comprensión, que se fue también, seducida por ti. Tengo miedo. Innumerables tardes he venido a contemplar mi carta impoluta que exige ser leída, y yo me opongo, seguro hay posibilidad de verte volver, y entonces, mi sobre será obsoleto.
¡Qué ha pasado! ¡El sello se ha roto! Han sido mis indómitas manos, diabólicas ánimas que me atormentan. Mi cabeza resiste, se echa atrás, y yo me encojo de hombros, pero mis dedos insisten y sujetan un par de fotografías que han extraído del sobre: Nos veo. Llevas el casimir nuevo que te obsequié en tu cumpleaños número veinte, la corbata vieja de tu padre, el pantalón caqui y los zapatos lustrados. Resalta la forma de tu boca, el sonido que ella produce congelada en blanco y negro, dice tu nombre: Pablo.
*
Yo que ya he luchado contra toda la maldad,
tengo las manos tan deshechas de apretar
que ni te puedo sujetar…[i]
*
Termino paralizado, cautivado y abstraído, creo no tener pies, retrocedo en el tiempo, o es el tiempo el que se me adelanta. Sostengo las fotografías, mis brazos son látigos de goma, serpentinas que se repiten y se introducen nuevamente en el sobre, retiran la carta, la acarician al tiempo que mis ojos se diluyen, viajan al compás de calipsos interpretados en algún carnaval lejano.
¡Vuelve, traidora! Un ventarrón espontáneo me ha arrebatado la carta, tu última carta, sin piedad la ha arrancado de mi poder. Corro tras ella, me apresuro y la petulante se contonea lisonjeando. ¡No me abandones!, le grito. No por segunda vez, ¿acaso no ves que ya soy muy viejo?, ya no tendrás oportunidad de abandonarme una vez más…
Así persiguió Demetrio su verdad no sabida, báculo de su armonía. La gaviota de papel planeo a orillas de la playa, adentrándose en el mar. Él, que se empapó por primera vez, no reparó en despojarse de sus desgastadas ropas. Corrió, después se limitó a acariciar el fondo cada vez más inalcanzable con los dedos de sus pies.
—¡Regresa, Pablo, háblame! —Demetrio, extinguiéndose impetuoso en el ponto, se olvidó a sí mismo, olvidó la playa, el puerto, las fotografías. Ignoró su fobia al mar, desconoció su incapacidad para nadar; nunca aprendió a nadar. Demetrio escoltó a la misiva guardiana de sus esmeros, olvidándose de ser humano. Demetrio quiso volar, quiso saber y retornar a los minutos secos, a las horas maduras en que aún en la apatía y la dejadez, se hallaba a un movimiento de librarse de las visiones, las incógnitas e interrogantes voluntarias, a sólo un imperioso chasquido de valentía. Demetrio olvidó que no nació pez, miró a la epístola virgen distanciarse en los cielos… y escuchó pasar la vida—.
*
Seré en tu vida lo mejor
de la neblina del ayer
cuando me llegues a olvidar,
como es mejor el verso aquel que no podemos recordar…
*
[i]Estos versos y los finales (señalados entre asteriscos) son parte de la canción “Vete de mí” de Homero Espósito.
…
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La carta >> Óleo >> Miguel Ángel Yunquera
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