Por Iván Dompablo
Descansa en la almohada mi cabeza,
mientras la noche arrastra el perfume
amargo de las flores y adentro,
en la memoria, llueve
una tormenta de inquebrantables miradas,
de labios entreabiertos que se acercan,
pero nunca llegan. Promesas.
Los soles y las lunas se enlazan en su danza cotidiana,
y todos los días un monstruoso redoble de segundos
grita en el insomnio tu ausencia.
Dulce mujer, ¿por qué te has ido?
De los espacios huérfanos que dejaste,
va emergiendo un cabalgar de arrugas
que explora y reclama como suyos
los territorios de esta piel abandonada,
pero el corazón no renuncia,
aún se arrastra,
ciego y todo,
en busca de ternura.
Dulce mujer, ¿dónde te escondes?
Mis labios, hambrientos de tus ninfas,
añoran la espesura de tu bosque, de tu monte…
Venus extraviada, regresa pronto.
Un aroma dolorosamente dulce se adhiere al recuerdo
y en cada estertor inunda
y hace naufragar un poco más el alma.
Dulce mujer, ven esta noche.