Por Alberto Curiel
No logra vislumbrarse a nadie en derredor, parece que hubieran huido. Estás solo, ni Vicente, ni Sandro o cuando menos Horacio han asomado siquiera la nariz. La puertecilla permanece abierta, deduces que tal vez salieron, o se encuentran escondidos dormitando por ahí. Muchas veces has escapado y te has aventurado a la intemperie sin avisar a nadie de tus fugaces escabullidas, pero, te ubicas en un sitio diferente.
Hace apenas unas horas llegaste junto con Ricardo y tus hermanos, escapando del ajetreo de la ciudad. Tan pronto como autorizaron las vacaciones, Ricardo no lo pensó dos veces, llamó a la línea de autobuses para averiguar los destinos, cupos, horarios, y ¡presto! Viajaron en el primer vehículo con destino a Acapulco, arribando precisamente a medianoche; se acomodaron y durmieron esperando disfrutar enteramente la excursión. Ricardo es un hombre muy ocupado. No sabes exactamente a qué se dedica, no obstante, continuamente lo ves frente a su computador con una pila de papeles a su izquierda, una taza con café y algunos panes untados de mantequilla a su derecha, siempre en ese orden.
Te atreves a franquear la puertecilla, caminas despacio sobre la alfombra verdosa que cubre el suelo de la habitación de hotel en la que se hospedan; ni un solo ruido; “¿a dónde habrán ido todos?”, te preguntas mientras rascas fervientemente tu oreja derecha. Miras las paredes diáfanas de un color amarillo canario que resulta irrisorio. Examinas el lugar, hasta debajo de la cama, debajo de los sillones, el comedor, el baño, “¡qué aburrido!”, piensas. Decides entonces salir, nunca resistes mucho estando encerrado; te encarrilas rápidamente al pasillo que enlaza la habitación con la entrada principal, observas un zapato gigante color negro en el camino, lo esquivas, y llegas por fin a la puerta, ésta es grandísima, de color azul turquesa, con una chapa dorada y un olor a recién pintado.
Estás fuera. ¡Vaya!, todo luce igual al exterior del departamento en el que habitas en la ciudad, “un edificio más, tal vez todos son iguales, cuando menos en éste hay alfombra por doquier, lo que lo hace lucir más elegante”, piensas.
El portón de la morada de enfrente está abierto, pronto te percatas de un olor delicioso proveniente de ésta, además del sonido que produce una charla entre varias personas. Eres entre los curiosos, el más, y no puedes evitar la tentación, debes echar un vistazo, saber al menos quién reside ahí dentro, qué es aquello que tu nariz ha olfateado, huele maravillosamente. Te arriesgas.
Nadie capta tu intrusión. Hay tres mujeres conversando en el comedor y una pareja besándose en un sofá roído más lejano; mantienes el sigilo, observas migajas que motean el suelo aquí y allá, el aroma se presenta aún más vigoroso. Alguien deja caer algo y urde ademanes quejándose, ¡es pizza!, ha caído al suelo, de ella provenía el olor; admiras el queso derritiéndose todavía, desparramándose en el piso, debajo de una silla que se tambalea. Debes de tener cuidado, la mujer que dejó caer el delicioso manjar está por levantarse, sólo con girar la cabeza notaría tu presencia, así que corres a esconderte.
La lengua quisiera salirse de tu boca, estás hambriento, no has comido nada desde la tarde anterior, durante el viaje ni siquiera bebiste algún líquido, y la pizza destaca entre tus platillos favoritos. ¿Acaso se molestarían si das un par de mordiscos a la rebanada caída? Seguro no lo notarán. Caminas en dirección a la comida, la fragancia tibia inunda tus pulmones, sientes que flotas, la tienes frente a ti, y comienzas a devorarla.
—¡Aaaah! —Un grito estridente aleja tu mirada del desayuno—.
—¡Una rata, una rata! pronto, ¡mátenla!
¿Una rata? ¿Dónde? Siempre has temido a las ratas, te causan pavor, así que sales de tu escondite y corres de inmediato, las miradas se dirigen a ti, sin duda ahora han notado tu existencia. Una mujer te persigue con un arma en la mano, ¡un arma! ¿Qué clase de mujeres se alojan ahí?
Prorrumpes un quejido al sentir que casi te atrapan, la mujer está cada vez más cerca, alcanzas a ver la puerta de tu habitación, te apresuras aún más, tropiezas, y caes de cara al suelo, algo te ha lastimado, ¡vidrios!, te arrojaron una botella que evadiste sin notarlo, pero uno de los fragmentos logró herirte, así que cojeas, te encuentras cerca, una patada te roza peligrosamente, sin embargo has llegado, lo lograste, no puedes detenerte, te encuentras muy asustado, sigues corriendo, cuando de pronto unas manos firmes te sujetan por la espalda.
—¡Auch!— grita Ricardo.
Qué susto te has llevado, empero, ahora palpas la serenidad. Ricardo te mira atónito, da un par de palmaditas en tu cabeza y musita:
—Tranquilo, amigo, no tienes por qué morder. Me tenías preocupado, dónde te habías metido mi pequeño Goliat, ¡qué te ha ocurrido en esa pata, está sangrando!; discúlpame, seré más cuidadoso, no quiero volver de mis vacaciones sin mi hámster favorito, anda, vuelve a tu jaula con tus hermanos, esta vez me aseguraré de que la puertecilla permanezca cerrada.