El brilloso Lincoln negro descapotado recorre el centro de Dallas a no más de 60 km/h. Los ojos del mundo están literalmente clavados en la comitiva presidencial. Arriba van, en la última corrida de mullidos asientos de cuero, el presidente John F. Kennedy y su esposa Jacqueline. Delante de ellos, saludando a sus electores, sonríen el gobernador Connally y su esposa Nellie. En la primera corrida, como un bloque rompe filas, van el chofer, que es agente del Servicio Secreto, y a su lado, un segundo agente de seguridad. Son exactamente las 12:27 del viernes 22 de noviembre de 1963.

Tras pasar por la calle Elm y enfrentar una curva, el flamante Lincoln disminuye su velocidad justo frente al edificio del Almacén de Libros Escolares de Texas. El bullicio es ensordecedor, especialmente el de los escolares, quienes junto a sus maestros agitan frenéticos sus banderitas con franjas rojas y blancas. El día está soleado, a tal punto que hay varias familias y parejas que han decidido tenderse en el bien cuidado césped de la Plaza Dealey, precisamente por donde ahora cruza el hombre más poderoso del planeta.

Sin embargo, el mayor contraste cromático se produce entre el traje dos piezas color rosa pálido —incluido su pillbox haten el mismo tono—, que muy ceñidamente viste Jacqueline Kennedy, y los distintos matices de verdes que refleja la plaza, cuyos flancos se encuentran atestados de policías y miembros del servicio secreto.

El presidente y su esposa sonríen a todas las cámaras, a todos los ángulos, a todas las vitrinas. Nadie debe quedarse sin el saludo de «los Kennedy». Apoyado con su codo en el borde cromado de la puerta trasera derecha, JFK coquetea con sus seguidores, como si estuviera cómodamente en el living de su casa sirviéndose un Campari. Por momentos, el brillo azabache de la limusina produce un contraste todavía más fuerte con los acerados cascos blancos de los policías motorizados, que cercan el perímetro de seguridad.

De pronto, un estallido. Y otro, y otro más.

Son tres los disparos que traspasan la atmósfera oficial del Lincoln X-100. El primero da en la acera, apenas errando el blanco. El segundo impacta en el asiento de la esposa del gobernador Connally, atravesando su puerta y perdiéndose en los pastos de la Plaza Dealey. Mientras el conductor, en milésimas de segundos, decide abortar el recorrido, y el agente a su lado avisa por radio que “estamos siendo atacados”, y pide la “extracción urgente de la cápsula”, el tercer disparo entra de lleno en el hombro izquierdo del presidente. Instintivamente, Jacqueline Kennedy, Jackie, cubre a su esposo con su cuerpo, manchando con sangre su conjunto rosa y olvidándose, por un minuto, de que es el mayor ícono de la moda femenina de Occidente. JFK queda tendido en el asiento trasero: malherido, pero vivo.

En tanto, el gobernador Connally y su esposa están tirados en el suelo del descapotable: no pueden creer que aún sigan con vida. Las flores que Nellie Connally lucía glamorosamente en sus manos, han quedado desparramadas en el piso del convertible como una absurda muestra de la desigual lucha entre la naturaleza y el plomo.

Automáticamente, una serie de dispositivos de seguridad son puestos en marcha por el Servicio Secreto. En medio de los gritos de la multitud —una parte de la misma no logra entender aún qué ha pasado—, el primer dispositivo —la evacuación del presidente— se ejecuta con una velocidad y precisión propias de un acoplamiento espacial.

La carrera del coche presidencial hasta el Hospital Parkland se hace en tiempo récor. Seis motoristas, con los uniformes azules ajustados a sus robustos cuerpos, más un sedán oscuro con tres agentes con fusiles en mano y medio cuerpo fuera, escoltan al Lincoln negro hasta las puertas del recinto. Dos equipos médicos ya se encuentran preparados para atender al trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos. El primero, encargado de recibir y estabilizar a Kennedy, y que desconoce por completo el estado en el que viene; y el segundo, compuesto por cinco médicos y un enjambre de enfermeras, arsenaleras y paramédicos, ya apostado en el quirófano del primer piso.

Como en una novela de Ethan Bush, el contingente de policías y agentes de seguridad que rodean al presidente parece transformar al centro hospitalario en una copia del Pentágono.

El segundo dispositivo es la cacería del o los atacantes. Sin tiempo que perder, el coronel Douglas Burford, a cargo de la seguridad de JFK desde que aterrizó en Dallas, contacta enseguida con los enlaces perimetrales de la comitiva. Los tres mensajes de radio que recibe en fracción de segundos, indican que el fuego provino del edificio de siete pisos ubicado en la esquina noroeste de las calles Houston y Elm. “De seguro es un maldito francotirador”, bufa uno de sus interlocutores. La orden, pues, es inmediata: cercar el Depósito y aproximarse a la “lindura” con armamento de guerra.

Burford no sabe si el presidente está vivo o muerto, de modo que sólo le importa la capacidad de respuesta que pueda mostrar. En otras palabras, el menor sospechoso de estar involucrado en los disparos —al parecer realizados con munición de fusil— debe ser reducido y arrestado, o, si el rufián quiere complicar las cosas, abatido. Como sea, cuestión que le preocupa en grado sumo, el edificio ya había sido “asegurado” con antelación. Él mismo había destinado a cuatro de sus mejores hombres como policías de punto fijo: en el primer, tercer, quinto y séptimo pisos. Es algo que deberá investigar.

Mientras los sabuesos de Burford peinan el Depósito de Libros Escolares, el condecorado coronel debe resolver rápidamente lo concerniente al tercer disparo. Luego del caos que siguió a los primeros minutos del atentado, varios sospechosos ya han sido detenidos, sobre todo aquellos que se han resistido a mostrar algún tipo de identificación o a ser registrados en el lugar.

El teniente Edward Gallagher le comunica a Burford que está seguro de que el tercer disparo no se hizo desde el Almacén de Libros, es decir, desde un ángulo obtuso en relación a la horizontal que representaba la trayectoria de la limusina, sino desde el flanco izquierdo del vehículo, más bien en ángulo recto o, a lo sumo, en un ángulo agudo respecto del blanco en movimiento. Dice estar completamente seguro, pues él mismo se hallaba en el borde de la plaza en posición diagonal a donde se percutió el último tiro. Después de instalar la tesis del ataque múltiple, le señala atropelladamente a su jefe que ha creído ver a una mujer sacar algo de su ropa cuando se producían los primeros disparos, y que es casi fijo que si el presidente está herido o muerto ha sido ella la perpetradora, por su cercanía y ángulo de tiro.

Las únicas señas que Gallagher es capaz de dar por radio es que la mujer, de contextura mediana y de unos 35 o 40 años, llevaba gafas y tenía la cabeza cubierta con un pañuelo rojo con detalles negros, al estilo del que usan las ancianas rusas. “¡Hay que atrapar a Lady Babushka antes de que se esfume!”, espeta, haciendo chirriar el aparato.

Al otro lado de la ciudad, el doctor Steven Mac Mahan, médico personal del presidente, es uno de los tres cirujanos que está trabajando en la herida a bala que atravesó el hombro de JFK. Afortunadamente no reviste demasiada complejidad, pues si bien los huesos de la articulación subacromial están casi pulverizados, el proyectil —al parecer uno de 6.5 milímetros— ha salido limpiamente sin dañar ningún nervio o arteria principal. Para evitar cualquier complicación, y teniendo en cuenta que la operación puede considerarse médicamente agresiva, los doctores deciden que a JFK se le administre anestesia general. Con todas las variables de la intervención controladas, el Servicio Secreto recibe la autorización del jefe del equipo médico para divulgar, lo más rápido posible, que el presidente ha resultado herido, pero que ya se encuentra estabilizado y fuera de riesgo vital. De hecho, hasta cierto punto ese mensaje político es casi tan importante para los Estados Unidos como la misma precisión de los cirujanos y el vascular periférico, que en esos momentos tienen abierto el hombro izquierdo de Kennedy.

De quien no puede decirse lo mismo es de Jackie, que acaba de sufrir un ataque de nervios y de ser sedada por uno de los hombres de bata y mascarilla verde. Una decena de fornidos agentes monta guardia afuera de su habitación. Curiosamente, la cápsula de seguridad que rodea a la primera dama también la integra su diseñador personal, quien en un discreto porta traje gris marengo guarda los tres conjuntos, incluyendo el pillbox hat y los zapatos en el tono, entre los que Jackie Kennedy deberá escoger el que usará para salir del Hospital de Dallas y ser trasladada junto a su esposo al Hospital Militar Walter Reed.

Compulsivamente, la policía y los federales hacen nata revisando los siete pisos del edificio de estilo neorrománico. Suben las escaleras apegados a los muros como topos preparándose para enfrentar a un ejército de francotiradores. Acompañados del encargado del personal del Depósito, Roy Trully, ven salir aterrados y con las manos en alto a varios de los trabajadores del almacén, entre ellos a Martha Foster, la que parece estar sufriendo una brutal crisis de pánico. A su lado, uno de los dependientes de más confianza de Trully, Lee Harvey Oswald, intenta calmarla pidiendo ayuda a viva voz a las fuerzas policiales, que van copando con armamento pesado cada uno de los niveles.

El capitán Tim Selenski, tras ver que Trully hace un gesto afirmativo con su cabeza, les hace señas a ambos —a Foster y a Oswald—, indicándoles repetidas veces la salida con su mano izquierda, como si estuviera matando a alguien con balas invisibles.

A la misma hora, el teniente Gallagher reitera la descripción de Lady Babushka a todas las unidades, pero agrega un dato que increíblemente había olvidado: viste un abrigo largo color marrón claro. En un perímetro de cinco cuadras a la redonda, son varias las mujeres arrestadas. Todas presentan al menos una de las características entregadas por Gallagher, y todas han sido registradas, esposadas y llevadas al cuartel general de policía de Dallas. Catorce en total. Lloran, gritan, protestan, y ninguna disimula su indignación a raíz del trato dado por los hombres de azul.

Gallagher, quien ahora está acompañado por el coronel Burford, repara en que sólo tres de ellas reúnen la totalidad del perfil que él mismo dio por radio. Ambos oficiales intercambian miradas. Les llama la atención que de las tres, únicamente dos se muestren visiblemente alteradas: la más joven, una pelirroja de unos 30 años y que lleva un pañuelo coral con puntos blancos anudado al cuello, vocifera que toda su familia es demócrata, y que lo último que haría sería atentar contra el presidente; la otra, que dice llamarse Najya y viste un gabán color manjar, jura “por Alá” que vive a dos cuadras de donde fue detenida y que, de seguro, su esposo debe estar histérico al no saber nada de ella después de la balacera. Insiste en que lo que lleva en su cabeza no es un pañuelo sino un hiyab, el velo que debe usar, como toda mujer musulmana, para cubrirse la cabeza en presencia de personas que no son de su familia.

Dubitativo, Burford les pide a dos oficiales que se hagan cargo de ambas, que las interroguen más a fondo y por separado, y que contacten a sus familiares para verificar sus coartadas.

La tercera sospechosa, que debe rondar los 40 años, lleva gafas de sol con un marco color carey, un abrigo marrón claro y, amarrado bajo el mentón, un pañuelo rojo con diminutos vivos negros que le cubre su cabeza. Es la única de las tres que coincide exactamente con el detalle del pañuelo. Gallagher ha dicho «al estilo del que usan las ancianas rusas», y no al «estilo de cómo se cubren la cabeza las mujeres del islam».

Algo dentro de Burford y Gallagher cambia apenas la mujer se pone de pie y los mira, después de haberse quitado las gafas con la frialdad de un témpano. El experimentado coronel decide contraatacar:

—Soy el coronel Douglas Burford —su presentación más bien parece una sentencia—. Necesito que me diga cuál es su nombre, qué hacía sola en la Plaza Dealey y por qué no se cubrió o huyó cuando se produjeron los primeros disparos en contra del automóvil del presidente. —El rictus de Lady Babushka se relaja sardónicamente. Se acerca a unos centímetros de Burford y lo escupe en el rostro sin la menor señal de miedo:

—американская собака… его империя не сможет сломить народы и нации, которые под руководством нашего товарища Хрущева сумеют навязать солидарность и мир во всем мире [Perro estadounidense… su imperio no podrá doblegar a los pueblos y naciones que, liderados por nuestro camarada Jruschov, lograrán imponer la solidaridad y la paz en el mundo].

.

IMAGEN

Bombardeo >> Óleo diluido sobre cartulina >> Alias Torlonio

Leopoldo Tillería Aqueveque es periodista y doctor en Filosofía. Vive en la ciudad de Temuco, Chile. Esposo de Danitza y papá de Lucas y Tabatha. Investigador de profesión y escritor de corazón. Luego de varias publicaciones en revistas internacionales de filosofía y ciencias sociales, ha decidido incursionar en los géneros literarios que más le fascinan: domestic noir, thriller de manicomio, terror y ficción histórica. Admira a las escritoras Romy Hausmann, Mary Higgins Clark, Kate Morton, Francisca Solar, Karen Cleveland, Rebecca Fleet y Stina Jackson. El 2021 obtuvo el primer lugar en el certamen del Ministerio de Educación sobre la No Violencia de Género con su obra “Pabellón”. Fue finalista del Premio Imagisaurio 2022 con su relato de horror “Una pelusa gris blanquecina”.

RRSS:

Mail: leopoldotilleria@gmail.com

FB: https://www.facebook.com/leopoldo.tilleriaaqueveque

IG: leopoldo.tilleria            TW: @L_Tilleria

TE PUEDE INTERESAR

Dejar un comentario