PARA ZARPAR EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO

por Nidya Areli Díaz

Ya se sabe que siempre que toma un texto literario, el lector asume un pacto con el narrador de la historia; queda a merced de lo que éste va a contarle, ya como experiencia propia ya como ajena. Debe dejarse seducir en la medida en que la lectura lo propicie, de tal suerte que al final se complete en él el texto, reviviéndolo pero con su propio horizonte cultural. Por ello, no es de extrañar que sea un lugar común el concebir toda buena lectura como un viaje; ciertamente, si el escritor seduce mediante su discurso, no es menos sobresaliente su papel de guía, porque al adentrarnos en nuevos universos sensitivos y espirituales, es él quien de la mano nos lleva a través de un texto que se cumple en nosotros.

Una buena obra, por otra parte, tiene diferentes niveles de lectura que van del más literal a un plano más elevado que sólo puede percibirse cuando ya se han comprendido los otros. El lector, en este sentido, debe darse a la tarea de desentrañarlos, dejándose llevar por el narrador, y no hay mejor manera de tener un buen viaje que prestando toda nuestra disposición desde el primera párrafo de la lectura. Pretendamos entonces que este ensayo servirá para dar un pequeñito empuje al lector que se aventure en busca del tiempo perdido, quizá puede en él hallar ciertas luces para adentrarse con algunas herramientas que han de serle útiles al tomar la mano de Marcel Proust. Preparados los sentidos, podemos leer:

Mucho tiempo me acosté temprano. A veces nada más apagada la vela, mis ojos se cerraban tan deprisa que no tenía tiempo de decirme: «Estoy durmiéndome». Y media hora después me despertaba la idea de que ya era hora de busca el sueño; quería dejar el libro que aún creía tener en las manos y matar mi luz; no había dejado de reflexionar sobre lo que acababa de leer mientras dormía, pero esas reflexiones habían tomado un giro algo peculiar: me parecía ser yo mismo aquello de que hablaba la obra: una iglesia, un cuarteto, la rivalidad entre Francisco I y Carlos Quinto. Esa creencias sobrevivía unos segundos a mi despertar: no chocaba a mi razón, pero pesaba como escamas sobre mis ojos y les impedía darse cuenta de que la vela ya no estaba encendida. Empezaba luego a volvérseme ininteligible, como los pensamientos de una existencia anterior después de la metempsícosis; el asunto del libro se desprendía de mí, y yo era libre de aplicarme o no a él; enseguida recuperaba la visión y quedaba atónito al encontrar en torno mío una oscuridad dulce y sosegada para mis ojos, aunque más todavía quizá para mi mente, a la que se presentaba como algo sin causa, incomprensible, como algo verdaderamente oscuro. Me preguntaba qué hora podía ser; oía el pitido de los trenes que, más o menos lejano, como el canto de un pájaro en un bosque, determinando las distancias, me descubría la extensión del campo desierto donde el viajero se apresura hacia la estación cercana; y el sendero que sigue ha de quedar grabado en su recuerdo por la excitación que debe a unos lugares nuevos, a unos hechos insólitos, a la reciente charla y despedida bajo la lámpara extraña que todavía le siguen en el silencio de la noche, a la dulzura máxima del regreso.

En busca del tiempo perdido es un viaje insondable a los abismos más profundos del inconsciente, el mismo Proust nos previene desde la primera línea de este primer párrafo: “Mucho tiempo me acosté temprano”; donde invariablemente nos sumergiremos a lo onírico. Podemos pensar además que hay que “acostarnos temprano”, comenzar temprano el viaje del sueño que ha de llevarnos por la infinita galería de nuestra propia existencia, guardada celosamente en las recónditas cavernas de una red neural cuyos secretos, difíciles de desentrañar, nos aprestamos a explorar. Vemos que además de una situación literal, el autor presenta un plano de lo inconsciente, de lo onírico. En busca del tiempo perdido es una vida de introspección, buscando pasajes y recuerdos que se ocultan en el inconsciente del individuo, largos años tomó a su creador esa búsqueda, y largos años ha de tomarnos recrear la oba y, en nosotros mismos, recrear la búsqueda de nuestro propio tiempo, perdido allá, en esa telaraña de recuerdos reprimidos u olvidados.

“A veces nada más apagada la vela, mis ojos se cerraban tan deprisa que no tenía tiempo de decirme «estoy durmiéndome»”, y es que en efecto, el chispazo ocurre de esta manera, al recordar, al atisbar y revivir lo que en el pasado enterrado está, esas veces en que como una ráfaga hallamos aquello que se había perdido, no podemos siquiera decirnos «revivo aquel momento, me sumerjo en mí», sino que se presenta de manera tan inesperada y fortuita como el mismo sueño, uno no se da cuenta de que se está quedando dormido, como no se da cuenta del correr del tiempo y de lo que se queda olvidado en el camino.

Cuando Marcel declara: “Y media hora después me despertaba la idea de que ya era hora de buscar el sueño”, nos acordamos de los momentos de la vigilia en que “despertamos”, nos hacemos conscientes de nuestra propia vida. La vida es el sueño, buscar el sueño es buscar nuestra vidas, el recorrido cabal en que nos hemos hecho lo que somos. Qué paradójico parece «despertar» para caer en cuenta de que ya es la hora de buscar el sueño. Despertamos ciertamente, pero no del sueño que es la vida, sino de la inconsciencia de la vida, y reitero que la vida es sueño, lo dijo Calderón de la Barca, y lo refrenda Proust. Sin embargo, en aquellas ensoñaciones en que buscamos el sentido de nuestras vidas y lo que nos condujo a ser lo que somos, ¿cuántas veces no queremos como Marcel, “dejar el libro que aún pretendía tener en las manos y matar [su] luz”? Se lee en el Diccionario de símbolos de Jean Chevalier:

Los libros sibilinos eran consultados por los romanos en las situaciones excepcionales: pensaban encontrar allí las respuestas divinas a sus angustias. El Egipto, el Libro de los muertoses un conjunto de fórmulas sagradas, encerradas con los muertos en su tumba para justificarlos en su juicio e implorar a los dioses con el fin de favorecer su travesía de los infiernos y su llegada a la luz del sol eterno: «Fórmula para asomar a la luz del día» En todos los casos el libro aparece como símbolo del secreto divino que sólo se revela al iniciado.

Así, el durmiente, el iniciado, el que se hallaba presto a sumergirse en el sueño de la propia vida, una vez adentrado, despertaba dispuesto a dejar aquello a un lado, a darse por vencido en la terrible travesía de buscarse a sí mismo y en la pretensión de matar su luz, es decir, de apagar su consciencia y, sin embargo, Marcel “no había dejado de reflexionar sobre lo que acababa de leer mientras dormía: me parecía ser yo mismo aquello de lo que hablaba la obra: una iglesia, un cuarteto, la rivalidad entre Francisco I y Carlos Quinto”, y ello se debía, sin duda, a que la conciencia no puede acallarse tan fácilmente, por mucho que se halle uno en la vigilia de la vida cotidiana, sumergido en el adormecimiento del sistema; tiene el ser humano, una consciencia mucho más poderosa que su propia apatía, mucho más grande que sí mismo, es su comunión con Dios y el toque divino que éste le dio desde su concepción.

Hallando un primer plano de lo literal y un segundo de lo onírico, nos elevamos aquí a una cumbre de lo espiritual. A Marcel le parecía ser él mismo de lo que hablaba la obra, porque adentrado en el libro de la vida, de su vida, se miraba a sí mismo como el protagonista. Cito nuevamente a Jean Chevalier: “el «Libro de la vida» del Apocalipsis está en el centro del paraíso, donde se identifica con el «árbol de la vida»: las hojas del árbol, como los caracteres del libro, representan la totalidad de los seres, pero también la totalidad de los secretos divinos”; de esta manera, a Marcel le parecía ser “una iglesia, un cuarteto, la rivalidad entre Francisco I y Carlos Quinto” porque se identificaba con un todo, que es el universo: el libro lo contiene todo y nos contiene a todos, y Marcel identificaba con el libro su propia vida que era al mismo tiempo un constituyente del gran libro de la vida, del universo. Proust enumera así una construcción material, una comunidad o sociedad que es humana pero plural y una situación histórica. El hombre es todo y parte.

Cuando nos adentramos en el sueño, hacemos implícitamente un pacto de comunión y asimilación con el mundo onírico, las leyes físicas se vuelven nulas y quedamos a merced de las leyes de un universo distinto, al soñar aceptamos eso, es tan válido caminar en el mundo real como volar por el espacio sin traje espacial en la realidad del sueño y, de la misma forma, al sumergirnos en nuestra propia consciencia de lo que somos, de lo que somos capaces de ser, al asumir nuestra comunión con el universo que es el gran libro de la vida, la certeza aparece a nuestros ojos, y es cuando caemos en cuenta de lo efímero e irreal de lo aparente, por ello no es de extrañar que en Marcel esa certeza sobreviva todavía unos momentos después de la vigilia que acababa de sufrir su consciencia: “Esa creencia sobrevivía unos segundos a mi despertar: no chocaba a mi razón, pero pesaba como escamas sobre mis ojos y les impedía darse cuenta de que la vela ya no estaba encendida”. Proust recalca que aquella certeza no chocaba a la razón de Marcel como si existiera la razón de lo aparente y la razón de lo real. Durante el sueño, cuando los preceptos y prejuicios de lo cotidiano se hallan relegados, pues no se les presta demasiada importancia, es otra razón la que impera, emergen las pulsiones que el cerebro ha tomado de la vida misma sin tapujos ni hipocresías, quizá entonces somos capaces de ser más lúcidos y, sin embargo, esa certeza “pesaba como escamas” sobre sus ojos, porque la realidad del mundo de lo aparente es abrumadora, pesa la consciencia humana porque choca con el trajín del día a día, pesa saber que la vida se va y que es finita, pesan los momentos que han quedado enterrados en el pasado, en la inconsciencia de lo que se perdió; la luz de Marcel estaba ya apagada porque porque en su lucha interna se había extraído de aquella ensoñación, la realidad otra vez lo había absorbido, había salido de sí y de su propia búsqueda interior.

La certeza, dice Marcel, “Empezaba luego a volverse ininteligible, como los pensamientos de una existencia anterior después de la metempsícosis”. Metempsícosis según el Diccionario de la Real Academia Española es una “Doctrina religiosa y filosófica que sostiene que las almas de los muertos transmigran a otros cuerpos cuyo grado de perfección varía según los merecimientos de la vida anterior”. Pareciera que Proust pone de manifiesto una creencia implícita en las “vidas anteriores”, pero Marcel sólo está haciendo una comparación, meramente sugestiva pero comparación al fin. La certeza; es decir, la creencia de “ser yo mismo aquello de lo que hablaba la obra”, y luego la identificación con el todo, se hacen intangibles, y en cambio se encierra en el contexto del discurso un profundo convencimiento de la evolución espiritual de la materia, como si el durmiente, Marcel, guardara en una especie de memoria más allá de lo material, recuerdos de lo que fue en el pasado como materia inerme, o distinta a la que es ahora.

Cuando “el asunto del libro de desprendía” de Marcel y “era libre de aplicarse o no al él; enseguida recuperaba la visión y quedaba atónito al encontrar en torno [suyo] una oscuridad dulce y sosegada para [sus] ojos”; es entonces que se manifiesta que el ser humano es perfectamente capaz de elegir en la oscuridad “dulce y sosegada” de la perpetua ignorancia de su propio ser, o aquella luz de la razón, chocante a la vista “como escamas sobre mis ojos”. Marcel se desprende del libro en el intersticio existente justo en medio de la vigilia y el sueño; esto es, entre la inconciencia de la propia existencia y la conciencia de la misma, y sabe que tiene la posibilidad de elegir libremente entre una y otra, y en esa encrucijada el ser humano se recoge a sí mismo, cobrando nítida cuenta de sus propias cavilaciones, o continúa como si no hubiese atisbado nada. Por ello, la oscuridad, “dulce y sosegada” para sus ojos, lo era “más todavía quizá para [su] mente, a la que se presentaba como algo sin causa, incomprensible, como algo verdaderamente oscuro”.

Luego, en el acto en que se “preguntaba qué hora podía ser”, cobrando consciencia del tiempo finito de los hombres, Marcel, vuelto a la realidad, “oía el pitido de los trenes”, como una reminiscencia del viaje que se había negado a emprender. En el “más o manos lejano” de aquel tren, el individuo se lamenta la vuelta a lo aparente de la realidad cotidiana. Marcel sabe que ha rechazado el viaje a su propio mundo interior y en el pitido del tren “como el canto de un pájaro en un bosque”, profundamente nostálgico en mitad de la madrugada, va “determinando las distancias” que ahora lo alejan de su libro de la vida y de sí mismo.

Si Marcel se “describía la extensión del campo desierto donde el viajero se aproxima hacia la estación cercana”, nos remite este viajero al que se aventura a su propio universo. Cuando Juan Eduardo Cirlot habla del desierto, declara:

Su significado simbólico es profundo y claro. Dice Berthelot que los profetas bíblicos, combatiendo las religiones agrarias de la fecundidad vital (relacionada según Heliade, con la orgía), no cesaban de presentar su religión como la más pura de Israel «cuando vivía en el desierto», Esto confirma el valor específico del desierto como lugar propicio a la revelación divina, por lo cual se ha escrito que «el monoteísmo es la religión del desierto». Ello es a causa de que, en cuanto paisaje en cierto modo negativo, el desierto es el «dominio de la abstracción», que se halla fuera del campo vital y existencial, abierto sólo a la trascendencia. Además, el desierto es el reino del sol, no en su aspecto de creador de energía sobre la tierra, sino como puro fulgor celeste, cenador en su manifestación. Además, si el agua está ligada a las ideas de nacimiento y fertilidad física, se opone en cambio a la perpetuidad espiritual, y la humedad se ha considerado siempre como símbolo de corrupción moral. En cambio, la sequedad ardiente es el clima por excelencia de la espiritualidad pura y ascética, de la consunción del cuerpo para la salvación del alma. Tiene el desierto otra ratificación de simbolismo por la vía de la tradición. Para los hebreos, la cautividad de Egipto era la vida en el oprobio. Ir al desierto fue «salir de Egipto». Finalmente citaremos la relación emblemática del desierto con el león, símbolo solar que ratifica lo antedicho.

Por todo ello, se corrobora el viaje interno que ha de realizar este viajero. Según Marcel: “el sendero que sigue ha de quedar grabado en su recuerdo por la excitación que debe a unos lugares nuevos, a unos hechos insólitos, a la reciente charla y despedida bajo la lámpara extraña que todavía le siguen en el silencio de la noche”. Este silencio de la noche, creemos, es el ruido del vivir cotidiano, mientras que el viaje es una experiencia casi mística, un viaje al infinito universo del libro de la vida en que “unos hechos insólitos” habrán de marcar al viajero, de suerte que ha de llevar los recuerdos de tales aún en el silencio espiritual de la vida cotidiana y a “la dulzura próxima del regreso”, donde el regreso no es al mundo aparente, sino al primigenio seno de Dios, a la certeza absoluta.

En busca del tiempo perdidoes una abstracción al interior del propio ser desde sus primeras líneas, es un viaje que lleva implícito lo onírico en un plano terrenal, y lo espiritual en un plano más elevado. Hemos podido dilucidar que “el tiempo perdido” no sólo se refiere a “lo perdido” del vivir terreno, sino también a lo que se ha extraviado en la separación del hombre con respecto a Dios, que es su origen primigenio. Desde el primer párrafo el autor nos presenta una serie de pistas para comprender el texto y para realizar esta interiorización que sólo puede lograrse a través del libre albedrío. Así, pues, preparados para el viaje, adentrados al fin en los mundos de que nos serviremos, podemos zarpar.

OBRAS CONSULTADAS

Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. Madrid: Siruela, 2007.

Chevalier, Jean. Diccionario de los símbolos. Barcelona: Herder, 1986.

Proust, Marcel. A la busca del tiempo perdido. Madrid: Valdemar, 2007.

Real Academia Española. Diccionario de la lengua española. 22 ª ed. México: Espasa Calpe, 2001.

IMAGEN 

Dos mujeres >> Colin Campbell Cooper

Nidya Areli Díaz nació en la Ciudad de México el 30 de noviembre de 1983. Poeta, narradora, crítica, editora, promotora y gestora cultural. Egresada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Cursó durante varios años el taller de creación literaria impartido por el poeta Julián Castruita Morán en el Instituto Politécnico Nacional. Entre 2004 y 2007 fue miembro del Foro de la Décima Irreverente liderado por el productor, editor y etnomusicólogo Rafael Figueroa Hernández. Ganadora del segundo lugar en el Concurso Interpolitécnico de Poesía en 2001, y del primer lugar en 2002. Ganadora en 2012 del tercer lugar en el certamen de cuento Ciudad Imaginada organizado por Office Max y el Gobierno del Distrito Federal. Colaboró en 2013 con la Academia Mexicana de la Lengua en la revisión, corrección y actualización del Diccionario de mexicanismos. Su obra poética y narrativa ha sido publicada en diversas antologías y revistas impresas y electrónicas.

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