Noche bajaba surcos entre pies. Brillo insoportable quedó por huellas raíces. Oscuridad fue madera y efecto profundo de manto acuífero. Cauce se volvió estiaje durante andar. Adentraba entre negrura. Lodo del fondo era talonera. Ardor, opacidad que desfilaba bajo la superficie vacía. Cielo feérico, cordón invisible ató estrellas para siempre. Sombras regían Canis Mayor, Júpiter, esencia de tinieblas, su estructura fue gases lóbregos, parecidos a fermentos de vida en estómago. Raigones de sabino bien enclavados en embalse semejaban piernas voluptuosas de lo que una vez se ha ido. Eran tibias gigantes enclavadas en légamo. Habían floreado hasta taparle soles a su cara, siendo habitáculo de termitas sin ojos y zorzales invidentes, que, obcecados, escarbaban y escarbaban hasta dibujarse pérfidas bocas que atraparían el menor murmullo de ventiscas autumnales.
Metida entre aguas que se hacían menos, estaba la forma de un vestido. Por el cuello germinó cabellera larga y brillosa, azabache. Manos como de espantapájaros terminaban en mangas bordadas, con dedos largos, puntiagudos y delicados. La bastilla separaba al cuerpo del agua impura. Se volvía una con el lodo de la orilla. A pesar del campo abierto, rodeado por una cordillera de montañas tan brunas como de madrugada, no escuché más murmullo que el de un tenue canto profundamente femíneo. Aves, depredadores y alimañas habían perdido volumen. Sus voces grandilocuentes se quedaban entre el pico, el tórax, perdiéndose en las entrañas. Cada palabra entendida por ellos era de los intestinos, en el colon de la ausencia. Si el andar prosperó, no lo supe. Fue el lugar de negación, donde lo opuesto reinó. La vi de cerca, hasta sentir la fuerza centrífuga de sus calores. El cuerpo parecía hervirle, vaporizando los aires. Cada vena de las pantorrillas era roja, cargada de algo que iba y venía por debajo del vestido. Oyó todos los nombres que le dije, para que dejara su rostro enfrente del mío. Ninguno de esos apelativos le fue cognoscible. Intenté con el inglés, aprendido en la adolescencia y con el alemán, comprendido por la fuerza cuando la juventud se vino abajo como las gotas perversas que empezaban a hundirnos entre los poros. Ante la negativa, decidí tocarle el dedo gordo de una manera afectuosa, parecida al llamado del zapato tibio al pie desnudo. Caí de bruces en el estiaje al ver que sus encías le llegaban hasta las orejas. Sus dos ojos gravitacionales eran pura retina. La mácula y su blancura desaparecían para acompañar un par de agujeros negros que royeron su nariz. El parecido con quien había sido fue irremediable.
Debajo de la tierra el escozor se apropia, incluso, de una mirada. Paredes de tierra seca escurren onerosa senectud. Miles de años ocurrieron desde que el agua se evaporó por la atracción del magma incandescente. Grados centígrados en aumento producen una luz instigadora que denuncia el rumbo de la gruta. Mis narices empiezan a quedarse sin moco, aunque esto no me molesta. En la antigüedad, me hubieran producido escozores interminables. Ahora, cada fosa nasal disfruta la diferencia entre el polvo amarillo del comienzo y el serrín al rojo vivo de lo que transcurre. Hay un olor a petróleo quemado que engrosa la superficie del recinto. Al final, aparece un pórtico hecho por piedras reflejantes. Es casi una montaña nívea al borde de lo transparente. Poco a poco ha empezado a trocarse en cuarzo. Del otro lado, se escuchan ladridos poderosos, guturales. Lo que pensaba iba directo al principio de la tierra es otra gruta, una estancia distinta. El habitante es hipotético canino de raza desconocida, que aprendió a vivir sin agua, a respirar el polvo del polvo derretido haciéndose cada vez más fino. Siento que el animal olisquea el cuarzo. Ha detectado mi presencia, desea el acuerdo milenario entre su raza y la mía. Patas incansables se escuchan del otro lado, pezuñas que mueven piedras tan afiladas como cuchillos siguen intactas a pesar del desgaste en tan rasposa misión. Tras de mí se presenta una presencia. Estaba del otro lado, avanzó más rápido por el poder de cuatro patas excavando. Se trata de un perro que ha perdido el pelaje. Le quedan mechones entre cada oreja caída. Tiene el cuero rosa como rata de laboratorio. Su lengua amoratada se pega en mi rodilla. Lo reconozco, es Occicote, perro rebelde que vivía en la calle de cierto lugar en donde yo viví. Inmune al sonido de los aviones que raspaban con su turbulencia las azoteas de las casas, dormía entre jardineras, hasta que, bien caída la noche, vecinos insomnes lo invitaban a morar, a demorar en los patios de edificios con apartamentos interminables, semejantes a Babel. Occicote fue mi amigo y viene saludarme. Le interesaba más una caricia, el sobarle la panza, porque ahí no alcanzaron sus patas, su lengua, que pedazos de carne o huesos de res con tuétano. Vuelvo a consentirlo. Me mira con unos ojos que vuelven interminable el lamento.
Su olfato era capaz de rastrear corrientes de aire inexistentes para mi nariz. Fue el momento de perseguirlo, así como él nos siguió en la superficie. Vi la cola totalmente erizada, levantándose como antena parabólica a la espera de un mensaje del vacío. Al levantar la vista se abrieron remolinos oscuros, parlantes, cuyo lenguaje ignoto se filtraba en mis cuerdas bucales que intentaron repetirlo. No tenía una guía como la piedra roseta para saber lo que esos fonemas, trocándose en lexemas y en estructuras sintácticas atisbadas solo por intuición, referían. Cada remolino era una voz, pedazos de palabra sin significado. Pensé que encima estaba el universo. Sobre nuestras cabezas reverberaba un espacio interminable, el sórdido y enigmático murmullo de esos torbellinos brillantes, que parecían galaxias desmembradas por la fuerza gravitatoria de una mirada que intentaba transferirnos su llamado. Algunas estaban colisionando, otras se fueron para extender el tamaño del techo y permitir la crecida del tiempo. Occicote tiró del pantalón, para hacerme saber que a la altura de mi cabeza había una pequeña rendija muy delgada alargándose como la duración de la palabra impronunciable. Su inocencia, jamás comprendida por nuestra especie, pretendió que me metiera ahí. La duda se había ido, empujé el cuerpo por la rendija. Me fui haciendo tan delgado como el grosor de una hoja de papel. En el pecho quedaron grabadas las resonancias de esos remolinos, de las estrellas negras. Al desdibujarse, aparecieron mis tetillas, el ombligo y el vello de las axilas.
El pasadizo, con extensión suficiente para la eternidad, era del tamaño de una vena humana, tan pequeña que solo la sangre y sus aliados, glóbulos o plaquetas, fueron capaces de moverse sin bloquear las paredes amoratadas por un latido de origen ignoto. Su tamborileo me lanzaba entre cavidades del tamaño de una roca, con la forma de serpiente emplumada o con la circunferencia de nuez gigantesca, deliciosa para los sentidos. En lontananza escuchaba el ladrido de mi aliado. Afuera del organismo quedó el magnífico Occicote que me condujo a la salida de esa cueva envilecida de aridez. Estaba en un lugar húmedo, circulando por sistemas que mantenían al pensamiento inconsciente de un sistema vivo. Cuando llegué a la punta del cabello fui gota ferrosa. Mi existencia era la de un calidoscopio capaz de mirar en todas direcciones, aunque la vista no fuera propia, sino reflejo de la hoja verde sembrada en el árbol, de la sombra de una liebre que pasó entre el follaje o el ceño fruncido de quien le cayó un chubasco en la calva rugosa. El periodo que llevó filtrarme en esa tierra enlodada por bacterias y lluvia ácida fue toda una vida, el ciclo que tarda lo mineral en volverse parte de la raíz y del abono, justo para regresar entre un naciente pelaje de Occicote. El perro ladraba incesante al pórtico de cuarzos que dejó ver la sombra femenina. Había tenido el aura de lo una vez mortal.
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Gerión >> Gustave Doré., Francia, 1832-1883
Raúl Mendoza Mandujano nació el 16 de noviembre DE 1986 en la ciudad de Celaya, Guanajuato. Estudió una Licenciatura en Filosofía (2011) y una Maestría en Filosofía (2013) por parte de la Universidad de Guanajuato. Obtuvo el grado de Doctor en Humanidades con Especialidad en Teoría Literaria por parte de la Universidad Autónoma Metropolitana (2023). Ha escrito tres libros: Lisandro Alba o la vida del no-muerto, Las invenciones frenéticas y Lunas de otro tiempo (las tres obras fueron publicadas y son vendidas por Amazon). Publicó cuentos y microrrelatos en las revistas Los Demonios y los Días, Argos y Primera Página. También ha participado con artículos académicos en la revista Entrehojas de la Western University de Canadá.