Hoy también intenté ir a buscarte, Perrucha. Pero como siempre sucede, permanecí en el camino esperando el viejo autobús Ford BB, el único que transita por aquí. Es un camino viejísimo, aún no hay casas a los alrededores. Supongo que debe ser 1930, o 1934, algo así. Seguro podría encontrarme con mis abuelos, aunque lo mejor que podría hacer es comprar terrenos y hacerme rico al venderlos en el futuro. Pero en vez de eso esperé todo el día el autobús, llenándome de polvo hora tras hora. ¿Qué me hace pensar que te encontraré si nacerás hasta 1982? ¿Qué me hace pensar que aceptarás regresar? No te acordarás de mí. Hace tanto que te fuiste que seguro no te acuerdas de mí. Al caer el crepúsculo, como siempre sucede, tuve que arrastrar mi maleta a casa. Llegué antes de la cena. Nadie reparó en mí, Padre fue a buscarte hace una semana y no ha regresado. Le dije que no fuera, que yo iría a buscarte, que te conozco y sabría dónde buscarte. No me hizo caso. No quiero pensar en eso porque se me salen las lágrimas como a un niño. Madre nos llama y nos sentamos a cenar. Es recurrente que piense que no tenga nada qué ver con estas personas; no nos parecemos en nada, no tenemos nada en común, más que tu pérdida. Y ahora la de Padre. Pese a todo, vivimos juntos. Cada vez que mi hermano menor se pone pesado y no quiere comer, mi madre le da corazoncitos de niño recién nacido. Yo le digo a mi madre que él debería comer avena como todos nosotros. Avena y paja es lo que lo hará fuerte, que lo está malcriando. Ella dice que los corazoncitos impedirán que le rompan el corazón.
Abuela no cena. Me ha tejido un suéter de lana. Antes te tejía suéteres que nunca llegaste a ponerte, ¿lo recuerdas? Ahora te entiendo. Los que me hace me quedan enormes, las mangas se arrastran por el suelo. Pero me los pongo para que la vieja esté feliz. Todos la han olvidado. Hace días que no la alimentan. Cuando se acerca a la mesa con ojos suplicantes le arrojo algunas sobras tratando de que nadie se dé cuenta. Hace unos días le dije a Madre que Abuela tenía hambre, pero sólo me dijo “Más se perdió en el cerco de Numancia”. Cabe aclarar que Madre murió hace nueve años y por eso no se entera y no entiende de muchas cosas. No obstante, también comprendo que la vida es injusta y le doy la espalda a la abuela mientras le digo , “Algún día”.
Hermano Mayor es el único que trabaja. Se encuentra en una jaula y se encarga de avisar si hay un exceso de bióxido de carbono en el ambiente. Abruptamente deja de cantar y todos corremos mientras él se muere de la risa y se atraganta con las semillas que le dan de comer.
Al lado del plato de Madre siempre hay uno para ti, Perrucha. Siempre hay salmón en ese plato y tu perfume alrededor. Y siempre, cuando terminamos de cenar, Madre, con ayuda de un tenedor y con aire ausente, tira su contenido a un contenedor de donde van brotando de vez en cuando unos ratoncitos grises que corren a esconderse refutando así los postulados de Redi.
A mí me tratan con cierta deferencia porque el médico les dijo que padezco del síndrome del corazón roto y que no me queda mucho de vida. Sobre todo, Abuela. Ésta de aquí (que seguramente no es la misma que se acerca a la mesa) ve que regreso arrastrando mi maleta y me sonríe mientras acaricia mi mejilla. “¿Y Perrucha?”, me pregunta. “Se fue, abuela” , le contesto. “Pero ella está aquí, ¿por qué quieres buscarla en otro lado?”, insiste. No le contesto, no podría explicarle que quiero saber por qué no duermo desde que te fuiste. Por qué te pienso desde el alba hasta el anochecer. Y que para eso necesito encontrarte.
Algún día me iré de casa, algún día te encontraré y te convenceré para que regreses, me digo mientras veo hacia la ventana y por un momento veo lo que tú veías. pero no me engaño. Aunque quizá no depende del viejo autobús (¿por qué no te busco en tu época?), en el fondo sé que es inútil. Quizá es simplemente una pugna entre el deber y la realidad. “Algún día”. Es lo que decimos cuando todo está perdido y aun así queremos generar esperanza, pese a que —sabemos— nunca se va a dar ese día.
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No sé qué día es, pero todos estamos de acuerdo en que es tu cumpleaños, Perrucha. Yo lo planteé después de ver el calendario y asomarme a la ventana observando que es un día soleado. Cuando lo decidí, estaba oscuro aún y al salir al jardín no pude evitar pisar a los caracoles que se habían paseado por allí durante toda la noche. Cras cras cras. Toda la familia apoyó la idea del cumpleaños. “Hay que hacerle una fiesta sorpresa”, propuso alguien. Padre, gritando desde los días en que se encontraba entre nosotros, dijo tímidamente que es el Día de la Bandera y que no era posible que también fuese tu cumpleaños. Pero nadie le hizo caso. Madre recortó con cuidado un pastel de cumpleaños de una revista de recetas que había guardado hace años, y le colocó un montón de velas encima mientras murmuraba como para sí misma que éstas se van quitando cada año después de morir. Abuela, arrastrando su pierna mala, te envolvió en una cajita un día del que nadie sabe. Los hermanos ríen y tratan de apagar las velas del pastel mientras abuela les dice que no, que ésa es la manera más fácil de crecer. Todos nos escondemos para gritar, “sorpresa” cuando llegues. Hace años contenemos la respiración viendo hacia la puerta. Todos se entretienen viendo flotar mi tristeza y soplan cuando va a llegar al piso; es una mota de polvo que se ilumina con los rayos que se filtran entre las cortinas; es una nadería; un diminuto erizo emanado de un diente de león buscando posarse en cualquier superficie que considere fértil.
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Suelo caminar descalzo porque cada vez que la tierra vibra sospecho que te estás acercando en túneles, senderos insospechados que horadan la tierra en todas direcciones, pero imagino que al llegar hasta mí ya no serás tú, sino algo muy semejante a una tuza que asomará su cabeza y me dirigirá sus ojitos miopes sin llegar a reconocerme mientras mueve nerviosamente sus bigotes sondeando el aire. Yo gritaré “¡Perrucha! ¡Perrucha hermosa!”, e intentaré acercarme, tocarte, y tú te apartarás con agilidad para integrarte a la red de túneles que ya serán tu mundo, ese universo subterráneo que se encuentra lo más alejado de mí donde te dedicarás al pillaje de nabos y zanahorias para disgusto de los granjeros. Recuerdo que te gustan las cerezas y también las manzanas sin piel. Con un cuchillo y haciendo gala de paciencia voy mondando una manzana para dejarla en la entrada de la casa, a manera de cebo, y después la ato a un palito que sostiene una caja. “Pierdes el tiempo, hay demasiadas hortalizas”, dice Madre mientras barre el polvo de panteón que siempre deja a su paso. “Nunca regresará”, sentencia. Como un niño empecinado observo mi manzana y pienso que es un gran cebo, que es especial, porque nadie nunca ha pelado una manzana con tanto cuidado. Pienso que la trampa quizá sea más atractiva si pongo música de Philip Glass, “¡Quiten esa música de mierda!”, grita alguno de mis hermanos. Padre, siempre desde su ausencia también grita, “¿y para qué quieres que regrese, huevón?”. Y no sé qué contestarle. Sólo quisiera sobornarte, tener algo que ofrecerte semejante a tu libertad subterránea.
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Savia adentro >> Óleo >> Rafael Galdamez
Alejandro Rosen (Cd. de México, 1972). Licenciado en Comunicación, maestro en Comunicación y Política, y doctor en Ciencias Sociales. Docente a nivel bachillerato desde hace 22 años. Cuentista con profundas influencias de Asimov, Tabucchi, Rendón, y Kafka. Denuncia a diario las figuras que adquieren las nubes, y escribe frenéticamente cuando está enamorado. Ha publicado sus trabajos en diversas páginas electrónicas, así como en los periódicos Excélsior, El Financiero y La Jornada Semanal. Tiene un libro de microrrelatos: Arco Voltáico (Los Reyes, 2005). No come ni comerá carne. Es impuro, pero admite trasferencias y pagos en efectivo.
