Por César Abraham Vega
Basado en la pintura de Rufino Tamayo, Perra rabiosa.
No soy de las que les gusta armar demasiado alboroto por las cosas; a veces las cosas que le pasan a una son culpa de una misma, y a veces no; en ocasiones, ciertas cosas te suceden así nomás, te agarran de sorpresa y a veces son bien injustas, pero una no puede quejarse, son la cruz como dice mi mamá, y la cruz no se abandona, se abraza y se carga hasta el final, hasta el momento en que te carga la gran y definitiva chingada.
Por eso, ese día no armé barullo, daba igual. En realidad, la cosa no era tan grave; además, si yo le decía a mi mamá lo que había hecho la Fita seguro que a las dos nos iba a ir del nabo. No sé por qué la Fita se ha vuelto tan cabrona, parecía ser más feliz cuando era callejera: no tenía ni madres, pero siempre andaba moviendo su rabito y con las orejitas gachas haciéndoles fiesta a todos los vecinos cada que entraban o salían de la privada.
Sólo cuatro cosas eran suyas: una sed y un hambre tan perras como ella, una guarida abajo de un nopal gigante y las ubres todas hinchadas porque casi siempre andaba preñada. Ahora ya tiene casa, vive en mi azotea; debería ser feliz, pienso yo, aunque la verdad ha de andar medio resentida porque a veces se me olvida subirle su agua, ya casi no la acaricio y en ocasiones el aire vuela la lámina que le sirve de casa y por eso todo el santo día de Dios anda con la lengua hasta las patas, azorrillada por el méndigo sol que pega duro sobre su piel de perra negra. Yo creo que por esas cosas ha de andar algo enojada.
La verdad, más que dolerme, me asustó mucho que me mordiera; digo, nunca he sido una mujer muy macha, pero yo creo que aquello asustaría a cualquiera, hasta a Filomeno se le hubiera fruncido el cicirisco al ver a la Fita lanzarse toda loca con los dientes pelones y escurriendo de babas. Yo no quería que la corrieran, así que no dije nada, me puse pomadita, me vendé el chamorro y ¡listo! ¡Aquí no pasó nada!
Darle su comida y agua se fue haciendo bien difícil con el tiempo, en parte por el miedo que ya le traía y en parte porque cada vez estaba más encabronada. Comía sus menudencias de pollito con gran prisa, pero el agua ya ni la tocaba, la miraba con mucha sospecha, como si fuera veneno, y me reclamaba a ladridos cada vez que rellenaba su bandejita, pues el sol con sus rayos siempre la evaporaba.
Nadie sabía lo de Fita, yo era sola la encargada, hasta ese día en que se puso a aullar horrible como si el diablo se le fuera metiendo abajo de su piel. Al día siguiente la Fita vomitaba sangre, caminaba de un lado a otro por toda la azotea, como hacen los leones del circo que están encerrados en jaulas. En la noche se volvió completamente loca y azotaba su cabeza contra las paredes de las cornisas, llenándolo todo de sangre, hasta que no pudo más, se le salieron sus sesos y con ellos el chamuco y así quedó tendidita a la mitad de la azotea, con una carita horrible que de acordarme me hace llorar.
Todos los días que siguieron yo estuve muy triste, porque en el fondo sabía que su muerte era culpa mía. Algo habré hecho mal, a lo mejor ni la cuidé como se debía; a lo mejor, de las veces que no le llevaba su agua, se le olvidó cómo tomarla y para que servía, y se me habrá muerto de sed. Me sentía muy tonta y Filomeno se dio cuenta, por eso venía todos los días a que fuéramos al kiosco a comer una nieve o elotes de San Gregorio, a las peleas de gallos en Tlalmanalco, al baile de Santiaguito, y hasta vimos una película de Pedro Infante en el cine de Ayotla. Todas esas cosas me hicieron feliz de vuelta y me sacaron a Fita de la cabeza.
Filomeno había sido tan bueno conmigo y un día que nos quedamos solitos yo quería enseñarle lo mucho que lo quiero y pensé que sería bueno darle de besos, pero con todas las cosas que había hecho por mí apenitas, sentía que era necesario darle una muestra de más cariño; así que, llena de una felicidad enorme y una gratitud gigante, comencé a lamerle toda la cara. ―Gracias por la nieve de limón tan rica―, le dije en una lamida. ―Gracias por el paseo a San Pedro, mi vida―, dije con otro lengüetazo. ―Te quiero tanto, Filomeno―, le dije en otros tres en la nariz. Creo que fui demasiado efusiva porque Filomeno me mandó a la chingada y se largó de allí.
Cuando regresé a la casa ya andaba otra vez triste y busqué a mamá Roberta y le conté con llanto todo lo que me pasó. Sentía un dolor tan penetrante que me senté en el suelo y comencé a gritar muy fuerte hasta que mis alaridos se tornaron en aullidos sonoros y limpios que purgaban de pena mi triste corazón. Mamá Roberta me miraba con un horror de los rancios, me dio miles de cintarazos y me encerró en la pieza.
Ahí estuve varios días encerrada. Mamá sólo me permitía salir al baño, a hacer mis tres comidas y a estirar las piernas al jardín de atrás, y cuando eso pasaba me sentía recontenta que quería darle las gracias a mi mami con un par de lamidas en la cara, pero siempre que eso pasaba recibía a cambio un puñetazo en la nariz o una patada en el trasero.
Un día vino mi mamá a bañarme, yo no quería y se lo dije, se lo dije varias veces, pero de mi boca sólo salían ladridos incomprensibles; traté de articular todas las palabras que me sabía, pero era lo mismo. Puro ¡guau guau! decía yo, así que decidí gruñirle, no quería bañarme, no era necesario, me atemorizaba mucho. Había un miedo de muerte que no sentía desde que tenía que darle de comer a Fita.
Mi mamá no entendió nada y con ayuda de don Chelo me llevaron a la regadera. Cuando vi brotar el chorro de agua de aquel grifo sólo pensaba en huir de ahí como fuera, don Chelo me sujetaba muy fuerte y me lo impedía, así que tuve que morderlo en la cara… Después fue sencillo escaparme y esconderme bajo la cama, tenía la boca llena de espuma, el corazón de miedo y el cerebro de mil espinitas que me atormentaban sin parar.
Ahora sólo sé que ya no puedo, no puedo ni pensar. ¿Esta es la cruz? ¿Cómo la cargo? ¡Ah sí! ¿Cómo? ¿Cómo? Duele mi cabeza, no me deja escuchar lo que me digo, tengo tanta sed pero… no… no el agua, no quiero verla, no quiero imaginarla… mamá ya no viene a visitarme, te extraño mucho, Filomeno, me entristece pensar en Fita, me siento acorralada, andar de un lado a otro, he de parecer una leona enjaulada, tengo tanta sed y tanta hambre, me duele la cabeza, trato de olvidar que duele y por eso me voy arrancando la ropa con los dientes, ¡ya quedé desnuda! ¿En qué pienso? Pensar, pensar, pensar en algo y olvidar que me estalla la cabeza, trato de olvidar que duele y por eso me voy arrancando la piel a dentelladas, ya quedé desnuda de vuelta… ¿en qué pienso? Pensar, pensar, pensar en algo y olvidar que me estalla la cabeza, ¿y si me estalla en serio? Si me estalla por fin lo que me duele adentro ya no dolerá jamás y seré feliz de nuevo y podré beberme el agua y comerme las croquetas y dejar de ladrar y pedirle a mi mamita que me desamarre y que me baje de la azotea. Golpea, golpea, golpea… golpea hasta que ya no duela más.