ORPAILLERUS

por Nidya Areli Díaz

Por Monserrat Avendaño

Cuando era niño amaba vivir de la magia que realizaba en los mercados. Sabía que sólo me quería dedicar a eso pues yo era el que se asombraba más de los gestos y hasta cierto punto de la incredulidad de muchos de los curiosos que se acercaban a ver los actos que ejecutaba. Quiero pensar que era eso, aunque quizá les atraía más el color de mi piel, pues parecía un carbón recién salido del anafre. Alguna vez, una señora de pelo cano me dijo que sólo venía a verme por el brillo de mis ojos que parecían ostras recién salidas del mar. No supe distinguir si era un elogio o un insulto. Fuese lo que fuese, esa era mi “profesión”, además me dejaba una ganancia por lo menos para comer unos cuantos días. Yo no estaba a cargo de nadie ni de nada. A mis padres los mataron por una riña y mi vida se fue a la deriva, así como los actos que hacía.

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Isla del tesoro » Vladimir Kush

 

La vida, un tanto hostil y seca, se me fue en las calles, los años sin piedad avanzaban así como las puestas de sol. Posiblemente mi destino habría tomado otro rumbo pues, aunque tenemos alternativas, las decisiones no suelen ser tan fáciles. En mi caso tomé la opción de irme por el camino de los trucos y la obtención del dinero sin tener que invertir mucho tiempo para ganarlo. Como he mencionado, no tenía nada ni a nadie detrás de mí, sino a mi propia sombra. Quizá esta era la más pesada y la que siempre me perseguía, igual que la policía.

Un día, no se si bueno o malo, la fortuna llegó a mis pies —sí, leyeron bien, a mis pies—. Este día tenía algo de peculiar, el sol brillaba de manera tenue, no quemaba mi piel oscura, sólo la rozaba como un terciopelo, el viento no arrebataba mi sombrero como de costumbre, me guiaba de una manera extraña, me hacía sentir ese aire de libertad que pocas veces se llega a sentir. Mi camino no fue el mismo, caminé más de lo habitual y me adentré en los caminos un tanto áridos y poco concurridos. Sentía que el sol me guiaba a un lugar donde habría de descubrir algo o a alguien.

En un momento llegué a pensar que me perdería, que se haría de noche y no sabría como retomar el camino, me sentí un tanto loco por tener todas estas sensaciones, luego me sentía liberado. No tenía destino y mucho menos con quien llegar. Al cabo de unas horas decidí detenerme en la sombra de un pequeño cerro que era lo único con lo que me había topado. Supuse que si caminaba más, encontraría a alguien o algo con quien distraer mi tiempo, hubiera sido una fortuna encontrar una mujer que me recibiera con los brazos abiertos y me cobijara en su vientre fresco. Con tan sólo imaginarlo, me excitaba y me inspiraba a seguir caminando en busca de aventura. Tomé mi morral, conté las monedas que dieron durante el acto de magia, no eran tantas, pero si lo suficiente para tomar algunas bebidas. Alguna vez había imaginado encontrar una mina de oro, pero es ese en cierto sentido, el sueño de todo vagabundo.

Mientras caminaba, empecé a sentir la soledad de mis pensamientos, a cuestionarme quién era realmente, me preguntaba sobre el futuro, me arrepentía del pasado. Sentí una vez más el deseo de regresar. Después miré al horizonte, todo era tranquilo y solitario, igual de solitario que yo. Me empezó a dar sed, no había nada a la redonda, ni una casa, ni bebida, ni una mujer. Al poco tiempo de seguir andando, encontré un río. Alguna vez escuché por rumores que en ese río vivían demonios. Nunca hice caso, sabía que no era cierto y en dado caso no me daría miedo. Me acerqué. Pocas veces veía mi reflejo, esa vez me vi. Mi cara apenas se distinguía en el agua, lo único que llegué a vislumbrar fueron mis ojos y la cuarteada que dividía mi rostro por un infortunio que me busqué al tratar de defender a una mujer. Recuerdo que aquel día me transformé en una bestia, pensaba que era invencible, pero cuando mi contrincante sacó la navaja y vi sus dientes rabiosos, traté de huir, no sin antes salvar a la mujer que se encontraba semi-desnuda en aquel callejón. La suerte no estaba de mi lado esa noche, él me atacó de una manera vulgar, me amenazó con hacerme algo mucho peor. Yo era pequeño, tenía miedo y como si fuera animal, me señaló con esta herida. El río aquietado me brindó de su agua, me invitó a refrescarme y a descubrir cosas hermosas.

En ese momento no tenía reloj, calculaba el tiempo con mirar el sol, así le hacia siempre: adivinando, haciendo magia o en algunas ocasiones preguntando. Mi vida, como he mencionado, no daba para mucho. Decidí quitarme los incómodos zapatos que ya me estaban ahorcando los pies. La tierra arenosa que se formaba alrededor del río era un tanto peculiar, me sentía atrapado y un tanto hipnotizado. Sumergí mis pies, era magia. Pensé en ella, era magia. Cerré los ojos y sentí que el sol los cobijaba, podía morir en ese instante, pero un ruido alteró mi tranquilidad. Abrí los ojos de inmediato y se escuchaba el crujir de un arbusto, pensé en un animal pequeño cuando de pronto se movió con mucha impetuosidad; entonces no podía ser tan pequeño.

Inmediatamente saqué los pies del río, me puse de cuclillas tratando de descifrar qué era lo que se movía, no veía nada. Sentí miedo y curiosidad. El sol no era tan intenso para hacer lo que sucedió a continuación. Una llama salió del arbusto, ¡sí, una llama!, ¡fuego!. Recuerdo haber dicho: —demonios, ¿pero qué es esto?—, ¿acaso estaba alucinando?, ¿yo lo había provocado? No. No había manera, no tenía ni un fósforo, nada que lo provocara. Esta llama un tanto intensa se deslizaba de manera sutil, no intentaba incendiar el arbusto ni mucho menos, pues de ahí había salido. Recordé lo del brujo, lo de las leyendas, lo de los chismes, lo de todo eso que contaban y no me importaba, pero ahí estaba en cuclillas, atónito, descifrando qué me me podría hacer aquel fuego. Se quedó quieto en un lugar donde la tierra parecía brillar de manera peculiar. Quise huir pero no pude. De pronto, la llama se extinguió así como cuando uno apaga la hornilla ¡pum! Miré alrededor para saber si alguien lo había provocado o por lo menos visto para no sentirme tan loco, pero no, no existía nada más que el sol, el río, la tierra y yo. No me acordé de los zapatos, me levanté, cambié mi posición de defensa para indagar qué era lo que estaba pasando, no tenía tiempo, el sol ya estaba en el ocaso. La tierra era cálida, mis pies un tanto fríos sintieron el contraste y a paso lento me dispuse a caminar a donde había ocurrido tal evento. Lento, muy lento. Llegué ahí. De lejos miré la tierra, no había cerillo, ni vara, ni nada, sólo tierra arenosa, el viento se tornó un tanto brusco, me quité el sombrero con temor a que se lo llevara, me agaché tratando de encontrar el misterio, no podía ser magia, era imposible. Al remover la tierra empecé a notar un brillo peculiar, un brillo que hizo vibrar mi corazón. Era dorado, brillaba, pequeño, delgado, sutil, hermoso. Tallé mis ojos como lo hacen los exploradores, para saber si no estaba soñando. Me puse de pie, miré alrededor, nada, caminé unos cuantos pasos a la derecha, tres para ser exactos, volví a inclinarme incrédulo, moví la tierra topacio, miré pequeñas laminillas doradas, sutiles, hermosas, brillantes. Entonces se apoderó de mí un nerviosismo, un frío me empezó a recorrer el cuerpo, sabía lo que era. Sí, era oro. Sí, yo lo había encontrado. Sí, era magia.

La noche estaba más cerca, pero no quería abandonar el lugar, había encontrado un tesoro. Si me alejaba, alguien más lo vería o quizá, a mi regreso, ya no lo encontraría. Decidí pasar la noche ahí sin importar el frío, ni los animales nocturnos, no me importó nada. Tenía oro en los pies y en las manos, eso era lo más valioso. No sabría describir todo lo que viví esa noche, pero fue imposible conciliar el sueño, miraba la tierra cada minuto tratando de guardarla en mis ojos, intentaba camuflarme con la noche, temí, pero tenía esperanza de sobrevivir y ver el deslumbrante amanecer que me aguardaba.

Empecé a sentir el calor en mi cara, fue inevitable quedarme dormido en un momento, soñé y no había tanta distancia entre mis sueños y la realidad. Mis manos estaban sujetando la tierra, ¡oh! ironía. Ahí seguía el oro, tuve más tiempo de inspeccionar el terreno, medía los pasos, cinco a la derecha, cuatro adelante. Calculaba. Me agachaba, removía y ahí seguía. —¿Y ahora qué hago?—, me pregunté. Pensé tomar todo, tratar de echarlo en mi morral y en cuanto llegara a la ciudad, venderlo. Por supuesto que era absurdo, me meterían a la cárcel, la policía me tenía en la mira, ¿cómo no iban a sospechar de un robo? Me maldije, maldije todos los sentimientos que ya no tenían ni un suspiro de libertad. Entonces decidí tomar un puño, el puño más grande y guardarlo en mi morral, el hambre empezó a hacer estragos y el miedo me indicó que tenía que huir…

Han pasado 30 años de ese suceso, la travesía fue muy larga, tuve que regresar de forma pausada. No revelé mi secreto en un tiempo considerable, era cauteloso, en donde vivía tenía que serlo. Ya no me dedicaba a hacer magia, la gente decía rumores sobre mí, pues vestía bien, pero no ostentoso, comía bien sin trabajar. Se rumoraba que tenía un pacto con el diablo. Nunca hice caso; pero cuando me llegaban a cuestionar: —¿Cómo le haces?— Yo sólo respondía: —Es magia. Los tiempos fueron cambiando, el oro nunca se terminaba. Tenía que hacer algo, pues no pensaba vivir así; quería vivir mejor, conocí gente, compré gente, maté gente y hasta ahora he vivido como un gran jefe, el gran jefe de los Orpaillerus.

 

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