Por Iván Dompablo
Me sabe a silencio esta noche eterna, ya no circula por mi cuello tu lengua abundante, me duele el golpe seco dentro del cerebro, las lagartijas posan sus lenguas sobre mi pecho, desentumecidos corren trenes ligeros al olvido sobre la noche enardecida sin decir te quiero, escapo de tus labios y tu cuerpo.
Hay hombres de saliva alimentándose con vainas de trigo y en esta demencia siento el martirio anhelante de la ruptura de todos mis huesos, la línea de la vida se extiende de mi mano al universo y toca tus pezones hambrientos, llueven peces amorfos, oscuros y marchitos.
Bajo el influjo del viaje sube una burbuja rota que desangra corazones, la canción de la alcoba, donde se entregan dos seres, fluye como un arroyo semen entre las flores de ceniza arrojadas al abismo, la serpiente se arrastra como dulce melodía por mis venas, penetra en mi corazón y lo muerde, escurre su veneno —a mis desiertos ojos les falta el bit—, la serpiente encuentra al lobo, lo muerde, se apodera de él, el lobo reza, le ladra a un Cristo nocturno, lo aborrece, dobla las patas, la serpiente mira a la presa, se introduce por sus fauces y hacen una especie de rito sexual inflamado de muerte; al final no quedan sino trozos de carne apestada y negra que infectan los sueños rosas de los jóvenes amantes.
La sierra eléctrica talla tus caderas de cera, cae la primera gota de sangre en el lienzo donde pintaré tu cuerpo, he tatuado sobre tu espalda una flor de lágrimas, sangre y saliva, recorro tu dermis especulando sobre tus puntos cruciales. A veces caminamos juntos mientras el eco del silencio afila el nerviosismo, gira la ruleta, pero hoy no tengo ganas de seguir bebiendo de tus adentros la vida, puedo ver que Cristo se nos muere y me rio de su privilegio, mientras, un dúo de pilotos acróbatas murciélagos devoran hambrientos palomas de san Juan, huele a rojo tu sabor de labios, es la hora de hacerte el amor y morder tu lengua hasta desangrarte para que no me mates, bailas hambrienta y desnuda en la cima de las rocas crecidas en mi espalda, te cubres con la sábana de polvo blanco que dibujó el torero, montada en el fénix vienes a decirme que se le acabó la gasolina a tu Mercedes Benz rojo, pienso en decirte ¡no me jodas con eso!, pero recuerdo tu silencio y me estrangula tu idea desquiciada de volar en autobuses, yo creo que es mejor en trenes.
Grita chillante la prostituta a un pájaro que se ha posado en su poste o farolito, por el sur viene una procesión de párrocos con sus levitas al vuelo y en pornográfica escena se enredan unos con otros bajo la nieve de limón tres equis que abandonó el niño verdulero, ahí, una foca de hielo comienza a masticarme las orejas que se hinchan como globos y se escapan hacia el infierno asombrosamente amarillo, de nuevo el aroma recurrente de tu cuello se posa en la punta de mi lengua, pienso en lo grato que pudiera ser estrangularte con ella, romperte la quijada con las muelas y allí viene otra vez la niña sonriente a tocarme la espalda cuando pienso en volarlos a todos en pedazos.
Desnudo, el silencio se entumece sobre las hojas que caen al pasto y se hunden, se me escapa tu figura y corro en busca de cinco mil deseos de abrazarte, te tomo por la cintura quebrada y encajo mis dedos en tu vientre desterrado de dolor, tú gozas con la engullición de cada uno y te revuelcas de risa en tu cabello que arde como fogata de ciudad, hay un árbol gris que me dice no te vayas, yo pienso al mirar por la ventana que hoy debería de salir a matar a cada uno de ustedes, y al tropezarme contigo pienso que sería mejor idea hacerlo después de que me inyectes tu veneno, se abre la puerta del corredor sombrío y nos llueven trozos de cristal, bailamos desnudos ante la expectación del universo entero, nos hacemos el amor y empuñamos las armas para sangrarnos las espaldas que salpican desquiciantes gotas a sus rostros asombrados, tú eres la que entra en mi extrañamente y soy yo el del grito y la mordida en tus hombros, escuchamos caer a nuestros pies las monedas de plata del cuarenta y cinco, y nos ponemos el gorro frigio en las orejas, mientras los cerdos gruñen en los templos asombrados con la idea de un paraíso.