La vida tranquila y las calles vacías en temporada de veda, contrapuesta a los días de arduo trabajo y fiesta; los hombres de manos moradas, teñidas en permanganato, que hace las veces de endurecer la piel, para protegerlas del ácido que quema al descabezar camarón; los atardeceres taciturnos y cálidos, plenos de armonía, acompasados por los sonidos cambiantes del golfo. Un puerto de pobladores humildes, pero bendecidos por el producto que el rey mar les deja; los fines de semana festivos, las vacaciones largas, los barcos que se van y los otros que regresan; todo eso y más percibí desde mis cuatro años hasta los dieciocho en que le dije adiós a Puerto Peñasco, Sonora.
Atrás quedó mi biblioteca de cuentos y las pocas novelas que pude obtener de sus dos librerías. Hubiera podido prescindir de las librerías grandes, si mi visión de un mundo abierto, por disposición de los mismos libros, no me hubiera ganado. La ciudad más cercana, hacia el norte, siguiendo las vías del ferrocarril, me abrió sus brazos. La Mexicali de calles grandes, espacios cambiantes, ciudad alargada y de un solo nivel por temor a los temblores. En sus maquiladoras, los hombres se transforman en alineadas máquinas, dispuestas para trabajar. Librerías de mayor envergadura. Calor infernal: aquí vive el diablo y por las noches se divierte en los congales de cuarta.
Me fue fácil adaptarme al ritmo, sobre todo, pienso, porque los libros habían abierto la brecha entre el mar de agua y el laberinto de asfalto. De cualquier manera, cuando sea requerido, pensé entonces, sólo trescientos cincuenta kilómetros dividen mi camino hacia la calma, ahí donde el agua salada y las gaviotas esperan mi regreso. He trabajado mucho desde mi llegada a Mexicali, y aun me quedan labores por realizar, pues la ciudad, hecha del desgaste humano, te derriba si no permaneces en su movimiento.
Conservo una caja de libros con la que regresaré a mi Puerto, cuando haya concluido mi labor acá; ha ido creciendo en el transcurso. La abundancia de prosistas se hizo inminente desde que visité la primera librería. Hubo un escritor, en especial, que me ayudó y acompañó en ese despertar de mi juventud; lo llamaré el señor Sinclair. Al señor Sinclair lo fui descubriendo y me hice adicto a sus líneas, al punto de que Mexicali me quedó chica para su descubrimiento. Dejé para futuras leídas a dos de difícil localización: Narciso y Goldmundo y El Juego de abalorios; ya llegaría el Internet y un amigo lejano, para ayudarme a conseguir éste último. Sin saberlo, requerí de ese tiempo para madurar como lector. Estaba tan seducido por la pluma del señor Sinclair, que llegué a desear, con todo mi ímpetu, que el traslado de su alma hubiera viajado diez años, desde su muerte, hasta encontrarme, en mi nacimiento.
Lo que vino a acrecentar esa idea de transmigración fue que, cierto día, de pobreza económica, de camino a la editorial donde colaboraba para una revista local, me encontré en una venta de banqueta al mismísimo escritor. Me hizo señas desde la acera contigua y crucé la calle a su encuentro. Sobre una sábana blanca se podía leer: Bajo la rueda, y una sensación extraña se apoderó de mí. Aquello era una probabilidad infinita, sobre todo porque era el único libro a la venta, entre los otros enseres de segunda mano. Pagué el correspondiente de lo que hoy sería medio dólar por el título. Al llegar a casa inicié su lectura y mi mitomanía excitada por la necesidad de ser escritor, me hizo creer que aquello que leía, eran líneas ya leídas y recordadas al momento. Y sucedió que, mientras atinaba la historia, se iba sucediendo en el libro, y así pasó, hasta concluir. Lo terminé y por mucho tiempo no dije nada al respecto. La lógica estaba de mi lado, pero era necesario esperar para sostener tal teoría. Me imaginaba entonces en la portada de una revista señalando: el escritor Gordiano Tauro, en realidad es el señor Sinclair.
En uno de mis viajes a Puerto Peñasco, tuve un reencuentro con mi vieja biblioteca. Ahí me esperaban los libros empolvados, los cuentos, los diccionarios y una que otra novela que había logrado sobrevivir a mis sobrinos. Uno de ellos me llamó la atención, tenía la pasta dura y sus hojas, ahora desecadas, quebraban en mis nueve dedos y medio. Era Bajo la rueda del señor Sinclair. La teoría de la trasmigración se vino a bajo; lo había leído por primera vez en el Puerto y olvidado en el largo camino. Los desplegados podían esperar por otro titular, el de ser escritor a secas, si es que eso ocurriera.
Al tiempo regresó el señor Sinclair y no fue lo que esperaba. Narciso y Goldmundo difícilmente me motivo a leerlo y a duras penas pude terminarlo; quizás estaba resentido, pues no me vi reflejado y no pude generar el éxtasis de otros escritos. ¿Pasaría lo mismo si hubiera releído entonces a mi preferido El lobo estepario? Al señor Sinclair lo encontré de nuevo en una biblioteca pública, en una edición vieja de El Juego de abalorios. Esta vez lo inicié con gran ánimo, y dejándolo sobre el burro de los libros, prometí continuar al día siguiente con su lectura, pero ya no lo encontré. Lo busqué en el sitio designado por su orden, en las mesas de devoluciones, en los libros ausentes por préstamo y en todo resquicio de la biblioteca; había desaparecido así nomás. Eso exaltó en mí, el interés de una reunión más personal, ya que ahora jugábamos a dejarnos y a encontrarnos.
El anhelado reencuentro con El juego de abalorios se dio entonces de una manera distinta; esta vez vino volando desde el antes llamado Distrito Federal, junto a una selección de libros que un amigo me hizo el favor de enviar. Admito que fui mezquino con su presencia. Inicié la lectura de sus acompañantes y sólo cuando iba a más de la mitad de ellos, me decidí a abrirlo. De nuevo no sentí el impulso de atracción, su grado de ficción me ahogaba y sólo por terminarlo, me obligué a leerlo. Tenía sus momentos agradables y luego caía. En ese estira y afloja procuraba a atinar su continuidad, pero el único vínculo que encontraba era que yo, ahora, estaba escribiendo una novela que tenía que ver con la música. Apurado, y con las esperanzas perdidas, llegué al capítulo nueve, con doscientos cincuenta y siete hojas detrás. Entonces tuve que pausar la lectura, pues mi piel comenzó a erizarse. Era un capítulo magistral. Todo ese tiempo, el señor Sinclair hizo que la conjunción de dos polos se mantuviera oculta y, en ese preciso momento, cuando uno, el orden y el otro, caos, se unieron, fue como un beso ajustado a un milímetro de separación entre bocas; pero no sólo eso, sino que saliendo de mi estado insular, noté que había sido un trato que definía a toda su literatura. Ese punto hessiano denota la constante de su equilibrio. Al señor Sinclair se le precisa leer pausado y pensante de lo que ofrece, no con el arrebato que la modernidad que una ciudad en apuros solicita; es necesario encontrarse en su maravilla de letra. Era yo quien había fallado en su lectura, entonces lo entendí.
En esa capacidad de su mente, de desdoblar la espiritualidad en sus polos, vi a Plinio Designori y Josef Knecht, a Max Demian y Emil Sinclair, también los fueron Narciso y Goldmundo (ahora tenía sentido), Siddhartha y su búsqueda; eran todos los personajes sustraídos; era la unidad y la humanidad en conjunto, una ola donde cualquiera que la obtuviera podría sentir su transmigrar a otro nivel. Ahí estaban, también, Harry Haller del brazo de su lobo y no se temían, mas aún se complementaban, y yo no me di cuenta por qué el genio quiso abducirnos con sus letras; a mí y a la humanidad. Aun ahora, cuando lo pienso, ese número nueve de los capítulos, me estremece.
Después de haberlo reencontrado, creo atinar, sin temor a equivocarme, que el señor Sinclair dejó un espacio para que alguien continuara, después de su muerte, la búsqueda de la espiritualidad fértil. En el Juego de abalorios, después del éxtasis viene la calma; en esa calma encontré algo que si no fuera porque soy un lector mitómano creería que es un llamado a mi persona nuevamente. Casi al final del libro hay un personaje, hijo de Plinio, al que Josef va a educar; lleva por nombre Tito, a secas. Tito, así como soy conocido en Puerto Peñasco. Bien pudiera ser yo al lado de mi maestro el señor Sinclair, acatando las órdenes de seguir en la búsqueda del escritor que necesite emulsionar con su alma para permanecer en el caudal de las letras.
Aún no termino la lectura de El Juego de abalorios, dejé de leerlo en octubre del año 2004, pero creo adivinar en qué terminan sus líneas. Tampoco quisiera hacerlo, pues a mi dualidad Hombre-Autómata le quedan horas de trabajo, en la gran urbe. Pretendo terminarlo en Puerto Peñasco, si mi dios Hefesto me lo permite, cuando concluya mi hora de labor. Para entonces regresaré a mi Puerto, me bañaré en sus aguas y quitaré mi olor ferrugiento. Ya sin el peso del asfalto, levantaré mi cabeza para observar el vuelo de las gaviotas que celebran mi llegada, y comenzaré a escribir en mi castillo de arena. Pretendo una vida tranquila, de manos pintadas en tinta azul, esperando, en los atardeceres taciturnos, la llegada en el todo de mi mentor y amigo, el señor Sinclair.
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IMAGEN
Caravaggio en femenino >> Artemisa Gentileschi (1593-1654)
Héctor Vargas, Héctor Manuel Vargas Núñez nació en Benjamín Hill, Sonora, el 16 de julio de 1972. A la edad de cuatro años, después de desordenar los tipos de una regla de composición de una imprenta mecánica, fue llevado a Puerto Peñasco, Sonora. A los diecisiete años, en un viaje en un barco camaronero, después de un intenso día de labores, decidió por las letras que lo aproximaran a explicar lo que vivía. Escritor intuitivo, inició a colaborar, a finales de los noventa, en la sección de música de la revista Ahí Tv’s. Debido a la apertura que otorga internet fue publicado, a principios del dos mil, en la página Ficticia.com. En la actualidad colabora, desde septiembre del 2015, en la revista digital Sombra del Aire, con los seudónimos de Equum Domitor y Eleuterio Buenrostro.