Por Víctor Hugo Pedraza
Contar esto me da un poco de vergüenza, pero sólo un poco, al final sigo siendo el mismo cínico de siempre. Bien dicen que las personas nunca cambian. Pero bueno, esto no pretende ser una declaración psicológica —¿aún se sigue escribiendo con /p/ esa palabra?— o parte de un ensayo terapéutico para callar esas otras voces en mi cabeza. Tampoco es parte de una justificación y mucho menos busco el auxilio de un alma caritativa, claro, no me negaría a la compañía de alguien.
¡Ah!
¡Tal vez esa sea la respuesta a este extraño hábito!
¿La compañía de alguien?
Suena bien y hasta da categoría. Entro al grupo de los corazones rotosysolitarios, también en el de los de varoysinamigos o en los sabelotodoegocentricosantisociales. Pero, pensándolo bien, ese tampoco es el camino, porque solo o acompañado me da lo mismo.
¿Será económico?
Una ocasión fue esa la causa. Entré ahí porque no tenía dinero para comprarlo. Caminaba ya noche, eran como las once y me moría por él. Metí la mano a la bolsa del pantalón, encontré unas monedas, las conté y para mi desgracia no me alcanzaba. Era injusto, no en realidad. Siempre guardaba para el último al final de la quincena, esa ocasión no sé qué pasó, creo que se me atravesó un libro. En fin, me moría de las ganas. De pronto, como un oasis —no es comercial, no tiene que ver con esas tiendas que venden pura chatarra—, un anuncio con luces neón, azules y blancas, formando la repetición de letras más hermosas: el doble A de 24 horas.
Mi mente comenzó a carburar. Ése era el lugar donde podría conseguirlo y lo mejor es que era gratis. Entré con toda seguridad. Subí las escaleras al primer piso, luego de pasar una puerta pequeña y maltratada a mi izquierda, un don, delgado, casi cadavérico me dio la bienvenida. Agradeció que estuviera ahí, que hubiera dado el paso decisivo para cambiar mi vida. Me recetó un gran abrazo, efusivo. Después dándome el paso me señaló la mesa donde estaba lo que buscaba. Sin más, me acerqué y lo tomé. Caminé al fondo del lugar, después de cuatro filas de sillas y casi de frente a la tribuna, donde un tipo decía algo, me senté.
Caliente, entre mis manos, lo acerqué a mi boca. Mis labios vibraron a su paso. Éste fue fulminante, cada parte de mi cuerpo se desbordó en el placer, era el clímax, la iluminación. Me desconecté.
Como todo en este mundo lo que empieza debe terminar y este momento no era la excepción. Regresé a la Tierra. Me levanté de la silla. Alguien en la tribuna decía algo. Caminé a la puerta y salí de la mano de una gran sonrisa. Lo repetí tantas veces como pude, sin importar que trajese dinero. Claro, era versátil, pasé por todos los AA de la colonia y algunos de las calles aledañas. El problema fue cuando se acabaron los lugares y repetí uno. El don cadavérico me reconoció y me preguntó por el día en que iba a compartir. Si traía dinero para la coperacha, pero él no se refería a eso. Se trataba del cuándo me subiría a la tribuna para hablar.
¡Chale!
Hasta ahí llegó nuestro romance.
Regresé a los hábitos comunes: pagar por él, buscar la mejor calidad, que estuviera caliente, algún encuentro con una desconocida para platicar de hijos, carreras truncas, esposos infieles, novelas en la televisión, fútbol, la tendencia otoño-invierno, proyectos que no pasarán de ahí, no por falta de entusiasmo, sino, por falta de trabajo. Terminé con la cara embarrada de tristeza y aburrición. Necesitaba tenerlo otra vez, como en aquellos tiempos mozos del AA. Ese tórrido romance de primera vez, pero… no podía regresar, la relación ya era imposible, quedamos como amigos.
A la vuelta de una semana, el papá de un amigo murió. Como es la costumbre fui al velorio. Llegué solo. Al entrar a la casa donde estaba el cuerpo miré a un montón de gente que no conocía. Todos vestían de negro, algunos lloraban, otros platicaban anécdotas con el difunto. A mi cuate no lo vi, seguro estaba con su familia. No hice por buscarlo. Seguí observando a la gente, sus gestos, sus movimientos.
De pronto, cuando la noche hacía su mejor presentación, lo miré ahí, todo tierno sobre una mesa. Me decía “tómame, estoy caliente”. Sin pensarlo me acerqué, de pies a cabeza temblé, era un sueño mágico-musical. Sólo estaba esperándome. Una vez más el éxtasis: ¡el amor es real! Recordé mi primera vez, pero está la superaba. Juré no separarnos otra vez y lo he cumplido cabal. No falté a ningún velorio alrededor de mi casa. Después amplié el rango: mi colonia, otras colonias. Fue desgastante, pero valía la pena. En poco tiempo ubiqué las funerarias para llevar una agenda más completa, no falté a ningún velorio, rosario y levantada de cruz. Agarré tanto callo que hasta pude representar la cara de doliente con el más profundo pésame.
¡Todo por él!
A la fecha sigo con este hábito. No creo que sea malo, no lastimo a nadie. Llego con todo el respeto que los deudos merecen, bueno, el ramo de flores o a veces hasta una pequeña corona llevo, según el lugar. Ya es mucho vivir la pena de perder a un ser querido, como para que yo llegue preguntando dónde puedo servirme café.
P. D.: Tampoco es económico.