Ahí, sentado en el tinieblar, mesándose las barbas con los dedos de la mano derecha y ante su amigo Vicente, Horacio miraba hasta el infinito; pareciera que las baldosas del piso del hospital fueran completamente translúcidas y pudiera contemplar a la perfección lo que sucedía debajo de ellas, en el piso inferior o, tal vez, más lejos; incluso, pareciera que el planeta entero fuese un globo de cristal y tuviera el poder de observar a los que caminaban sobre el contorno opuesto de la esfera.
Vicente en verdad pensó, por un breve momento, que Horacio posaba sus tibios ojos tristes en algo tangible, así que desde su extremo de la habitación movió con mucha dificultad su ‘cuasimodo’ cuerpo para poder apuntar sus ojos hasta donde los de Horacio caían, pero nada, sólo el suelo y nada más.
Cuando Vicente se incorporó de nuevo para contemplar el rostro de su amigo, entre las penumbras pudo apreciar que aún llevaba los cabellos mojados por la caminata que acababa de dar apenas un par de horas atrás, Horacio se percató de ello y dejó brotar de entre sus barbas una sonrisa tibia para su ‘paquidermo’ amigo. Era un jueves veraniego de febrero, casi viernes, ya daban las once de la noche y aún llovía.
De los flacos y alargados dedos de la mano izquierda de Horacio colgaba un vaso rebosante de cianuro. Los pasillos del Clínicas estaban vacíos y silenciosos salvo por el quejido ocasional de algún paciente arrebatado por el dolor. El hombre estaba por morir la última de sus muertes; la última y definitiva, pensó. Se arrellanó más profundo en su sillón y reflexionó sobre la larga corretiza que la parca dama le había puesto a lo largo de todo el claroscuro de su vida.
Su primera muerte, la más chiquita de todas, fue cuando tenía apenas dos meses de vida; su padre, don Prudencio, regresando de una expedición de caza y frente a los ojos del pequeño e inocente Horacio, desembarcaba distraídamente de la lancha que los llevó de vuelta a casa y el guardamontes del arma se enganchó en la cornamusa de la embarcación. El vicecónsul, ingenuamente haló desde el cañón con insistencia, tratando de desatascar la escopeta de la lancha; en uno de esos intentos el gatillo colapsó y detonó en el rostro de Prudencio, volándole la cabeza y provocándole una muerte instantánea ante los ojos de doña Pastora que, sin haber descendido del bote, llevaba a su pequeño hijo Horacio entre sus brazos. Seguramente el pequeño no podría acordarse nunca de lo que sucedió aquella tarde, pero en esa ocasión murió un poco al colársele por primera vez la tragedia en sus dulces ojos infantes. Años más tarde pudo enterarse por oídas de la muerte de su padre.
En ausencia de su padre, el pequeño Horacio, encontró especial cariño y comprensión en don Ascencio Barcos, un honroso pretendiente de doña Pastora, quien a la postre se convertiría en su padrastro. Horacio le amó como a su mismo padre.
Sin embargo, la muerte parecía acechar a todo aquel a quien Horacio tomara cariño y, cuando el joven cumplía apenas la mayoría de edad, su padrastro sufre un devastador derrame cerebral que lo deja paralizado; atribulado y desesperado por su imposibilidad de hablar y su tremenda disminución motriz, Ascencio elucubra su suicidio. Con hartos esfuerzos alcanza su escopeta, coloca el cañón justo en su rostro, el dedo gordo del único pie que aún podía mover lentamente empujó el gatillo hasta que el arma disparó en el cráneo. Ante el horrísono del disparo, acude de inmediato el joven Horacio a la habitación del enfermo que estaba a su cuidado. Nunca fue capaz de borrar de su memoria la dantesca imagen de su padrastro destrozado. Esa fue segunda muerte, la más cruda que tuvo que soportar.
Años más tarde, en 1901, a los 22 años, sufre sus terceras muertes en perjuicio de sus dos hermanos mayores, Prudencio y Pastora, quienes atormentados por la tifoidea mueren de fiebre ante la impotencia amarga de su hermano menor. No había pasado ni un año desde su más reciente tragedia fúnebre cuando el joven fue empujado a experimentar otra tragedia aún más violenta manchando de sangre sus propias manos.
La cuarta muerte le visitó un miércoles de 1902, recordaba Horacio; porque los miércoles siempre iba a almorzar al Hotel del Comercio con Federico Ferrando, su mejor amigo de la juventud. Federico habría de batirse en un duelo de honor días después tras haber exigido una satisfacción a un periodista que lo había calumniado en un artículo editado por una gaceta de la localidad.
Federico le mostraba a Horacio el arma que había elegido para batirse, Horacio la tomó en sus manos y la escudriñaba con atención cuando de un momento a otro miró a su amigo tirado en la cama tras escapársele un tiro que en pocos minutos lo desangró hasta la muerte. Horacio pasó amargas noches en la cárcel hasta que la comisaría determinó que todo había sido un infortunio. La pena más grande se debatía entre haber asesinado a su mejor amigo o haberle impedido limpiar su honor.
La muerte más larga llegó en un otrora verano de 1915, tenía treintaiún años, estaba desposado con Ana y ya era padre por segunda ocasión: en su obcecada fascinación por la selva de Misiones, lleva a su familia a enfrentar intemperantes y muy precarias condiciones de vida al llevarlos a vivir a ese lugar, Ana, abatida entre la frustración que esto le producía y la terrible nostalgia que sentía por su antigua vida, confortable y citadina en Buenos Aires, es conducida a una inexorable depresión; un día tras una agria discusión con Horacio, intenta suicidarse con un escopetazo en la cabeza, pero ante los funestos episodios que Horacio hubo enfrentado en el pasado, él por fortuna mantenía el arma descargada; al pasar los días el encono entre los esposos se acrecentaba y se tornaba más adusto; la desesperación de Ana ya no pudo encontrar límites que contuvieran sus afanes autodestructivos y termina desbordándose con la más larga de las agonías al morir una semana después de haberse envenenado ella misma con un líquido limpiador. Las incontables y terribles muertes en la vida de Horacio lo llevan a pisar el umbral de la locura.
La última y definitiva, volvió a pensar Horacio ante los ojos expectantes e inquisitivos de Vicente, su fiel amigo y deforme cuidador. La última, murmuraba mientras con el índice de su mano izquierda acariciaba el filo del vaso que le había conseguido Vicente y que según él, pondría un necesario final a esta terrible y letal persecución; días atrás los médicos del Clínicas le habían diagnosticado una hipertrofia prostática; los análisis subsecuentes le descubrieron que padecía un cáncer que le carcomía por dentro, incurable e irremisible que ya había alcanzado hasta su cavidad estomacal.
Horacio ya no estaba dispuesto a tolerar tantísimo sufrimiento, había un terrible remordimiento interior que le susurraba muy bajito que él era el origen de todas las tragedias que le perseguían a él y a los suyos y, en un afán de privar a sus hijos de más dolor, empujó el vaso de cianuro hasta sus labios, ante un sobresalto reprimido de su monstruoso amigo, apuró el líquido entre sus labios y pudo sentir un rancio sabor almendrado en su lengua antes de que un áspid de alfileres le penetraran las amígdalas haciéndole retorcer de dolor. Horacio no murió aquella madrugada de febrero, él ya estaba lo bastante muerto para respirar, había dejado tanta vida en cada una de sus muerte previas, y como buen escritor, aquella noche no hizo más que poner lo que el creería que sería el punto final a sus tragedias.
Ahí, en el piso del Hospital Clínicas, un caluroso viernes 19 de febrero de 1937, se presentó la última muerte que Horacio Quiroga conoció, sin embargo no la última de una cadena fatídica e interminable a las que estaba sujeto el escritor; casi exactamente un año después de su deceso, su amigo y mentor literario, Leopoldo Lugones le alcanzó en el más allá de un aparente tropezón, sin embargo su muerte quedó envuelta en las sospechas de un suicidio producido por una mal curada pena de amor. Pocos días después, también en ese verano del treinta y ocho, su hija mayor, Eglé Quiroga, a los veintisiete años de edad decide arrancarse la vida como si el suicidio brotara de entre sus genes y de su irremontable depresión.
Pocos meses después, una primaveral madrugada de octubre, su alguna vez irreconcilliable amante y confidente literaria, la escritora, Alfonsina Storni, inspirada por el entrañabilísimo gesto valeroso de Horacio, se suicida arrojándose desde un risco al mar del plata, tras insoportables meses de asedio producidos por el cáncer de mama que padeció.
En apariencia, el último eslabón del sino siniestro de Horacio Quiroga corresponde Darío, su hijo menor, e igualmente de oficio escritor, quien al igual que su padre y que su hermana decide suicidarse un verano pero del año 1952. Horacio, que quien como un rey Midas de la muerte, parecía llevarse al más allá a todo aquel a quien tocó, dejó en sus cuentos de amor, de locura y de muerte el retrato más fidedigno de la tragedia humana, y nadie más licenciado para retratarla que un hombre como Horacio, de quién hasta la muerte se prendó.
A Horacio Quiroga
Morir como tú, Horacio, en tus cabales,
y así como siempre en tus cuentos, no está mal;
un rayo a tiempo y se acabó la feria …
Allá dirán.
No se vive en la selva impunemente,
ni cara al Paraná.
Bien por tu mano firme, gran Horacio …
Allá dirán.
“No hiere cada hora –queda escrito-,
nos mata la final.”
Unos minutos menos … ¿quién te acusa?
Allá dirán.
Más pudre el miedo, Horacio que la muerte
que a las espaldas va.
Bebiste bien, que luego sonreías …
Allá dirán.
Sé que la mano obrera te estrecharon,
mas no si Alguno o simplemente Pan,
que no es de fuertes renegar su obra …
(Más que tú mismo es fuerte quien dirá.)
Alfonsina Storni, Poesías Completas, Soc. Editora Latino Americana, Bs. As., 1968.
http://isparm.edu.ar/bibliotecavirtual/autordelmes/alfonsina/horacioquiroga.htm
Obras consultadas
Boule-Christauflour, A. “Horacio Quiroga cuenta su propia vida”, en Bulletin Hispanique, volumen 77 número 1, 1975. Pp.74-106.
Sotelo Vázquez, Juan José. Estudios Literarios. Libros en red. 2006.
https://www.escritores.org/biografias/247-horacio-quiroga
http://elblogdebuhogris.blogspot.mx/2008/04/almendritas-en-la-cmara-de-gas.html
http://www.letraslibres.com/blogs/serial/las-manifestaciones-del-horror-la-guarida-de-la-bestia
http://www.elortiba.org/hquiroga.html
http://chacochis.blogspot.mx/2011/06/por-william-ordonez-ruiz-el-31-de.html
http://lenguaeempalibertad.blogspot.mx/2009/06/quiroga-horacio-la-deriva.html
http://www.megustaleer.com/fragmentos/12657/Text/015_capitulo.xhtml
1 comentario
Buen texto. Fluido, documentado, pero sobre todo ameno y veraz. Felicidades.