Por Roberto Marav
Existen dos o tres clases de vórtices, al menos, en lo que cabe en mi memoria. Pero por ahora, sólo me ocuparé de uno: el vórtice intransitable.
Se trata pues del tipo en el cual la espera es inconsciente e irreparable; sin embargo, esta espera no es infructuosa:
Al llegar a él, o mejor dicho, al hallarse en el centro de su gravitación, la única vista posible —o alusión que uno pueda referir— es la de verse a uno mismo alineado con el eje de su rotación. Paralelamente a este hecho he descubierto recientemente en un libro de consejos que, en caso de verse asechado por un huracán, lo mejor que uno puede hacer, al verse envuelto por uno de éstos extraños casos —algunos prefieren llamarlo “un problemón”—, es el de dejarse llevar a la orilla de su origen.
La técnica de realización para salir airoso de esta empresa, consiste en visualizarse cabeza abajo, a espaldas de una cascada (de agua, imágenes, palabras, lo que usted prefiera); esto, claro está, con los ojos debidamente preparados para tal ejecución de acrobacia, sin mover una sola pestaña. Movimiento siguiente, será el de separar la cabeza del torso del cuerpo (literalmente) y luego, desprenderse de la parte interior de la cavidad torácica. Todo esto, para lograr un efecto casi increíble, desde el cual uno se pueda asir y retornar hacia la tranquilidad de la continuidad.
Una vez involucrado en el cauce de la devastación externa, lo único posible es ser uno con el vórtice. A la levedad de éste entendimiento, uno puede sentir los pensamientos arremolinados desde el ápice del cabello hasta el desgaste de los pies. A veces se cree que uno deja de percibir las cosas a como se hacía con anterioridad, con el cuerpo materializado. A pesar del inminente efecto de disentimiento (que está por demás elucidar aquí), las causas por las que uno escucha, ve y siente con la misma agudeza con que se contaba a priori de la metamorfosis —digámosle así por no saber hacer mejor distinción—, son las mismas causantes del momento en el cual la razón parece asentarse a la mitad del giro interminable del remolino, parecido al agua que habita posada debajo de nuestro momento de más cavilación en los minutos que dedicamos a desechar los residuos inservibles de nuestras acciones cotidianas. No se crea por esto que el cambio radical por el que uno atraviesa es producto de la ficción imaginaria de la mente, no. Todo lo contrario.
Si usted ha llegado hasta aquí, se habrá dado cuenta que esta narración ha sido un embuste para hacerle perder un momento más de su tiempo. Pero espere, si ya lo perdió, piérdalo por completo. La última utilidad que pudiera tener esta farsa, si es que la hay, es la de dejarnos convencidos de que ni la lectura, ni las ideas, ni la fe (la pulcra) o cualquier otra charada del lenguaje podrá persuadirnos de que dejemos de seguirnos inventando cuentos para superponer nuestra razón al vértigo que nos causa el poner un ápice de nuestra facultad de acción en someternos a las fuerzas del movimiento circular impetuoso a lo que parece ser la realidad.
Ahora sí, siéntase con la libertad de arrojar este desperdicio en el remolino del caño y apreciar el movimiento del vórtice por el cual se le ha ido una parte valiosísima de su vida.