EL SANITARIO

por Nidya Areli Díaz

Por César Abraham Vega

Ya llevaba más de dos horas bebiendo cerveza en ese lugar, sentía las mejillas todas embotadas y hormigueantes, le di el último sorbo a la botella y me levanté a orinar, pero al llegar al sanitario una enorme fila de muchachos y muchachas me fastidió el asunto, un solo servicio para toda la banda del bar era una verdadera manchadez.

El sanitarioMe orinaba y no podía más que esperar, sentía que el Nilo entero y el río Bravo y el Amazonas y el Usumacinta con todo y sus faunas marinas me brotaban de la maldita vejiga y no podía más que esperar.

Había unos cincuenta cabrones delante de mí y más de la mitad eran mujeres, si tan sólo todos hubieran sido machines no habría habido ningún pex, pero había muchas morras, y no quiero ser un cretino pero tú sabes que las morras tardan mucho más en mear. ¡Puts! Me estaba meando y no podía más que esperar.

Neto, ya no aguantaba más y aún así me aguanté un buen, como los machos, y trataba de pensar en otras cosas como en los zapatos que usaba la banda que estaba ahí formada, pero ni resultó y mejor me puse a cantar las rolas que tocaba la rocola del lugar, aunque en realidad tan sólo tarareaba porque ya sabes, es bien difícil concentrarse así. No inventes ¿Mi agüita amarilla? Y dije ¿Neto? La pinche agüita amarilla empezó a sonar, no chingues, tenía que distraerme a lo cañón, habían pasado como cinco minutos y la mugre fila sólo había avanzado tres lugares; ya habían pasado dos vatos y una chava, así que saqué cálculos: tres valedores, menos 50 de los que había en la fila, más uno que era yo, quedaban 48; cinco minutos entre tres gentes daba como de a uno punto seis minutos el tiempo efectivo de meada por cabeza; bueno, más o menos en promedio, entonces 1.6 por los 47 compas que hay antes de mí, arroja una cantidad aproximada de… setenta y cinco… sí… simón… apoco así iba la cuenta, ¡75 minutos! No inventes, tenía que aguantar la meada más de una maldita hora, y eso si a ningún culero se le ocurría meterse a cagar o a hacerse una chaqueta… ¡Puts! ¡No mams! Neto me estaba meando, así haciéndola de héroe, no podía aguantarme más de diez minutos y no podía más que esperar.

Nel, contar era una mala idea, tenía que hacer algo más efectivo, algo que me sacara de la chiluca las ganas que traía de mear, así que pensé ¿por qué no? Voy a ligarme unas morras, no era mala idea, ¿por qué no hacer la espera divertida? Mientras esperaba la hora de la meada podía tirar rostro, igual y al acabar todo el show salía del lugar con dos o tres teléfonos de algunas chamacas. Así que puse manos a la obra, en realidad las manos no, porque las manos las tenía un poco ocupadas apretándome la verga para aguantar más, bueno, pero podía echar mano de todo lo demás, así que le parlé a una morrita ojiverde bastante chula que estaba tres lugares delante, pero no respondía a mis piropos, sólo me miraba largamente y con un gesto compungido. ¡Me lleva! Mala elección, así que preferí cambiar mis horizontes y mirando hacia atrás le sonreí bonito a una chaparrita pechugona de piel muy morena, pero al parecer sólo conseguí hacerla llorar. ¡Caramba! Una flaquita de chinitos se dio cuenta y miraba sorprendida, y aproveché a lanzarle un besito soplado, y funcionó de inmediato porque le arranqué una risita, pero de pronto hizo un gesto de sorpresa y susto, como si se le hubiera escapado algo de sus adentros, y su semblante amable cambió de inmediato por uno enfurecido y reprochante.

En realidad todo fue un cruel desastre, y cada segundo que pasaba sentía que mi vejiga crecía dentro de mí como si fuera un diminuto puercoespín que clavaba sus espinas en los tejidos circundantes con sólo respirar. Al menos el gordito que estaba justo delante mío se veía más tronado; bueno, a huevo que pasaría antes que yo al sanitario, pero una cosa era segura, la estaba sufriendo más que yo. Estaba sudoroso, se quitaba y se ponía los lentes con rotunda desesperación, se mordía el labio de abajo con muchísima ansiedad hasta que logró hacerlo sangrar, bailaba en su sitio sin dejar de apretar los muslos y soltar gemidos tenues como de un cachorro atormentado. De vez en vez se doblaba sobre su cintura y en cuclillas apoyaba ambas palmas en el piso y profería una maldición. Minutos después se soltó a llorar.

Esto no puede estar pasando, pensé, y mientras lo tomaba del hombro, le pedí al gordito que me reservara mi lugar un momento mientras regresaba; estaba decidido, tenía que entrar a mear a como diera lugar, costara lo que me costara. Así que al salirme de la fila me dirigí hacía la chica que la encabezaba en ese momento y le dije que si me vendía su lugar, le ofrecí cincuenta varos de entrada y aunque su rostro estaba lleno de lágrimas de sufrimiento, se rió muy divertida cuando le planteé mi oferta, se negó la muy bruja, y entonces dupliqué mi oferta, cuadrupliqué, quintupliqué, sextupliqué, le terminé ofreciendo todo lo que traía: novecientos pesos, mis tarjetas de crédito, mis tenis, y hasta una tarjeta del metro, pero la muy maldita siempre se negó, lo intenté con el segundo en la fila, con la tercera, con el cuarto, con los que seguían y ninguno aceptó.

Ya ni enojarse era bueno, tenía que reservar mis energías para retener toda esa orina en mi interior, y regresé cabizbajo y caminando hasta mi lugar, todo rengo, con los muslos apretados; pero cuando regresé los que me sucedían en la fila me impidieron como perros rabiosos que retomara mi lugar, ¡vaya grado de violencia!, ¡pinches locos, casi me matan! Me vino a la cabeza el estribillo de una cancioncita muy ad hoc… “quien iba a pensar, quien iba a pensar, que por una meada lo iban a matar”… Pero en fin, yo no podía ir al final de la fila y reiniciar toda esa espera, juro que iba a estallar.

Así, decidí regresar al principio de la fila con toda mi indignación y con toda la prisa con que mis piernas constreñidas me permitían avanzar, y ofrecerle al primer o primera valiente que aceptara canjearme su turno por todas las posesiones que traía en ese momento incluido mi automóvil, pero nadie, nadie aceptó… me estaba meando y no podía más que esperar.

Regresé tan triste hasta el final de la fila, ya no los conté, pero habría como unos setenta cabrones formados antes que yo. No sé cuánto tiempo había pasado, ni me importaba calcular cuánto tiempo faltaba para pasar yo. Con total destreza y a través de la bolsa de mi pantalón atenazaba con los dedos el extremo de mi prepucio para contener la orina y evitar que llegara al exterior, cuando los dedos se me entumecían, con una pericia de cirujano, lograba hacer el cambio de mano apenas derramando unas pocas gotas en el pantalón. Ya era noche y me empezó a calar el cansancio, el dolor de vientre, de piernas, de cabeza y de dedos, pero todo empeoró cuando por el esfuerzo tan extenuante de no orinarme, el sueño me asaltó. Ya algunos reposaban sobre el piso mientras esperaban su turno, y cuando la fila avanzaba se arrastraban por el suelo para economizar energías, algunos cabeceaban de sueño y despertaban súbitamente y se retorcían como epilépticos para retomar el control de sus esfínteres. Yo preferí quedarme de pie, pero a veces cerraba un poquito los ojos por el maldito cansancio lo suficiente como para dormir unos microsegundos y despertar a tiempo antes de aflojar los músculos necesarios que permitían mi contención.

Así pasé toda la noche y por fin amaneció, ya sólo faltaban como cincuenta weyes, tenía tanta hambre, tenía tanto frío, tenía la mirada turbia y un dolor insoportable en el vientre pero sentí, muy dentro de mí, nacer una pequeña dicha por acercarme al sanitario, estaba yo seguro que al final de ese día habría logrado orinar. ¡Sí, señor!

De repente la chica de enfrente comenzó a llorar con mucho sentimiento, y sin saber por qué, tal vez por empatía, sentí una leve obligación de consolarla, así que me acerqué a ella y la rodeé con mi brazo y con la voz más amable que pude articular sin que sonara a pujido, le dije: ya, ya, chica, no estés triste, somos muchos en la misma situación, ya merito pasas, ya te faltan como cuarenta ¡échale ganas! No llores por favor.

 Ella me miro con un desprecio horrible, se diría que con asco, y me respondió con un gemido gutural y casi carrasposo: no seas imbécil, si estoy llorando no es porque sí, ya no aguanto, voy a explotar, pero no lloro porque esté triste, pendejo, lloro porque quiero deshidratarme, ya no soporto una gota más de fluido en mi interior.

De pronto entendí todo, por eso todo mundo lloraba; bueno, no es que no fuera lo bastante malo no poder orinar cuando uno quiere, pero la tristeza no tenía cabida en ese sitio, no podíamos darnos ese lujo, el llanto era un breve alivio en ese infinito padecer. Y por primera vez en mucho tiempo, incluso muchísimo tiempo antes de haberme formado en esa puta fila para el sanitario, lloré yo, lloré con toda mi capacidad y desconsuelo hasta que ni una sola lágrima más me brotó, luego escupí hasta que la boca se me secó por completo, sin embargo, estando deshidratado no me sentí mucho mejor.

Faltaban veinte vatos, me temblaban las rodillas, ya casi no veía, el vientre me hervía, creo que ya hasta alucinaba, la vida dejó de importarme y mientras estaba yo tirado en el piso, esperando mi turno, jugando con una cucaracha, el gordito que estaba antes de mí en la primera formada, gritó de manera horrible, se sacó los ojos de desesperación, cayó de un sopapo seco al piso, convulsionó, le brotó una espuma verde de su boca y, estando ya inmóvil en el suelo, una mancha de sangre y orina humedeció lo blanco de su pantalón.

Un mesero se acercó al caído, se agachó con ligereza y, sin soltar la charola en la que reposaban unas chelas espumantes, con la otra mano le tomo el pulso en la muñeca y en el pescuezo y con una voz deferente nos dijo: la vejiga le explotó.

Yo esperaba que por el alboroto algún carnal abandonara la fila, pero nadie se movió. Me levanté sin dejar de apretarme el pito y me salí rengueando buscando un árbol, un poste, una esquinita donde fuera, para mear como lo manda Dios.

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