Por César Abraham Vega
Inspirado en la pintura de Heinrich
Lossow intitulada El Pecado.
Basada en el Liber Notarum,
diario íntimo de Johann Burchard.
Un día de setiembre del año del señor de mil quinientos uno, recuerdo bien que Alphonse entró en la crujía llevando consigo una carta, se acercó reverentemente y me alargó el documento y musitando me dijo que provenía del vaticano. Mi corazón retozó en mis adentros embargado de un contento rotundo, apenas tuve la epístola entre mis dedos trémulos pude ver el sello papal impreso arrobadoramente en la parafina escarlata; coloqué el sobre de papel rubio sobre el tocadorcillo de mi celda, me puse con mucha impaciencia mis antiparras y abrí con poca discreción la esquela rompiendo el papel con mis uñas largas. No puedo describir el desengaño que me produjo darme cuenta que la firma impresa en ese pliego no era la de vuestra santidad Alejandro VI, pues venía en cambio, rubricada por su hijo, el Cardenal Borgia.
En la víspera de la noche de brujas, justo al anochecer de aquel domingo frío y nebuloso, Alphonse me llevó en coche al sitió donde el Cardenal y el Papa me habían requerido en aquella carta. Apenas puse un pié en el estribo del coche, me cubrí el rostro y la cabeza con el ropón que llevaba puesto, era menester guardar completa secrecía, era imprescindible seguir paso a paso y con minucia los edictos proclamados por el Cardenal en aquella invitación. Bajé del coche y escuché los jadeos desaforados de los caballos, le ordené con voz queda a Alphonse que les buscara agua y heno y que él se procurara unas buenas pintas de cerveza, y que volviera antes de rayar el sol para regresar al claustro antes de que nadie echara en falta mi presencia. Alphonse asintió y sin pausa alguna se esfumó.
Tiré de los aldabones del portón y me recibió un paje finamente vestido, me condujo al interior del castello, anunció con voz horadada mí llegada a la concurrencia, me pidió mi ropón y me dijo con una sonrisa petrificada: —Sea usted bienvenido su señoría, al baile de las castañas—.
No cabía en mis adentros al contemplar con tanto estupor el esplendor exacerbado con que el recinto estaba tan finamente ornamentado, no se escatimó en candelabros de plata para encender miles de velas que alumbraban el lugar casi como si brillara dentro la cúpula toda la luz que Apolo en su mejor día estival. Los siete mares, los trece bosques, las cien montañas, las once indias, las cuarenta tierras habían dispuesto sus mejores frutos, sus más finas presas en los platillos más exquisitos que se servían en aquellas larguísimas mesas. Todo el vino del mundo, toda la belleza femenina, todos los perfumes finos, todos los opiáceos exquisitos de la tierra entera parecían reunirse todos juntos precisamente entre las paredes de ese castillo.
Una meretriz se acercó a mí con una sonrisa gentil y seductora, llevaba los bellísimos pechos expuestos y aceitados, me tomó del brazo y me condujo a nuestra mesa, ahí me llenó el rostro de besos almizclados, me convidó de comer con sus dedos suaves y perfectos, me agasajó de maneras que nunca conocí hasta aquella noche.
El rumor de las risas, de los gemidos, de los vítores al Papa y de las loas a sus hijos era atronador, mientras ellos, en la mesa central se regocijaban con menor medida y con mayor obsequio a los siniestros placeres de la carne y del cuerpo.
Cuando la cena terminó, una veintena de criados irrumpió en el piso de baile cargando cada uno cuatro candelabros de pedestales, los cuales fueron distribuyendo tan anchamente como era la galería, detrás de ellos entraron dos criadas con sendos costales de castañas que fueron arrojando al suelo sin dejar un extremo mayor a un palmo del piso de baile yermo de alguna castaña.
Los criados salieron y otras meretrices entraron completamente desnudas, afeitadas de sus partes pudendas y comenzaron a gatear mimosas a lo largo de la pista, se agachaban sugerentemente a recoger las castañas con sus bocas y las llevaban a los extremos de la pista, supongo que se trataba de alguna suerte de juego, cada vez se daban mayor prisa, algunas de ellas introducían castañas en su sexos y en su rectos además de las que llevaban en las bocas y regresaban a los linderos de la pista donde depositaban todas las castañas recogidas, siempre exponiendo sus partes nobles en dirección a la mirada del Papa que las contemplaba borracho de lujuria, masturbándose y sonriendo de un modo muy perverso. Todo ello acompasado por una suave música de cuarteto.
Luego siguieron las orgías, donde se dio gusto a cualquier tipo de perversión, el Papa ofreció dobletes de seda, zapatos de la más fina hechura, sombreros de carísimas plumas, y un sinfín de ropajes de maravillosa bizarría para todo aquel hombre que fornicara al mayor número de prostitutas.
Los criados, por orden del Papa, llevaban la cuenta con sus rosarios de cuantas eyaculaciones expelía cada uno de los invitados a fin de regocijar, según lo dijo, con joyas preciosísimas y los ropajes más lujosos a los tres machos que mayor número de poluciones hubieran expelido.
Alphonse fue por mí antes de amanecer, pero no regresé con él. Acúsome padre de atesorar aquella noche como la más liviana de mi vida y aquel pecado como el más plúmbeo que haya cometido jamás.