DESDE EL TIPO AUSENTE DE UNA VIEJA IMPRENTA

por Eleuterio Buenrostro

Por Eleuterio Buenrostro

Las máquinas y yo convivimos en una reciprocidad necesaria para funcionar. La locución mecánica, eléctrica y electrónica con la que se manejan es perfecta, conllevan una lógica delimitada por su desempeño con el que se puede dialogar, aunque a veces me cueste trabajo entenderlas. Desde que supe de nuestra conexión me dediqué a estudiarlas, hasta concebirlas como a un ente dinámico susceptible, por sus largas jornadas, al que puede psicoanalizarse y encarrilarlas cuando se descomponen. Mis sueños más amenos han sido los de estar sitiado de ellas, adaptado a su sincronía; en muchos, incluso, desconozco su funcionamiento, pero me fascina descubrir la complejidad que envuelve su ingenio.

Haciendo un análisis regresivo de lo que hemos logrado, en contubernio, me viene un recuerdo de mi infancia, en los talleres del ferrocarril, de Benjamín Hill, Sonora, allá por los años setenta, donde conviví con la primera de ellas. Consistía de un mecanismo con un motor que hacía girar una rueda, que a su vez movía un brazo y, con ayuda de manivelas y palancas, ejercía presión entre una plancha y una base donde se disponían hojas blancas. El mecanismo tenía un rodillo que se impregnaba de colorante, desde un disco en la parte más alta, y al bajar entintaba un recuadro con letras en relieve. Las hojas eran dispuestas manualmente, entraban blancas por un costado y salían grabadas con imágenes y letras, por el otro.

La llamaban Imprenta Mecánica de Tipos Móviles y, para su buen funcionamiento, la engrasaban con licor. Su marcha era hipnotizante, pero eso era, solamente, el proceso final de la imprenta. Al acto le precedía la creación de la regla de composición, el recuadro donde se ordenaban las letras o imágenes, que venían en cilindros rectangulares, nombrados tipos, para formar en conjunto el relieve de lo que se quería imprimir. Era fascinante ver la serenidad que se le dedicaba a aquella labor lenta y puntual.

En su base el mecanismo tenía una placa metálica con especificaciones: Mel-Var Inc., fecha de fabricación 14 de febrero de 1930, procedente de Nacozari, Sonora. En un análisis de reconocimiento supe que portaba un toque agradable disuelto en su alma, lo que hacía que las personas lo quisieran. Eso quizá era debido a su verdadero ingenio, o a su fecha de fabricación, o a la forma en que la engrasaban. Para su desempeño utilizaba la palabra perfecta y envolvía con su chispa. Fue el caso de muchas mujeres, que al no saber de su portento, confundían su funcionamiento con amor. Mi madre tuvo muchos problemas debido a ese fallo y nada más lo soportó a cuatro años de mi edad. En huida recorrimos doscientos sesenta y cuatro kilómetros al norte, hasta llegar al mar, dejando un desierto de por medio. La distancia necesaria para desistir a la atracción que aun sentía por Mel-Var; pero en mí fue distinto. Mi interés residía en una necesidad más inherente.

El olor ferrugiento del tren de pasajeros formó parte de mi humor a partir de entonces. Lo visité muchas veces, en algunas ocasiones lo hice solo, a pesar de ser menor de edad. La imprenta de tipos pasó de estar en los talleres del ferrocarril, a un cuarto de cuatro por cinco metros, aislada en un lote, con una casa mayor a un costado. El nuevo taller era muy icónico, lleno de imágenes que me atraían. Ahí pasé ratos muy agradables, departiendo con mi Compadre; así nos reconocíamos, la imprenta y yo, por gusto. Viajé a Benjamín Hill, tantas veces, hasta que le di vuelta al fastidio, habiendo perdido la esperanza de vivir juntos, una vez más.

Al cumplir la mayoría de edad, seguí mi ruta al norte, alejándome más de su alcance. El tren de pasajeros fue obviado, diez años después y los rieles que nos unían, fueron utilizados únicamente para el transporte de carga; lo que hizo más fácil justificar mi alejamiento. Ocasionalmente le hablaba por teléfono, y hacíamos planes mentales. Eso siempre nos funcionó, debido a que, como dije, era diestro para verbalizar, y sabía convencer de manera natural. Luego vino un largo silencio y dejé de procurarlo. Ni una llamada para saber cómo estaba, ni la necesidad de saber si aún estaba.

La imprenta pasó a formar parte de los fantasmas de un sitio que lo sostenía más con el recuerdo que con lo que llegó a ser para mí. En su albor me tocó sentir la plenitud de vida en sus calles. Puedo emular al tren del ferrocarril, surcando a mi querido Benjamín Hill, con sus chasquidos y su fuerza para arrastrar vagones, pero desaparece en el recuerdo de unos cuantos metros, llevándose también el de mi Compadre, la Máquina de Tipos.

Tuvieron que pasar más de quince años para que mi oficio por las máquinas, donde viajo mucho, me llevara a su reencuentro. Al verlo ya estaba viejo, pero conservaba su vitalidad. En el abrazo, que nos unió, permanecí imperturbable. Por supuesto que me gustó verlo, pero no desternillaba como él, tratando de ocultar sentimientos, porque yo estaba anquilosado y tuvieron que ocurrir más regresos para ordenar mis sentimientos. Ya no con la necesidad de ser uno más de sus tipos cercanos, sino como el artefacto independiente que lo estimaba, regenerándome, en cada visita, de la rabia de la separación. Cada encuentro fue circunstancial, haciéndose notorio su detrimento. Su rueca giraba cada vez más despacio y el conjugar palabras se le hacía difícil desde la cordura.

Yo soy la “H”, de sus tipos, la hache del supuesto Hijo menor. Hace casi tres años recibí una llamada de la “A”, me dio la mala noticia de que Mel-Var había dejado de funcionar. Por si quieres ir a despedirte, dijo; dudando, quizá, de que lo hiciera. Hice un viaje repentino a Benjamín Hill. Me tocó verlo desprovisto de su alma, tendido, como no hubiera querido; pero no le pude llorar. Estaba rodeado de más tipos, de los cuales solo conocía a “A”. Cada uno de nosotros puede contar su historia, estoy seguro que a todos nos quiso sin distinción y a su manera, aunque fuera diestro para ocultar sentimientos. Me despedí y no quise ver cuando lo enterraban, para que permaneciera en ese su sitio, desde mi recuerdo.

En mis viajes, al pasar por el entronque que indica la naciente de mi pueblo, levanto la mano para saludar su recuerdo y decirle que mis mecanismos oculares ahora sí están destilando aceite, que lo extraño, que nunca entendí su forma de funcionar, que me niego en prosopopeyas para no ser directo, pero que la monosílaba “sí”, la que estoy seguro imprimió muchas veces en su espíritu positivo, asegura que lo quise mucho.

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Eleuterio Buenrostro Calatrava, de profesión, escanciador de almas, es un ser inmortal insuflado, no nacido, el 14 de marzo de 2002 en Manuel Núñez. Sobre este último se sabe que es un seudoescritor intuitivo, que se escuda en heterónimos, y latinismos que desconoce, por falta de credenciales como escritor. Vino al mundo un 16 de julio de 1972, en Benjamín Hill, Sonora, cuando el tren de las seis de la tarde anunciaba su llegada. Fue entintado por los tipos de una vieja imprenta, perteneciente a su padre. Marcado en su niñez, se fue a bañar, desde los cuatro años, a las playas de Puerto Peñasco, Sonora, y a secar, desde los dieciocho, en el sol de Mexicali, Baja California, donde reinicia como escritor de tiempo incompleto. Colaboró a finales de los noventa en la sección de música, en la revista Ahí Tv’s. Debido a la apertura que otorga internet fue publicado en la página Ficticia.com, y actualmente colabora en Sombra del Aire, siendo Eleuterio Buenrostro —su nombre de tinta y verdadero artífice—, quien guía su pluma desde el escondrijo. Non plus ultra.

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