Los platos esperan calmos, pacientes,
atrapados entre restos de frijoles, aguacate, berros…
Todos gritan ayes por mi ausencia.
Las manitas de cilantro simulan su pena y juegan
al tin marín de do pingüé,
se pican el ombligo mutuamente; no se carcajean.
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Yazgo suspendido por el aire putrefacto
de la coladera.
Los perros olisquean el hoyo;
huyen aullando por el picor en las narices.
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Veo las tramas de los espejos encontrados:
yo mismo subiendo por la vereda de la montaña,
tomado de tu mano.
Buscamos no sabemos qué.
Decimos adorarnos sin conocer ningún significado,
ninguna acepción de esa palabra de cuatro sílabas
que explique tantos besos, tanta necesidad de hacernos el amor.
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En otro ángulo, me sueño saludable;
corro el Maratón de Nueva York y me cruzo con tus ojos marrones.
Miran el rostro de Washington en el dólar del sombrero del mendigo.
Los laureles que protegen al expresidente
te hacen recordar el guisado rojo de tu abuela.
Sollozas, niña desconsolada.
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Sé que estoy jalando mis últimos aires.
Sin mi madre, sin mi padre, sin mi niña de siete meses y seis dientes.
Sin tus manos tibias, acariciadoras de cada centímetro
lineal y cuadrado de mi cuerpo.
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Alcanzo a oír, como el lento susurro del riachuelo donde nací,
el crujir de las cazuelas en la lumbre.
Las ollas de barro aspiran el aroma del café y besan el agua hirviente.
Concursan para ver cuál no se quema. Todas ganan.
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Mi mamá se limpia los mocos
con la orilla del mandil de rosas rosas y azul añil,
mientras atiza el fuego.
Mi muerte la atormenta.
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El vidrio de azogue me vuelve a zarandear:
aspiro el polvo blanco; sólo dos rayas.
Me revuelca un remolino del mandala,
las flores de papel lanzan estrellas que hieren mi cara.
Sangro, grito, se me salta el ojo derecho. Rebota en el piso.
Vomito glóbulos dorados. Invoco a mi padre fallecido.
Ven, papá, sálvame ya del martirio.
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Un colibrí me escupe sus colores
envueltos en plumas grises y asfixiantes.
El anaranjado se burla de mí por hacerme en los calzones.
El guinda se va y hace un gesto desdeñoso. Saca las náuseas
por la línea tangente de un rayo del sol.
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Todo es tranquilidad. Aún las lágrimas de mi madre resbalan despacio.
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IMAGEN AL EXTERIOR
Reloj blando en el momento de su primera explosión >> Salvador Dalí., España, 1904-1989.
María Estela Aguirre nació en el estado de Chihuahua en 1955. Estudió la maestría en Enseñanza e Historia de la Biología en la UNAM y es doctora en Ciencias en Educación Agrícola Superior por la Universidad Autónoma Chapingo y el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA), Costa Rica. Sin embargo, sus gustos literarios la han llevado a explorar diferentes caminos; así, desde 1995 tomó talleres con el poeta Rolando Rosas Galicia y el escritor Óscar de la Borbolla. En 1997 obtuvo el primer lugar en cuento en el certamen “Letras, Voces y Miradas”, organizado por la Universidad Autónoma Chapingo, y en 1998 ganó el segundo lugar en poesía en ese mismo certamen. Es autora del libro de cuentos y relatos “Arruga la nariz muy preocupada” (2001) y colaboró en el libro ”Tejedoras de Historias” (1996). Actualmente estudia en los talleres de “Sombra del Aire” y “Sembrando Voces”.