Por Antonio Rangel
Para algunas personas la improvisación es un defecto, un signo de incapacidad y holgazanería. En cambio, en la planeación, las reglas y el método, ven los instrumentos indispensables para alcanzar el éxito y el entendimiento; la valoración social y la salud; el camino a la perfección e incluso la belleza.
En lo que a mí respecta disfruto el free jazz: un día salí enamorado del café Jazzorca que está en Municipio Libre, de igual modo se me ha infiltrado en el gusto el monólogo interior y la narrativa que rompiendo con las pautas tradicionales de la puntuación modela el fluir de la conciencia, ya que, a pesar de las anfibologías, la escritura envolvente de los narradores cuya dirección es incierta me entusiasma, lo mismo que la poesía automática, aunque comprendo a quienes consideran un libertinaje de ruido eso de salir al ruedo del discurso público sin saber torear las embestidas de la locuacidad interna.
En México, con razones suficientes, se puede criticar la falta de planeación de parte de los gobernantes, pues por esta falta de objetivos bien formulados es que no se han dado soluciones a largo plazo para problemas muy lacerantes. No planear o planear a corto plazo, ha dado pie a desastres ecológicos, a la sucesión de obras truncas y a que la política se haya vuelto un imán para los mal dotados de escrúpulos y los sobrados de avaricia. La ausencia de planes es vecina, casi hermana, de la desidia, la cual, instalada en las cúpulas gubernamentales, da origen al subdesarrollo.
Tampoco resisto oír a Ornette Coleman más de veinte minutos. Sufrí leyendo Tiempo de silencio. El cine experimental no me deja un buen sabor de ojos. Y ya sé que estas tres cosas no están relacionadas entre sí. Solamente sospecho que hay un vínculo entre lo experimental y la improvisación, entre la vanguardia y la libertad para romper planes y reglas y métodos y límites y es que “hay tantos unísonos como estrellas en el cielo”, decía Coleman. No sé bien a qué se refería.
A pesar de que para solucionar problemas se espera cierto nivel de planificación, la improvisación puede ser necesaria en algunos momentos. Los llamados imprevistos no son producto de una incapacidad sino de la condición misma de pertenecer a un tiempo y a un espacio determinados, es decir, tener un punto de vista también implica que no podemos ver ciertos panoramas, pues lo que vemos invisibiliza lo que no vemos, de ahí que quienes saben responder a los cambios, a esa permanente renovación de nuestras circunstancias, son quienes consiguen improvisar. Sólo que tomar la improvisación como un recurso es muy diferente a tomarla como forma de vida.
Carlos Fuentes en cierto ensayo elogia a Alfonso Reyes por su disciplina que lo diferencia del resto del país “de improvisaciones y pretextos, de días y trabajos dilapidados en el sarcasmo y el ingenio de café”. A lo largo del texto, Fuentes se ocupa más de criticar a la intelectualidad mexicana que de escribir acerca de la obra de Reyes. Tal vez no planeó bien su ensayo, quizá iba improvisando según sus pasiones. Esto yo no lo juzgo como un defecto. Pero me suena un poco extraño que una persona creativa muestre tan poca estima para la improvisación.
Si pensamos que improvisar significa hacer algo sin preparación suficiente, por supuesto que es un problema. Pero improvisar también significa tener la capacidad de aprender sobre la marcha a reconocer la calle buscada. Improvisar significa tener buenos reflejos para esquivar pedradas y atrapar al vuelo frutos maduros. Me parece que Fuentes fue justo en sus alabanzas a Reyes, mas no lo fue en sus generalizaciones sobre el resto de los contemporáneos del escritor regiomontano.
Pienso que en las letras mexicanas ha habido desde el siglo XIX extraordinarios improvisadores: Guillermo Prieto, cuya habilidad versificadora sería la envidia de todos los raperos actuales; Vicente Riva Palacio, quien con su pluma satírica desplumaba a los ridículos conservadores; y aunque no haya sido totalmente mexicano, José María Heredia, quien como muchos otros poetas románticos, escribió en momentos de ímpetu sus textos. De hecho, todos los movimientos artísticos que tienen algo de románticos arriendan por el camino de la improvisación.
Por supuesto, la crítica de Fuentes se dirigía a sus contemporáneos, quizá a un puñado de ellos. Lo cual también se pasaba del límite de la crítica justa. Las dos generaciones que precedieron a Carlos Fuentes, así como la suya y la que la prosiguió, son hasta el momento la constelación más encomiable de la literatura mexicana, baste un par de ejemplos de cada una: Gorostiza y Novo, Rulfo y Revueltas, Castellanos y Elizondo, José Agustín y Luis Zapata. Acaso la crítica de Fuentes se dirigía contra los diletantes.
Si leemos eso del “ingenio de café” aplicado a la gente que sin especializarse en las letras ni en la política aviva discusiones en lugares públicos, a mi juicio, sería una crítica muy contraria al espíritu de la democracia, pues son esas las discusiones que tejen las redes de la opinión pública. Me parece que demeritarla es predicar desde un púlpito aristocrático. Este modo de juzgar se vuelve más dañino cuando la gente asume tal menosprecio como válido y se abstiene de platicar sobre problemas sociales: “nada solucionamos, perdemos el tiempo pensando, quedémonos callados e indiferentes”. En mi opinión, no debe desmotivarse la hoguera de las discusiones públicas, aunque de éstas salten algunas chispas enloquecidas. Tal como está el país actualmente, platicar en un café es un acto más democrático que ir a votar.
Ahora bien, ¿la obra de Reyes, carece de improvisaciones y de las chispas del ingenio cafetero? Me parece que no. La obra de Reyes está virtuosamente desprovista de un sistema. Sus reflexiones vuelan por diversos temas. Sus ensayos tienen la gracia de la ocurrencia y la digresión, del rodeo y del giro inesperado. Reyes se lamentó alguna vez de su falta de metodología, de no haber construido un sistema. Por las mismas razones, en algún momento, Cioran se enorgulleció de sus ideas, que no seguían el canon filosófico y no les faltaban contradicciones, de tal suerte que reflejaban el devenir de la lucidez: el desengaño.
No sorprenderé a nadie si escribo que habría que buscar un punto medio entre la improvisación y el método. Lo ideal sería desarrollar tanto la creatividad como la disciplina. Dominar el tropel de las pasiones y las ideas, así como saber surfear inesperadas olas en el momento preciso.
El método es necesario, no porque sea más eficiente, sino porque facilita las cosas. También improvisar es indispensable porque ningún plan contempla la totalidad de lo posible.
Todos los géneros literarios son susceptibles de improvisación, aunque improvisar una novela debe ser una acción titánica o desquiciante. Un poema se improvisa bajo el entendido de una posterior corrección. Lo mismo un cuento o un ensayo. Sin embargo, considero que este último género está ligado a un ritmo particular de pensamiento, a su vez vinculado a las veleidades neuronales, aunque para ello el ensayo debe quedar sin obligaciones ideológicas. Si leemos un ensayo liberto notaremos un mapa de sinapsis: una traducción del concierto de neurotransmisores que habitan en esa frontera del caos que es la mente humana, el reino de las improvisaciones.