Por Marisela Romero
Me gusta caminar por la calle Once. Es una calle provinciana exiliada en la ciudad, escondida entre comunes calles urbanas.
Hay abundantes árboles de mediana altura y diversos verdores; tupidas jardineras con flores multicolores en las aceras y jardines cuidados con esmero en algunas casas.
Los cinco minutos que transcurren al hacer el breve recorrido por la calle Once son valiosos minutos que me llenan de regocijo y me permiten empezar la jornada con una actitud positiva.
Atisbos de un sol cautivo, compañero inherente de la verdura de maizales provincianos, me señalan el camino que he de seguir para llegar a mi destino, en medio del embeleso. Es una de esas sensaciones simples que no es posible compartir con nadie. De esas experiencias que sólo se pueden percibir en solitario.
Un suave viento fresco arrastra incluso el incomparable olor a leña con el que se calienta el desayuno y se realizan algunas otras labores esenciales, propias de la cotidianeidad campestre que, con embarazosa honestidad, no sabría nombrar. Pájaros trinando. Perros ladrando. Un completo cuadro naturalista de sensaciones rurales.
Quisiera, pero no debo mirar al cielo, para evitar toparme con la ingrata maraña de hilos electrificados que delate a los intrusos habitantes del campo e interrumpa de tajo el arrobamiento. Es una lástima. Mas puedo imaginar el contraste multi-verde/azul celeste que podría ofrecer el horizonte, como en aquellos maizales.
Quién pensaría que una mañana me encontraría con el desagradable anuncio: “los rosarios de Elenita se llevarán acabo a las siete de la noche”. Desagradable sí, porque no dejo de percibir a la muerte como un fin indeseable y trágico. Murió doña Elenita, una agradable anciana de esas que adoptan a cada adulto como hijo y a cada niño como nieto.
Bueno, yo no conocí a doña Elenita, pero supongo que, para anunciar sus rosarios, debió ser una persona muy querida por sus vecinos. Todos hemos tenido a una “Elenita” por vecina, merecedora de que a su muerte sea dolida su ausencia y se divulgue y concurra a los servicios mortuorios.
Recorrer la calle Once no siempre es reconfortante; en el trayecto vespertino no hay esa atmósfera de paz y serenidad. En la tarde se convierte en un recorrido ordinario, sin la menor importancia. O quizá sea que la rutina diaria a esa hora en particular me hace perder la sensibilidad. Quizá a esa hora del día he permitido que el trivial devenir me robe la capacidad de asombro. Afortunadamente mañana es jueves.