A LA LUZ DE LA METÁFORA POÉTICA

por Roberto Marav

A Oscar de la Borbolla

Sólo la metáfora puede dar una suerte de eternidad al estilo. (Marcel Proust)

Amigos todos:

En 1971, en el discurso que leyera al recibir el Premio Nobel de Literatura, Pablo Neruda recreó un viaje por la génesis de su genio poético por medio de una exégesis, tanto desde el exterior como en el interior de lo que puede experimentar un hombre —si es que vive despierto— en demanda de la verdad. Y no sólo eso. De aquel relato de búsqueda, de conocimiento, de libertad también podemos adentrarnos en un río bautismal de una sabiduría vivencial, de encuentro y descubrimiento. Más allá de la imagen viva de un peregrinaje entre lo inhóspito de la naturaleza y de sus más altas bellezas, presenciamos el hallazgo de lo místico, los rituales, la magia y la voluntad de un hombre por habitar lo desconocido, los sueños, las realidades, las tradiciones, lo indecible. Aún más, cuando el poeta deja implícito el traslado simbólico de su ventura hacia el espíritu de su poesía, subordina a la vez su condición artística al espíritu universal de la humanidad. En cada metáfora de su construcción poética podemos asistir al remanso de nuestra condición de hombres y, además desembocar privilegiadamente en la mesa del lenguaje.

Decía Wittgenstein que “los límites del lenguaje son los límites de la realidad”, y si a ese lenguaje le aunamos la concientización del aprendizaje cognitivo a través de un metalenguaje como lo son las afamadas metáforas, veremos que el mundo entero, con sus macro y sus microcosmos, es una expresión fidedigna de la creación y convergencia entre lo fenoménico y lo noúmeno, tal como nombrara el avezado Kant al conocimiento de las cosas por medio de la intuición sensible y a la aproximación ubicua de la cosa en sí de la mano de una intuición inteligible, respectivamente. Aunque los decires de estos filósofos queden descontextualizados y tergiversados, me aprovecho de su sabiduría para anaforizar la idea de la intrínseca relación de la realidad que creamos/que nos crea a la luz de la palabra/sentido, tal como lo relató magistralmente Neruda.

Mis queridos amigos, si es que los he abrumado hasta este punto con tan exuberante avalancha de sustantivos, verbos y adjetivos, no ha sido otra mi intención que la de animarlos a cada uno de ustedes a contraponer su portentosa imaginación ante esta engorrosa retórica. Quiero confesarles que mis deficientes facultades me impiden expresarme de manera más sucinta y clara. No es que busque complicarles la lectura, pero sí me empeño en salir de la convención del habla y del pensamiento. Y ahondaré en cualquier exceso dialéctico hasta aprender la mejor manera de decirles lo que quiero decir. Y es que a últimas fechas, he recorrido por millares de ideas para comprender la relación entre las metáforas de nuestra habla y el mundo sensible, el de los sentidos, contraponiendo mi mala costumbre de andar sobre el patín del intelecto.

Dije yo, en mi ensayo anterior que nuestra manera de hallarnos en el mundo fue por medio de una suma de cosa+experiencia+palabra o también como realidad+percepcion+conocimiento o esencia+fenómeno+conciencia y así pudiera irme en la vida jugando con triadas conceptuales para asir esta onda de las traslaciones de sentido en diferentes formas o, dicho sintetizadamente a la manera de un viejo filósofo de la antigua Estagira: designar una cosa con el nombre de otra. No importa en sí la exactitud o permanencia con lo que se nombra algo sino el humus que se revela al invocar lo vivido, pues al fin y al cabo “las palabras sirven para darle fijeza al caos sensible”, según Cassirer.

Para no fallar a la tradición ni incumplir con la anticipada premisa con que intitulé este documento, me centraré en la noción de que la mejor herramienta con que contamos para desautomatizar la intuición es la metáfora poética. Como ha dicho De la Borbolla: “hay que metaforizar, hay que inventar, hay que recrear”, pues nuestro raciocinio está obstruido por un mundo estático en el que ya todo está dado por el sentido común de la inexistencia. Creemos en un mundo ilusorio donde las cosas existen y se nos presentan tal cual las pensamos y mientras tanto nos olvidamos de los sentidos y de la duda, de la experimentación única e irrepetible del momento dado, de la interacción entre lo real y nuestra condición humana de aprehender las verdades como son, tan múltiples y variadas como literaturas en el mundo. No hay mejor lumbrera que la conciencia de aquellos que nos anteceden en el camino de la búsqueda, o tal vez sí: el despertar de la conciencia por medio de la auto comprensión puede insuflar en el pensamiento una luz que vivifique el sentido del habla para crear nuestra existencia desde la nada, como si viviéramos en la necesidad de conocer e inaugurar el mundo desde su esencia.

¿Qué otra idea más sabida y resumida habremos de tener sobre el concepto del ‘amor’? Si en todos lados escuchamos decir y hablar sobre esto como si fuera el pan nuestro de cada día, aunque no lo masquemos ni nos lo fumemos, ahí está la idea concebida. Canción tras canción: que si se enamoró, que ya se separaron, que es lo mejor que le haya pasado en la vida, que ya no lo siente, que si es incondicional y así viene siendo esta cantaleta en la lengua de quienes hablan de ese tema. Hay, sin embargo, quienes escapan al simple truco de la opinión y del juicio mediato, y para ejemplo el psicoanalista Eric Fromm, quien realiza un escudriño minucioso en su libro El arte de amar, donde analiza este tópico desde una perspectiva constructiva y reflexiva sobre la plena capacidad del hombre para crear amor en completa libertad de su conciencia, sin los prejuicios heredados ni las manías de la sociedad del siglo pasado tan renovadas hoy en día. Y cito una frase que define la idea general del acto de amor, bajo advertencia de que esta cita no puede resumir la reflexión del psicoanalista si no se ha leído tal libro, pero sí me parece digna de considerarse como una “metáfora” de la idea latente en el título, que dice: “Amar significa comprometerse sin garantías, entregarse totalmente con la esperanza de producir amor en la persona amada”. Aunque en esta frase podría resonar una concepción idealista y romántica sobre el amor, habría que contextualizar diciendo que para Fromm, el amor como cualquier arte en sí requiere de ciertas cualidades como la fe (racional, claro está), humildad, objetividad, compromiso, creatividad, cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento; características que podrían definir a una mujer u hombre maduros, que se conocen así mismos para poder “desarrollar productivamente sus propios poderes”.

Pero tal vez cualquiera podría empatizar y reconocer esta definición del ‘amor’ y no hallarle mayor sorpresa que a su propia concepción de este sentimiento. Entonces, si podemos abstraer una serie de vivencias y sentimientos para resumir una idea, ¿cómo es que se vive y antecede a nuestros actos? Pues bien, si decimos que el amor ha llegado a nuestra vida y queremos expresarle el grado de intensidad con que experimentamos el sentimiento que nos despierta esa persona, podemos decirle que le amamos infinitamente o que es el sol de nuestra vida y otras tantas frases que navegan en la superficie de nuestro pensamiento sin atender a la exploración de la persona, la sensación, el sentimiento, la idea, ni de las circunstancias. Si lo pensamos bien, la palabra ‘infinito’ es un adjetivo utilizado como un valor superior, enorme, sin fin, vago por la costumbre de su usanza, pero si consideramos la contraparte de esta cualidad como algo sin término averiguaremos otra propiedad del amor, como lo es el origen divino o desconocido, el germen innato de nuestra sensación hacia el o la amada(o); tal como lo halló Alí Chumacero en su Poema de amorosa raíz:

Cuando aún no nacía la esperanza / ni vagaban los ángeles en su firme blancura; / cuando el agua no estaba ni en la ciencia de Dios; / antes, antes, muy antes. // Cuando aún no había flores en las sendas / porque las sendas no eran ni las flores estaban; / cuando azul no era el cielo ni rojas las hormigas, / ya éramos tú y yo.

De igual manera, otro poeta llamado Rubén Bonifaz miró en retrospectiva los actos inconscientes que determinaron su amor por su enamorada:

Desde hace mucho tiempo, / cuando niño, frente al miedo oscuro / de las noches, buscaba / una luz que abriera / por encima de mí, que me mostrara / las riquezas colmadas del humano / calor; cuando sentía que las cosas / encerraban secretos que una mano / podría descubrirme, / me preparaba para amarte. // […] Ya ves por qué te quiero bien ahora; / mi amor no es cosa nueva. / Como a la muerte, irremisiblemente, / desde el nacer te estaba destinado.

He aquí que no sólo se dice lo que se sabe. Pero para saber, hay que explorar, encontrarse y crear. Acaso no siempre entendamos lo que nos dice el otro o lo que nos decimos nosotros mismos, pero dentro de cada uno mora una necesidad muy poco visitada que es la de la unión con el uno/el otro, que responde a la actitud por conocer/amar y de ir más allá de la primera apariencia, o como dijo Sabines:

¡Si con sólo decir ‘madera’, entendieras tú que florezco!

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Reencuentros >> Mónica Lowenberg

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