Por Alberto Navia
Nos fuimos a la sierra a vivir el Día de Muertos. Un poco hartos de la cotidianidad de la ciudad emprendimos el azaroso viaje a un pueblito lejano a los hábitos citadinos. Cuando uno viaja a la sierra, como seguramente lo saben, el periplo te enfrenta a condiciones atemorizantes de subidas y bajadas pronunciadas en un camino pleno de meandros que agotan los nervios y, para algunas personas, disturban los intestinos haciendo más estresante la aventura. Aun así nos pusimos en camino dispuestos a vivir una experiencia radicalmente disímil a las expresiones, algo ya rutinarias, de la ciudad.
Salimos en viaje nocturno para poder llegar muy de temprano a aquellas hermosas tierras serranas. Viaje difícil de cursar pues, aun cuando vamos en un trasporte con un chofer profesional, la pronunciada pendiente del camino te hace irte de frente cada vez que el conductor aplica los frenos (cosa harto frecuente por lo sinuoso del camino) y las agudas curvas hacen imposible mantener una postura quieta en tu propio asiento. Así que después de una noche algo aciaga y con apenas una horas de sueño llegamos a nuestro ansiado destino. Nos recibe un impresionante paisaje de cerros de perfiles apenas esbozados sobre un plano de cielo en llamas aderezado por un indómito concierto de gritos de pájaros y vaya usted a saber qué otras clases de seres selváticos. Más adelante nos esperaba ya un indispensable y reconfortante desayuno de café de olla con canela y piloncillo bien caliente, pan de dulce y enchiladas con queso de tanate. Es temprano aun en el día y ya el calor se siente potente.
Después de nuestro imprescindible desayuno recalamos en el mercado de plaza que, por ser un día especial, es mucho más grande y variado del que por norma se pone. Artesanías, adornos, comida, ropa, fruta, verdura, pollo, pescado y hasta zapatos, todo intercalado con mercaderías hechas en china y puestos de discos de música y películas piratas. Flotando sobre este inverosímil caos de gente que va y que viene por angostísimos pasillos con bolsas, cajas y hasta “diablitos”, hay una rapsodia de música de banda, rock, cumbia, huapango y voces de pregón que brindan un ambiente surrealista al, ya de por sí, tan fabuloso escenario. Nosotros nos imbricamos con el resto de la gente, nos diluimos en el oleaje humano intentando en lo posible que nuestras miradas abarquen el mayor rango posible de las cosas que encontramos alrededor. Así, sudorosos, acalorados, algo somnolientos aun, pero pletóricos de ánimo, nos abrimos a esta experiencia.
Y llega el ansiado momento de ir a visitar las ofrendas a las casas que se abren afables a vecinos y visitantes para presumir la gala de sus altares con los que esperan, convencidos, la visita de sus muertos. Sus queridos muertos. Esos muertos que jamás mueren, que jamás se van. La gente sonríe, explica, agradece, convida, oferta. La bella gente abierta —cuánta diferencia de nuestros inseguros ambientes y de nuestras vidas recelosas—. Cascadas de cempasúchil, volutas de copal, multitud de luminarias, atónito gentío y el ensordecedor griterío pirotécnico. Los sentidos todos vibran y se expanden con la cercanía de lo invisible y de lo entrañable. Todos somos familia. A todos nos liga la Muerte. La Muerte fandango. La Muerte recuerdo. La Muerte amiga.
Es hora de ir regresando cargados de experiencias, pero también de pan, pero también de café, pero también de recuerdos. Tal vez ahora seamos un poco diferentes. Tal vez ahora la Vida sepa un poco mejor.
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