Por Armando Escandón
La beldad residía en ella. Mil y un pretendientes la cortejaban, siempre se vio rodeada de invitaciones a cenar, chocolates y flores. Mas llegó el día en que se cuestionó: “¿A quién buscan, a mí o a mi belleza?”. Escarnecida por la duda, decidió rociar su cuerpo con alcohol y encender un fósforo. En cuestión de segundos su hermosura pasó a formar parte del pasado.
La dama de compañía, alertada por los gritos, llegó en el justo momento para brindarle auxilio a su ama. Los días cedieron su lugar a los meses y estos a los años. Los admiradores desaparecieron, a excepción del número mil uno, quien tarde tras tarde visitaba a la bella quemada.
Cierto día, ella ya no le recibió. Hizo que su dama de compañía le entregara la siguiente carta:
Agradezco su entereza y constantes muestras de amor. Sin embargo, ¿qué puedo ofrecerle si mi cuerpo sólo es cenizas sobre huesos? No somos iguales, no lo puedo condenar a convivir el resto de sus días junto a un monstruo como yo.
Por favor, no me busque más.
Él, como única respuesta, entró a la cava. Tomó la primera botella que halló a su alcance y regó el contenido sobre su cuerpo. Una chispa de sus cerillos bastó para verse envuelto en llamas. La dama de compañía apenas pudo socorrerlo. Fue llevado al hospital más cercano, no obstante su cuerpo ya era un mosaico de llagas. Cuando la bella quemada se presentó, él le inquirió: “¿Ya somos iguales? ¿Ya podemos pasar el resto de nuestras vidas juntos? ¿Tus ojos ya son dignos de posarse en mí?” Ella lo besó en la mejilla y lo cuidó denodadamente durante la convalecencia. Él —ante ella— ya había demostrado su pasión, empero ella se sentía inferior, pensaba: “Él lo ha entregado todo por mí, sin embargo yo por él no he hecho nada”. Así, decidió sacarse los ojos y hacérselos llegar a él en un frasco de formol, con una nota que rezaba:
Ya soy digna de que me tomes entre tus brazos.
Él, lleno de culpa, se cortó los oídos y se los envió a su amada con la siguiente misiva:
El vaivén de tus pasos soliviantará cualquier pesadumbre de mi vida.
Ella se arrancó las plantas de los pies; él la nariz; ella un brazo; él una pierna… Restos de miembros corporales y recados fueron y vinieron de uno a otro, hasta el día en que poco quedó de ellos. Como última voluntad de ambos, sus despojos fueron incinerados y puestos en la misma urna, labrada con la inscripción latina:
Consumatum est.