INTROSPECCIÓN
Por Alejandro Roché
Apenas incorporándome, un lobo saltaba desde un arbusto y ABANLANZÁNDOSE en mí, su hocico se prendió a mi cuello, fue sólo un instante, pero alcancé a sentir su aliento en mi piel y cómo mi sangre brotaba para bañar sus colmillos y cómo queriendo desgarrarme su cabeza la sacudía fuertemente. Hacia arriba el follaje del bosque sereno, yo moviéndome sin voluntad y un dolor punzante se disparó hasta más allá de mi conciencia.
Un frío profundo en la espalda me despertó, estaba nuevamente en el bosque, seguramente todo había sido un sueño, pero en mi cuello tenía un gran escozor y todo parecía indicar que los moscos se habían dado un festín. Aún era de noche; tenia sueño, pero entre las ansias de rascarme y el frío, las ganas de dormir se fueron. Poco a poco mi mente se despejo y por obvias razones; todo había sido un sueño, pero lo más inquietante había sido que ahí estaba mi hermana; esa mujer tan hermosa y que quizá fue quien más sufría con mi partida.
Incorporando la cabeza hacia el fuego, de este sólo quedan brasas y del otro lado alcanzo a divisar que la anciana recostada tiene abierto un ojo y con éste me observa, pero cuando nuestra mirada se cruza lo cierra.
Quizás aún es la confusión de todo, pero esta mujer tiene un extraño parecido con mi hermana desde el primer instante en que la divisé, y la forma de mirarme recostada sobre su palma en el suelo, era la misma actitud de Nallely; pero eso no podría ser porque mi hermana había quedado en el valle y esta mujer es una anciana.
Me vuelvo a recostar y mirando hacia lo alto de los árboles, más allá de las ultimas ramas se divisan algunas estrellas pálidas ante la luz de luna; pareciera ser ese mismo cielo que cuando despertábamos se veía por la ventana, como el sol iba dibujando lentamente un nuevo día, a ella; que siempre andaba dibujando el paisaje del valle en cualquier papel, le gustaba primero dibujar con colores intensos para después ABALAR con la cola de su largo cabello, todo el color hasta que la imagen casi se desvanecía. Siempre le reclamaba porque terminaba arruinando sus dibujos, pero ella sólo me miraba y decía:
—Tú déjame, así me gustan a mí.
A veces pasaba desde media noche dibujándolos y, mientras amanecía, los colores se fusionaban, difuminándose entre su cabello; y cuando había amanecido por completo, iba corriendo con el abuelo y le regalaba el dibujo, y éste lo tomaba para guardarlo entre las hojas de un libro en donde los iba acumulando.
A veces los domingos, hacía una selección de los más relevantes y los tomaba para ir a la iglesia. Mi abuelo era el que nos llevaba, uno en cada mano, aún hoy no sé por qué en aquellos tiempo siempre íbamos cada semana a la misa dominical; años después le pregunté por qué nos enseñó a ir a la iglesia sabiendo que él tenía otras ideas de la religión.
—Ir a la iglesia no es malo, creer en Dios tampoco y siempre es bueno dar gracias a alguien, no importa si existe ese algo o no. Es importante creer en Dios y más si eres pequeño, los niños deben crecer creyendo en la magia, cualquier otra cosa sería matar la inocencia y pureza de un niño. Con la formación adecuada cada persona encontrará el camino adecuado para sí mismo, no hay nada peor en este mundo que imponer ideas a los pequeños. Así como tú, ahora eres joven, creces y tu perspectiva del mundo cambiará con los años y nunca estarás bien o mal, simplemente las cosas adquieren otra dimensión, lo importante es nunca traicionar tu esencia.
Siempre me confundía el abuelo, a veces parecía ser el mayor ateo de este mundo, pero en otras dudaba. Una vez platicando con Al-Mu’tamid, me dijo:
—Tu abuelo es un viejo zorro, te dirá las cosas que considera pertinente debas escuchar en el momento. Un buen maestro no enseña todo, si tu abuelo te dijera todo, tampoco entenderías. Ya lo dijo el Señor: “el que tenga ojos que vea y él tenga oídos que oiga”.
—Pero si usted es ateo, como puede citar a la biblia.
—No porque sea la biblia, todo tiene que ser mentira o verdad.
Con respuestas como ésa, me daba cuenta de por qué ambos eran los mejores amigos; en apariencia decían cosas simples pero parecía que sólo ellos las entendían.
Con el pasar del tiempo la rutina dominical se tornó pesada; llegar a la entrada, pararse frente al templo y sus columnas ABALAUSTRADAS queriendo llegar al cielo, San Pedro y San Pablo en cada lado; uno con su libro y otro con las llaves. De niños; mi hermana y yo nos absortábamos en sus caras imaginándonos cómo sería el color de sus ojos, cómo podría esculpirse el color de los ojos en la piedra, pero poco a poco toda esa magia se volvió tan real, tan monótona como las mismas lecturas que se leían año tras año en las mismas fechas, en las misma fiestas y no sólo eso; los sermones con mínimas variaciones eran los mismos, hablando de lugares, personas y hechos tan distantes que parecían cuentos de hadas, en donde los seres humanos nada teníamos que ver. Cuando se lo dije a mi abuelo, el me miró con una ligera mueca de alegría victoriosa; como si hubiera ganado la mejor partida de ajedrez.
No sé exactamente por qué, pero a partir de ese día dejé de ir a la iglesia, no así mi hermana, que continuo con la rutina dominical y seguía dejando sus dibujos junto a las flores del altar.
—Algunos dan dinero, otros oraciones; tu hermana da sus dibujos.
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