Por Equum Domitor
La locura es el recurso utilizado en
el momento de la creación de Dios.
Lute B. Caught, “El transitar del payaso”
Habían pasado meses desde que Hectoro abandonara su pasión por las letras, pretendía limitarse a la simplicidad de lo cotidiano —como si la cotidianidad fuera tan simple—, y nada lo llamaba a regresar al sitio donde experimentara plenitud en la creación. Esperaba la cuenta en un restaurante de colorido insoportable, rodeado de anuncios que incitaban a la gula y de música ambiental ideada para gozo superfluo. Las personas que ahí departían sostenían pláticas irrelevantes, y aunque la escena fuera contraria, había perdido la habilidad de ser observador de almas, de encontrar fascinación en cualquier espacio y de atender los simbolismos ocultos a la visión común.
Ausente de su entorno, miraba al exterior, por la ventana, al otro lado de la acera, donde un tipo de aspecto pordiosero aparentaba abrir la puerta de su auto. Hectoro abandonó el restaurante, con premura, y cruzó la calle para darle alcance. A mejor distancia observó que el indigente escribía apoyándose en el capacete de su auto, sobre hojas sueltas, y sin maldad aparente. Ocasionalmente se llevaba la pluma a la boca, para humedecerla, luego volvía al ejercicio de escribir con pasión envidiable. Toda su actitud era de llamar la atención. Vestía un pantalón de pana color caqui, un saco abrigador, una camisa azul a rayas, desabotonada, que dejaba ver una camiseta blanca percudida. Su pelo era rizado y desalineado. El pantalón excedido en longitud, se abría en la parte baja, por un corte en la línea vertical externa, que hacía resaltar los deslucidos zapatos color ocre. Al notar que el tipo era inofensivo, Hectoro regresó al restaurante y pagó la cuenta.
Al salir de nuevo, el escritor mendicante ya escribía sobre otro vehículo, el que daba atrás del suyo, sin perder el entusiasmo de la misma labor.
—¿Se puede saber qué escribes?—, preguntó Hectoro, dirigiéndole la palabra.
—Nada—, contestó evasivo, guardando pluma y papel al interior del saco. —Yo ya me iba. Estoy limpiando carros.
—Me gustaría ver lo que escribes—, insistió.
—No tiene importancia, son sólo cosas—, dijo e intentó retirarse, pero le apenaba concluir la plática.
—¿Es poesía, una novela o un cuento quizá? —, abordó una vez más Hectoro.
—Escribo de todo, pero ahorita, en especial es una poesía.
—Déjame leerla, a mí también me gusta escribir.
—Mañana, ahorita tengo que trabajar—, respondió.
—Te doy el doble de lo que ganas por lavar un carro, pero déjame leer por lo menos una línea.
—Mañana; vuelva mañana, ahora estoy cansado—, refirió y sonrió mostrando el desgaste de sus dientes incisivos.
Ante la negativa, Hectoro dio media vuelta para subir al auto.
—¿Tan fácil se va a dar por vencido?—, se escuchó la voz del escritor de la calle, entonando seguridad.
Al saberse observado, bajó la mirada negando con la cabeza y vacilando de un lado a otro.
—¿Qué dijiste?
—No fui yo, son ellas—, respondió señalando una triada de palomas sobre cables eléctricos. —Ellas hablan a veces por medio de mí, pero no vaya a creer que estoy loco.
—¿Y qué es propiamente lo que han dicho?
—Que usted intentaba llamar al estro, allá adentro, que intentaba escribir sobre una servilleta y que les gustaría que en verdad regresara.
—No se puede confiar en ellas, ¿verdad?—, dijo Hectoro, intentando subir de nuevo al auto.
—Dicen que tenga cuidado de regreso a la ciudad, que estarán al pendiente en todo momento.
Hectoro observó una vez más al tipo que permanecía con la cabeza baja y la locura expuesta. Se acercó a él y en un forcejeo logró quitarle las hojas y la pluma del interior del saco; las introdujo en la bolsa de su pantalón y subió al coche. El escritor de la calle, al sentirse perdido, no opuso resistencia, dejó que se fuera, dándole una última recomendación.
—No lea ni escriba nada sobre las hojas hasta que sienta que está listo, eso dicen ellas, no estoy loco—, aseguró corriendo unos pasos más, mirándolo partir.
La tarde ganó en oscuridad y el ingreso a la ciudad fue iluminado por fábricas y comercios de la periferia. Los edificios y anuncios altos acrecentaron al ser imbuido en la condensación urbana; pero a pesar de la noche, la contaminación lumínica impedía la vista a las estrellas. En una de esas casas, cálidas e iluminadas, pretendía vivir Hectoro. Pasando por encima de las indicaciones recibidas aquel mismo día, una vez seguro en la comodidad de su vivienda, intentó descifrar algo de las hojas que arrebatara al escritor de la calle, pero en ellas no había nada escrito, sólo surcos encimados que dejara la pluma sin tinta, a razón de seguir escribiendo sobre la misma superficie varias veces. A Hectoro no le extrañó tal situación, ya que no esperaba lucidez en lo escrito por un loco urbano. Aun así intentó rescatar alguna frase que pudiera verse en las huellas, sobre el papel. Quería creer, pero le fue imposible. Dejó las hojas a un costado del escritorio, como recuerdo de que los locos no siempre tienen la razón. Apagó la luz del estudio, se dirigió a su dormitorio y pasó sin poder escribir nuevamente.
Con la quietud del silencio llegó el sopor y el despojo lento de las preocupaciones mentales, expandiéndose, sobre la horizontalidad de la cama, hasta casi sucumbir en el sueño.
—Tengo hambre—, se escuchó el clamor de una voz en la oscuridad.
Creyéndolo un sonido cerebral, Hectoro le restó importancia e intentó regresar a la sucesión.
—Tengo hambre—, insistió la voz.
Hectoro se levantó en un salto y prendió la luz. Frente a su cama, sentado en la silla que pertenecía a su estudio, y trasladada hasta el dormitorio, el escritor mendicante lo veía con serenidad.
—¿Qué haces aquí? —, refirió exaltado.
—Antes de que pienses cualquier cosa, te recuerdo que tú comenzaste, ¿lo recuerdas? Me robaste mi pluma y mis hojas, además yo soy inofensivo, no debes temer. Tú comenzaste, estoy aquí por tu culpa y ahora tengo hambre—, repitió.
Hectoro no salía de su extrañeza y miró a los lados, con el afán de encontrar una incoherencia que le afirmara que dormía.
—Revisa la nevera—, fue lo primero que se le ocurrió apuntar.
—¿La nevera? ¿Qué tipo de escritor eres? No, nevera es una palabra grave y de pocas sílabas, no me llenaré; necesito que me des de comer algo mayor. ¿Por qué no escribes algo para mí?
—¿Te alimentas de palabras?, ¿es lo que intentas decirme?
—Algo así, y tú también deberías alimentarte de ello, pero veo que le temes al artista famélico. —No lo entenderás—, afirmó, —y tampoco lo que has provocado con sólo quitarme esa pluma.
—No me viene nada a la mente—, respondió impedido, —así que si lo prefieres tengo algunos libros; sírvete tú mismo—, contestó e indicó un librero pequeño, al interior de la habitación.
El mendicante reaccionó a la orden y se acercó al sitio, levantó la mano y siguió con el dedo índice la selección, tomando nota de los títulos y desechándolos tras de sí; sólo al reparar en alguno de su interés, lo tomaba dándole una hojeada y decidía apartarlo.
—El hombre que era jueves, ¿en verdad lo leíste?—, preguntó haciendo contacto visual, pero, sin esperar respuesta, lo tira al montículo de libros. —La máquina de ajedrez, ah, esas son palabras menores—, manifiesta al momento que lo desecha. —Aquí hay algo interesante—, dijo elevando Los dominios del lobo.
—¿Te gusta Marías?—, pregunta animosamente Hectoro.
—Pero acompañado de un buen café. Café… marías, ¿lo entiendes?—, inquiere abandonando el libro sobre el altero de despojo. —Deberías aprender a reírte Hectoro, la literatura vulgariza el poder que posee el arte de hacer reír. Puedo asegurarte que he leído cosas vulgares que están por debajo de un buen libro de chistes y que, aun así, la gente los considera dignos.
—¿Qué buscas de mí en verdad?—, preguntó directamente Hectoro.
—Seguramente te ha pasado, sobre todo a esta hora de la madrugada, que algo apremia a recordarte que viniste a buscar algo, pero que ese algo que viniste a buscar, extrañamente no sabes lo que es. ¿Tú, qué viniste a buscar Hectoro?
—Soy de los que no lo saben—, contesta.
El pordiosero regresa al estante de libros que habían pasado la selección, toma en sus manos El transitar del payaso de Lute B. Caught, y lee una parte subrayada por el mismo Hectoro.
—“Aun cuando supiéramos que venimos a ser payasos, jamás aceptaríamos hacer el ridículo, porque nuestro mega-ser se supone mayor a eso”. La traducción no es buena—, afirma, —pero es aceptable. Ahora te pregunto, ¿sabes lo que viniste a buscar?—, pregunta y regresa el libro al estante.
—Creo que no—, contesta.
—Yo sí sé lo que vine a buscar—, afirma el indigente. —Escribe, Hectoro, escribe algo bueno para mí. Escribe sobre los espectros que te aquejan, domina la hoja blanca, pero escribe por favor, que tengo hambre; o acaso ¿también le temes a esos fantasmas?
—¿Tú no? —, cuestiona Hectoro.
—No, yo a lo que temo es a que no existan—, responde.
Hectoro se queda quieto, sentado aun sobre la cama, sin saber cómo reaccionar. Cierra los ojos, pensativo, tratando de embonar alguna idea retórica que le venga en mente para terminar con el embrollo.
—¿Aun nada?—, pregunta.
—No—, contesta Hectoro.
—Espera un poco más, en cualquier momento llegará.
—¿Qué se supone que debo esperar?
—¡Shhh! Calla y concéntrate en la nada, olvídate por un instante de la tiranía de la tinta. Ríete de la imprudencia creativa, supera al Garrik que llevas dentro y ríete de ti mismo. Seamos cómplices del silencio que alguien, allá fuera, además de ti, debe estar aterrado por lo que ahora va a suceder.
—¿Y qué va a suceder?—, pregunta intranquilo.
—¿Has tocado alguna vez el peligro en la creación?
—Creo que no.
—Lo imaginé. Entonces dependemos del grado de concentración. Aplícate y genera algo que en verdad me llene.
Tras un momento de silencio, al abrir los ojos, Hectoro se encuentra en completa oscuridad. Observa una mecha encendida, oscilando hipnóticamente, en lo que sería el medio de la sala, donde descansaban los libros que el pordiosero había rechazado. La llama gana poco a poco en cuerpo y al ser de mayor tamaño produce un ruido estridente, como si se tocara, la Entrada de los Gladiadores de Julius Fucík, a modo distorsionado. Cuando Hectoro reacciona a encender el interruptor de luz, el pordiosero trae en sus manos una cajetilla de fósforos y sonríe al ver como el fuego consume los libros sobre el suelo y su risa se confunde con el alarde del detector de humo.
—Ahora sí, ya estás asustado como quería. ¡Devuélveme la pluma y mis hojas!—, grita el pordiosero desesperado.
Hectoro corre al estudio, busca la pluma y el papel sobre el escritorio y en todas partes, y siente, en la locura liberada —cual si fuera un sueño recurrente—, que no recuerda donde dejó los objetos. Busca en el cesto de la basura, y al no encontrarlos vuelve al fuego y trata de apagarlo, pero el escritor mendicante se lo impide. En el arrebato de la pugna, el escritor de la calle cae al fuego y se enciende en totalidad, y en vez de agobiarse, da vueltas por todo sitio encendiendo la habitación de arriba a abajo. Ante la imposibilidad de sus actos, Hectoro resuelve a salir huyendo y al sentirse seguro, en el exterior, observa la gravedad del espectáculo que a todas luces no quería en una noche tranquila al intentar dormir.
Las lenguas de fuego detonan chispas que suben, compartiendo brillo con las pocas estrellas observables. Las luces rojas anuncian la llegada de los bomberos y el chisme corre rápidamente entre los vecinos; cómplices de la noche. Llegan los paramédicos y dan auxilio a Hectoro, alejándolo del peligro y de las miradas inquisidoras. Sintiéndose a salvo, en el interior de la ambulancia, mira su reflejo en la ventana. No sabía distinguir, en la euforia de una larga noche, si su mega-ser seguía cautivo en su interior, pero al verse expuesto como el hazmerreír del vecindario, sabía que al aceptarse, tenía que ir al rescate de su sonrisa primero, y por los aplausos del público después.