Por Iván Dompablo
Salió. Ya no quería seguir mirándola, ya no podía. No quedaba nada, la casa era otra. Tenía ganas de llorar, de largarse de allí para siempre, ¿para qué carajos regresé?, se dijo mordiéndose los labios. Hacía rato que había llovido, pero afuera la banqueta aún estaba húmeda. Vio a su izquierda un fragmento derruido de la barda de adobe de su infancia: tenía la ventana clausurada por unas viejas tablas y, aunque le dolía notar el paso del tiempo incluso allí, sintió que su memoria todavía contaba con un asidero al cual aferrarse; buscó el lugar más seco cerca de ella y se sentó a recordar. Para calmar el frío y las ansias, y quizás también el despecho, sacó un cigarro y lo encendió. Con rencor notó que ya no estaban las piedras de bola que le daban apariencia de río a la calle cuando llovía, las habían cubierto con el concreto gris que había ahora en todos los lugares insípidos. El mundo es otro, pensó mientras cerraba los ojos y exhalaba la primera bocanada de humo a la vez que evocaba un paisaje remoto.
De la casa salían a la calle las voces y las risas, los niños no, ya no había nada afuera para ellos. Ya no estaba el campo abierto, el magueyal, en su lugar habían puesto una escuela; la enorme reja que la circundaba encarcelaba el patio de su niñez. Hasta ese paseo le estaba vedado.
La luz se va alejando y la cantidad de automóviles, de por sí escasa, que circulan por la calle se vuelve casi nula. El hombre siente el frío de la tarde adentrarse en sus huesos. Mira fijamente un punto en la banqueta opuesta y trata de imaginar el pirul que había allí años atrás, pero no lo consigue. El concreto tiene una cuarteadura donde debería de estar su árbol, y la idea de que las raíces de éste aún permanezcan vivas le da una esperanza que lo hace sonreír.
—¿Qué haces?—, le pregunta a su espalda una voz que reconoce de inmediato. Mantiene la mirada fija en el horizonte cada vez más oscuro y escucha los pasos que se acercan. No responde. ¿Qué hace aquí?, dice para sus adentros, pero en realidad está feliz, está nervioso, ¡no lo puede creer, todavía lo pone nervioso!—.
—Hace mucho frío— insiste la voz desde otro tiempo. Entonces, como si apenas hubiera comprendido el sentido de las primeras palabras de ella, responde a la primera pregunta:
—Contemplo el paisaje—. Ella termina de llegar y se sienta a su lado.
Ya es de noche y no se puede ver más allá de la parte de la calle iluminada por los rayos de luz que provienen de un poste que hay en la esquina. Él puede sentir que ella con la mirada busca la suya, pero la evita, no quiere corroborar de cerca lo que hace un rato vio de lejos. Ya no es la misma, está más delgada, ahora tiene unas ligeras patas de gallo y manchas en la cara. ¿Qué esperaba si ya tiene dos hijas?, se recrimina, pero, de cualquier manera, quisiera que por lo menos a ella no la hubiese desfigurado el tiempo.
—¿Cómo has estado, primo?—, le pregunta ella, y él siente el fuego de sus palabras fluir desde la boca del estomago hasta el pecho—.
—Bien—, responde, por decir algo y se hace un incomodo silencio—.
—Allí había un pirul—, dice él, y señala con un movimiento de cabeza un punto de la noche—, un poco más atrás estaba un hormiguero… después de la lluvia salíamos a ver si se habían ahogado las hormigas; a veces, cuando teníamos dinero mi hermano y yo comprábamos cohetes y los poníamos en el centro para derribar su entrada. ¿Te acuerdas de cuando empezaron a sembrar maíz en la parte de atrás?, jugábamos a las escondidas allí; era casi imposible ganar. Recuerdo que una vez yo me tiré en medio de uno de los surcos, y los miraba a todos pasar junto a mí, casi pisándome. Los escuchaba decirse que ya me habían visto, pero señalaban otro lado, donde según ustedes me movía, mientras que yo, pegado a la tierra, me aguantaba la risa para no delatarme.
Dijo eso y recordó a la otra, la niña con pantalón de peto amarillo, con el cabello largo y la seguridad con que siempre se conducía. Fue en aquel tiempo cuando se dio cuenta de que estaba enamorado de ella, torpemente se lo había contado a otro primo que lo delató con la mamá de él. Le habían puesto una regañiza que no había mermado su amor, pero sí lo había dejado con un sentimiento de culpa del tamaño del mundo, y le había añadido a su ilusión condenada el ingrediente de lo prohibido e inolvidable.
—¿Me regalas uno?—, dice ella y toma la cajetilla que él juega entre los dedos, luego de sacar un cigarro la vuelve a depositar en sus manos. Él busca en las bolsas de su chamarra un encendedor, respira profundamente y se vuelve, al mismo tiempo que enciende la llama, a donde está ella. Se ilumina su rostro, y se complace al ver que aún tiene los labios memorables—.
Él se apropia de las palabras y modela el mundo, poco a poco va restaurando el paisaje: reconstruye la casa de su abuelo, el campo, el pozo, los nopales con sus tunas, las doradas espinas, casi invisibles, que siempre terminaban en sus dedos. A veces es ella quien corrige la posición de un árbol, de una estrella, de las ondas en el agua antes de estrellarse contra la orilla de la pileta. Se sienten alegres, por un momento la oscuridad les permite ver lo que ya no existe.
Ella le da un leve empujón con el hombro y le dice: ¿Te acuerdas de cuando nos escapábamos para ir a fumar?, —¡claro que lo recuerdo!, tú fuiste quien me envició—. Ella ríe. Eso fue mucho después, ya habían crecido, tendrían 12 o 13 años. Ella llevaba los cigarros, él nunca le preguntó a quién se los robaba. Se alejaban de la casa hasta donde había una placita con un kiosco y flores, hablaban de sus proyectos, tenían el futuro, la vida apenas estaba comenzando. Seguía enamorado, nunca le dijo nada, se pasaba todo el rato mirando sus labios, pensando en cómo se sentiría besarla, y conforme se acababan los cigarros se iba angustiando, pues sabía que al consumirse el último tendrían que volver.
Años después ya no era necesario esconderse, pero la costumbre se había vuelto un rito e iban al mismo lugar, ella seguía llevando los cigarros. Ya no hablaban de un futuro lejano sino inmediato, ella le contaba de sus novios, de cómo cuando no tenía dinero para comprarles un regalo los terminaba antes de sus cumpleaños. Entonces, él sentía una especie de felicidad al pensar que no debía de amarlos, pero ésta nunca terminaba de nacer, pues apenas iba brotando cuando un vago terror, más rápido y más fuerte, se interponía entre ellos, pues se daba cuenta de la crueldad de que era capaz ella. Luego, se habían ido distanciando, hasta que finalmente sólo se veían en las distantes fiestas familiares; ya no hablaban, si acaso un saludo. Cada uno tenía su propia vida.
Habían terminado de crear el mundo, cada hoja estaba en su lugar y era movida por otro viento. Como si sólo se les hubiera concedido el tiempo necesario para llevar a cabo ese pequeño milagro, un grito que viene desde adentro de la casa la llama. —Sí, era muy padre, ¡qué tiempos aquellos!—, le dice ella a manera de despedida mientras se inclina para levantarse. Él sabe que no tiene caso y que es patético, pero no quiere cargarlo de regreso, necesita soltarlo. —¿Sabes…?—, le dice —en aquel tiempo yo estaba enamorado de ti—.
—Yo también—, responde ella mientras se aleja.