Por Nidya Areli Díaz
Como en remota cúspide,
adentrado mi corazón en el averno,
queda en mí,
desgarrada la conciencia
y los credos
y el religioso espectro,
la promesa
del absurdo consuelo
quimérico y atroz,
revolcándose este
¿por qué no?
en imágenes
cual viva náusea
de las primeras planas de los diarios,
gazpacho matutino
de cuerpos mutilados,
crema infecta
del hipócrita discurso,
del discurso primoroso
elocuente, no coherente
de las bocas de tiranos belcebús.
Como sarcasmo inmune
y enardecido grito
de un colorido cadáver,
se debaten al fin
siempre expectantes
cual galgos sedientos,
garra siniestra,
guillotina sin la tajada testa:
que se allegue la víctima,
muchacha descalza,
jornalero alzado
por su tierra,
estudiante letrado de ideales,
o de ilusiones,
pletórico migrante.
Ya se allega la señora
que en mitad del guiso levantó el auricular
de la helada noticia,
ya los novios
beso a medias
por la bala, lacerándoles las vidas.
Ya se allega el de paso indiferente,
el que se creía seguro
irrumpida su morada
por caretas
no se sabe de qué bando.
Allegase también el burgués,
la diva fílmica,
el niño ladrón que jugaba
al poder.
Ya se allegan.
¿Y el silencio?
Una concavidad que no se sacia,
siempre en espera,
al asecho del matón
y el inocente,
de los niños que juegan en la calle,
de los que vienen de la escuela,
de los que no van a la escuela.
Ya se allega al pimpollo,
a la crisálida,
a los pequeños y mustios pájaros,
a la serpiente de Eva
y a los brazos de Adán.
Como gárgola
que en el más profundo sueño
me alcanzase,
se allega;
y derrama en mí
certidumbre
paso provecto al vacío,
insomnio incesante,
insomnio de corrupto sueño,
sonido de tiros,
algarabía de masacres retozonas,
masacres gordas y rosadas
escondidas detrás de los zaguanes.
Ya se allegan con potentes blasfemias,
con seductoras y amantes y bestiales horas
en que se cierran los ojos
y los niños dormitan
tendidos en el estupor,
en la impavidez de sus madres
allí sobre la acera,
en que es hallada la virgen, desvirgada,
bocabajo,
tragándose la tierra,
tragándola la tierra,
putrefacta;
en que la madre interrumpe
la novela de las seis,
deja caer la bocina,
se deja caer el cuerpo,
y el grito estridente
se seca como cardo en su garganta.
Ya se allega,
cautelosamente.
Esperaré en silencio,
con los pelos erizos…
que me encuentre.