Por Nidya Areli Díaz
Yo soy los pasos distraídos que no doy,
un escombro diletante,
las almohadas insidiosas desdobladas
en oquedades siniestras,
el zapato precavido del enterrador
encumbrado ―pobrecillo― en sus dunas.
Soy la víctima de mí.
No encuentro desde hace mucho
palabras ni vocablos ni voces.
No encuentro estilos que ponderen
nuestras esperanzas.
Sólo quedo sola seminómada conversa,
semiatea y semimaometana,
distrayendo los pasos por distraer algo.
Un lirismo ansioso me obsesiona
…si tú supieras de mis notas vagas,
de las conformidades del desván de mis sueños,
de mi cabeza retrotraída en llamas,
de los convexos lapsos de tristezas errabundas;
…si tú imaginaras mis fluidos verticales,
todos los vanos versos que dejo en la punta de mis lágrimas,
el ungüento maloliente que me queda dentro,
pudriéndose.
¡Ay!, cómo me desborda el azul craneano del cosmos,
cómo se me eriza el cogote de mirar las banquetas;
soy las latitudes todas del mar océano,
comiendo además el lomo de una tortuga,
cuatro elefantes,
un gran plano,
la caída blonda en el éxtasis
kunderiano del vértigo.
Tengo cerrados los ojos con monedas,
cerradas las manos con un pocito de barro dentro,
cerrada la vagina con torundas de algodón,
cerradas la orejas con bolitas de alcanfor;
calzo guaraches de lazo,
visto de blanco muy blanco lino,
mi rebozo lo llevo en la cabeza,
mi escuintle a lado,
mi beldad,
mi grito,
mi grito…
No entiendo a qué ha venido mi alma,
por qué me llamaba Dios.
―¿Dios existe?―, me pregunto,
Dios me llamaba y existe,
pero nunca se presenta a donde voy,
nunca mira mis circunstancias,
no se conmueve ante los vellos míos que se erizan
reinterpretando el mundo.