INTROSPECCIÓN
Y entonces nuevamente nos dirigimos al lugar de donde veníamos, estaba tan inmerso en la plática con Jassiel que prácticamente me había olvidado de esta señora y el recuerdo que me provocaba de Nayelly; el regreso fue más rápido que la ida y ella estaba a un lado del puesto de tamales que se estaba levantando, con su puesto sobre el suelo.
Sólo respondió con un movimiento de aprobación en su cabeza.
—¿Podrá ir a rezar los rosarios de un difunto?
—¿En tu casa, verdad?
—Sí—respondió un poco sorprendido.
—No soy bruja, te escuché hace rato que viniste.
—Yo le rezo a los muertos, pero igual y voy a tu casa; a la noche llego.
Me quedo viendo profundamente como queriendo descubrir algo pero no me dio miedo, fue amigable, esperanzador, como la caricia de una madre, como un suave y tibio abrazo en una mañana helada de invierno, son de esos momentos que tan sólo duran un pestañeo, pero se vuelven eternos en el pensamiento. Nuevamente entrecerró sus parpados como un gato y tomo un par de panes de entre su puesto y nos dio uno a cada quien.
—Tomen, para el camino.
Don Bryan, esperaba algo más; pero al no ver más respuesta, dimos media vuelta y esta vez tomamos el sentido contrario de donde veníamos. Ahora por este había fuerte olor, porque era la sección de animales, primero los pequeños, como aves y de corral, pero poco a poco había más grandes como borregos, vacas, toros incluso peces y animales marinos en grandes piletas de aguas, y de todos los animales había de múltiples colores, tamaños y formas que casi pudiera pensarse eran especies diferentes, y ya más para el final llegaban infinidad de carretas en donde parecían que traían su carga directamente del campo, porque directamente de las plantas retiraban los frutos, y ya casi hasta el final se veían varias mujeres ABAÑANDO el maíz y el frijol y la lenteja.
—Sí, aquí hay de todo y si no hay es porque no existe, a veces hasta llegas a ver a la reina que viene a comprar, a veces el mercado vende tanto que en días de fiesta, dura toda la semana, yo a veces también vengo con un puesto y siempre se vende; sí, aquí es un buen lugar para la venta.
Seguimos por varias cuadras alejándonos más y más del tumulto y ahora en las calles solo se veían señoras con sus bolsas repletas y alguna que otra carreta en ambos sentidos.
—Vamos con Doña Reyitos, esa señora es eterna, recuerdo que mi mamá me compraba ropa con ella y ya era “doña” y con bastantes años encima, y ahora veme, con hijos grandes, y hasta preparando mi funeral, y ella sigue ahí, a veces me pregunto si personas como ella morirán algún día o simplemente viven desde siempre. ¿Qué tonterías digo, no?
¿Y qué hacías ahí, con Jassiel? Está medio loco, pero no es mala persona, aunque para serte sincero lo envidio, hablar todo el día y no preocuparse de nada, no tiene nada y sin embargo parece tenerlo todo.
—No lo entiendo.
—Sí, mira; no tiene familia, no tiene casa, nunca lo he visto pagar nada y sin embargo siempre hay alguien que está dispuesto a pagar por él, siempre hay alguien que le da posada, le da de comer, es como si tuviera la vida resuelta y sólo por hablar, o mejor dicho, por pensar.
¿Sabías que él vivió en palacio? Fue el tutor de la reina y algunos dicen que estuvieron enamorados, pero entre Juan pueblo y los de arriba no puede haber más que sueños guajiros, si es que fue cierto.
Llegamos hasta un local y entramos; y en él, un mundo de telas, las paredes con montones de tubos de telas, un aparador con objetos que parecían reliquias de tiempos ancestrales, un sillón de tres asientos, pero en donde sólo había un asiento libre, porque los otros dos estaban ocupados por una señora que parecía masticar algo, pero más bien era ese eterno movimiento de mandíbula que llega al final de los años, y a su lado una niña que parecía una réplica de la señora, pues mirando detenidamente los rasgos eran casi idénticos; es más, hasta pude imaginar que si estiras la piel de la anciana miras a la niña o si arrugas la piel de la niña, ves a la anciana; un espejo en el tiempo.
Sobre lo que parecía el mostrador también había infinidad de telas y colores y detrás de todas esas telas, había una señora de pelo entrecano y chino de lentes cuadrados, con un mandil como si fuera a cocinar y con tijeras en mano preguntó.
—¿Qué te voy a dar, muchacho?
—Quiero tela.
—¿Qué tipo de tela? ¿Para que la quieres?
—Para difunto.
Su expresión cambió, como si automáticamente mostrara respeto y como si un velo cubriera su rostro e incluso el tono de voz cambio.
—Ah, un sudario. Sí, mira; tenemos éstas, son manta y popelina; mira, tócalas, ambas son buenas.
Las tocó al principio, pero después era una caricia, una añoranza, una ilusión entre sus manos, como cuando toqué por primera vez la suave piel de Nayelly, sintiendo el ansía de querer abrazarse a ella, pero con el temor del rechazo y te conformas con las yemas y el roce superfluo pero exquisito de la contraparte.
—¿Quién se le murió, es su familiar?
—Sí y no.
—¿Cómo?
—Pues yo, yo soy el que se murió.
La doña se santiguó tres veces diciendo.
—Por los tres clavos de la Santa Cruz.
—Bueno, aún estoy vivo, pero mi esposa dice que me morí; o no sé si realmente está segura, pero el chiste es que estoy organizando mi funeral o lo que sea que esté haciendo. Deme esta tela, tres metros o no sé cuánto tenga que ser; es para mí, usted calcúlele.
Reyitos se lo quedó viendo, y entre incredulidad y cálculos mentales tomó la tela, y mientras la cortaba, Don Bryan agregó.
—También quiero una charola, para llevar a bendecir la sábana con el padre.
—Sí, joven, vaya escogiéndola; están en el mostrador de atrás.
Nos giramos y había atrás cinco charolas, la primera en acabado totalmente metálico y con sobrerelieve de rosas en el contorno; la segunda, blanca con guirnaldas de flores; la tercera, también blanca pero en el centro con una mujer sentada sobre la hierba peinándose el cabello; la cuarta era totalmente negra con adornos florales, como talavera; y la última era de madera con tallado de flores pintadas y el contorno de pétalos de rosa, en un lado un río fluyendo hacia el centro, del otro lado una nube con un sol resplandeciente. Escogió la de madera.
—También quiero un traje, un algo; lo que me voy a llevar a la tumba.
—¡Ah! Mira, tengo varias ropitas, uno de San Francisco de Asís, uno de ángel, otro de…
—Quiero el de ángel.
No sé qué reacción provocó el tocar la tela, el lugar mismo, o todo, pero cuando salimos de ahí, su expresión cambió e incluso hasta el tono de su voz.
—Antes estaba seguro que eran cosas de mi señora, pero ahora; ahora no sé. Y si realmente estuviera muerto, dime, ¿si realmente estuviera muerto; tú me dirías verdad?
—Supongo que le diría que está muerto.
Se lo dije con duda, porque en ese momento me pregunté cómo saber cuándo estas muerto, si nunca he muerto. ¿Cuál sería la diferencia entre estar vivo y muerto? Quizás vio la duda en mi cara, porque agregó.
—Si estuviera Jassiel diría algo así como: “Si supiera la diferencia entre un vivo y un muerto te lo diría, pero como no la sé, pues no puedo asegurarte nada”, o también podría decir: “No lo puedo asegurar porque quizás yo también estoy muerto y no me he dado cuenta y entonces quizás ambos creemos estar vivos, cuando realmente estas muerto”. Supón que mueres, y que pasas a otra vida, pero que es igual a ésta, o sea, que también tienes familia, que tienes que trabajar y todo.
—¿Pero y entonces cual sería la diferencia con estar vivo?
—Pues ninguna. Bueno sí; la diferencia estaría en que ahí estarían los que ya murieron en ésta y quizás así pasas de vida en vida y sólo das de vueltas. Ah, bueno, como sea, me ves raro, pero cuando era niño iba con Jassiel, pero los pobres no podemos darnos el lujo de pensar, aunque pensándolo bien, quizás es el único lujo que debiéramos de tener, como sea, nunca fui muy brillante, quizá por eso me gano la calentura con la Brittany. Seguido me da por pensar qué hubiera sido de mi vida si no me hubiera casado tan chamaco. Bueno, mira, ahí viene el sacristán, igual y nos ahorra la ida hasta la iglesia y gritando.
—¡Solorio!