Por Nidya Areli Díaz
Voy a desembocar en un abismo,
no naceré a la luz
sino a la sombra perpetua.
Tengo en mí tus abrojos
míos son tus demonios
y en rigurosa vereda
llevo enclítica y dócil
el forjado madero de tus penas.
Mírame que te nombro
y no me escuchas.
Óyeme que me muero
y no me miras.
Deslúmbranme las hieles que no dices.
Acúsanme silencios que te sorbo.
Pongo la cera ahora entre mis labios
y pego los centavos a mis ojos,
ciño con lacre mis lloviznas vanas
e infiltro pronta un efluvio a mis arterias
de láudano estéril
contra la nostalgia.
Tú no vas a mirar mis aflicciones,
pensarás que estás solo en la cima de tu valle,
no vas a saborear las sales mías
que corren como causes enlutados.
Mas Dios ha de mirar
allá en su cumbre
que al Gólgota que es tuyo
yo lo abrazo en mi alma,
y Él solo con su paso trinitario
y la pureza sobria de sus ojos
ha de testificar lo que en mi pecho
nace de luna
con verdad eterna.
Seguro vas ahora a cuestionarme
de dónde es que me nace tanta entrega,
yo te diré no sé
pero es del fondo
del fondo amargo
de mis muchas penas.
Me abriría en canal si yo pudiera
y de ser necesario
desangraba mis causes;
yo arrancaría la piel
de cada músculo,
y hasta los músculos
del hueso desprendía.
¿Pues de los ojos
no me brota sangre?
¿Y no lloran mis poros contrariados?
¿Pues no me ves
que soy ahora hiedra,
quemándome en la hoguera de tu ausencia?
Voy a nacer de muerte y reventada,
doliéndome dolencias doloridas.
Ya no me basta el grito ni el silencio
gimo hacia dentro
como contraída.
Tú con toda razón te crees desierto,
pero yo soy el sino enarenado
de ése que habitas demencial, mohíno.
Piensas acaso
que soy yo quien te condena
y quien lleva al patíbulo tu cuello,
urdes mis culpas
como las madejas
del hilo impío
de las parcas negras.
Eres entonces el inexpresivo
soldado del fusil que me remata
y eres el carnicero que degüella
los trozos de razón que aún me quedan.
No vas ahora
a pronunciar mi nombre,
yo sé que esa palabra la olvidaste.
Vas a crucificarte decidido
y yo en tu misma cruz
pero a tu espalda.
Ya no valen la pena las palabras
—infranqueable, desnuda y moribunda—.
No puedo respirar porque se extienden
las pústulas que manan mis alveolos.
No puedo renunciar
a esta fe inhabitada,
pues hallo que el cimiento de mi casa
lo tengo en la llanura de tu dermis.
Pero mírame al fin,
¿qué no te dueles?
¿No sientes
la amargura de mis lunas?
¿Y puedes tú creer que te condeno,
con la sed que me quema en tus pesares?
Mírame
porque soy la que nombra,
la que te mira en un suspiro eterno,
soy la que te adivina con un beso,
la del duelo de ti, de tus angustias.
Mírame al fin,
ya no me des la espalda,
estoy aquí clavada en tu madero,
tengo los mismos duelos de tu alma
y los mismos dolores de tu cuerpo.