“Puedes hacerlo, vamos, estás cerca, seguro que la pared resiste sin tu ayuda, no, no caerá, no se mueve, ¿por qué la sostienes?, ¿tú te mueves? ¡Levántate, sostén la pared de nuevo!, o ¿es el piso el que se agita? Quédate quieto, así, firme, eleva el pie izquierdo, ahora el derecho, ¡flexiona las rodillas!… ¡Ahí estás, otra vez en el suelo! ¡Despertarás a toda la calle! Te observan… ahí, mira la ventana, es ella, ¿logras escucharla?…”
Amanece, el medio día arriba, la tarde se hace presente; Dalton no abre los ojos. Sostenido firmemente de su almohada pugna por no girar, necesita hidratarse con urgencia, con cualquier líquido; pide auxilio ¿Por qué vive tan solo?, se pregunta. No cree en Dios, pero suplica la existencia de uno, ¡uno solo!, de tantos que ha creado el hombre, y que aquella entidad divina detenga el remolino en el que se encuentra virando sin remedio, que repare su jaqueca, su hígado, ¡Dios, mátame, o al menos dame agua!, grita desesperado, huyendo de la luz que lacera desde los resquicios que asoman entre las cortinas de su habitación; vomita.
Terrible resaca sufre Dalton, infame argamasa de memorias falsas, todas, indudablemente, ¡no, no todas, ella no! La vio, estática, intratable, de vuelta en su antigua morada, ese recuerdo no es ficticio, no, ¿qué hacía ahí?, ¿por qué vuelve?, la escuchó, del mismo modo que lo hacía meses atrás, ¿un año?, ¿ha pasado tanto tiempo?
Nunca se sabe cuándo ni cómo, empero, la pequeña retorna con su padre, microhabitan, marchan y vuelven en espasmódicos ciclos imposibles de calendarizar. En Montalvo se han colmado las pupilas y los tímpanos de los residentes que caminan cual zombis nocturnos con regularidad…, todos se percatan de los visitantes, de la nocturna lucha de la niña, el vaivén de pies sin zapatos, los sonidos de botellas rompiéndose casi acompasadamente, los cantos vikingos, el llanto y las espinosas voces. El padre se convirtió en un alcohólico poco antes de partir, ¡qué cosa!, ¿cómo es que las adicciones se precipitan tan velozmente?, ¿en un par de horas? Cuánto se echaban de menos. Ya no viven aquí, es cierto, sin embargo, más de un vecino aún les considera de planta, a pesar de los tapones en las orejas, las capuchas, antifaces y vendas que se han puesto de moda entre los que niegan su presencia.
Dalton mejora paulatinamente, como es de esperarse en un beodo de ocasión, brinda con agua, y celebra el nuevo día que marca su primer minuto. El flamante crudo no pretende dormitar, piensa, camina a oscuras, conmemora las asistencias previas, examina a los turistas y sus comparecencias menudeadas.
La teoría más aceptada recita que los foráneos atracan en Montalvo a horas inapropiadas para familias decentes, por ello nos toman por sorpresa, aunque yo refuto aquello. He visto al padre de la niña caminando por las tardes, con la pipa negra en la boca, exhalando confianza por las narinas y descortesía por las orejas, y a la pelirroja diminuta jugar en el jardín del tozudo anciano del 203, delatada vivazmente por sus desordenadas pecas que gambetean y sonríen por ella, porque ella no sonríe, anda siempre sería, los párpados le pesan; sufre en demasía. George también les ha visto, ha escrutado sus sombras en la segura distancia, a través de las ventanas, de los visillos ingeniosamente colocados; teme acercarse lo suficiente como para descubrir atroces verdades. La rojita gimotea, padece inaguantables dolores invisibles a los vecinos expectantes que silencian sus corduras, el padre ríe, ríe/llora, llora/ríe, bebe, golpea, qué improbable es saber lo que hace con exactitud.
Ellos no lo saben, pero los vecinos los ignoran hace meses, omiten rumores y aclaman escándalos que señoreen a gran escala. En Montalvo se olvida todo rápidamente, incluso la pelirroja, la pequeña adoptada por el infecundo hombre, Bruno. Ella siempre grita, jadea abriéndose paso en mares de torturas, atravesada por la indolencia del vecindario…, desaparece.
Dalton necesita verlos de nuevo, no se atreverá a penetrar en su domicilio temporal, ¡no!, no auxiliará a la niña, la rojita, tampoco aspira a sanar el alcoholismo del violento Bruno. Pisa la línea amarilla marcada al centro de la calle, la línea divisoria entre los que se permiten dirigirse al este o al oeste, no hay más alternativas. Dirige las cejas, la nariz y los labios hacia la oscuridad del 201, sus ojos y oídos sortean este destino, son más precavidos. Casi llega al final del camino, no hay rastro de los visitantes, pero hay fiesta en el 205.
-¡Dalton!, ¿qué haces afuera a estas horas?
-¡Ah!, salí a fumar un cigarrillo, Alina.
-¿Y el cigarrillo?
-Eee… es que no fumo.
-¿Siempre eres tan raro?
-Eso parece.
-¡Pasa, sírvete algo!
-No, gracias, no conozco a nadie ahí dentro eeh… tus invitados son algo jóvenes, no quiero incomodar.
-¡Relájate, abuelo!, sólo eres cinco años mayor que yo.
-Lo sé, pero… disculpa, anoche bebí demasiado y… aún no logro recuperar…
La mirada de Alina abandonó a Dalton y a su aburrida charla, sus oídos designaron maquinalmente los lamentos de Daria, la rojita, echada fuera de casa, con la frente orientada hacia el césped, tenis y short rojo alerta, manos a las rodillas… Bruno, bebiendo, su silueta mete en problemas al resplandor que se enciende y apaga en la habitación superior, ruidos enérgicos…
Alina no está más, renunció a la calle para introducirse a su fiesta, no hizo comentario alguno, pero yo… Daria… necesita ayuda… quizá yo pueda… ¡niña!
Ágilmente, las piernas de Dalton se desplazan con pasos computados, desconociendo la torpeza de la madrugada anterior, anda cual serpiente gatuna, silencioso, soportando la cabeza erguida y el endemoniado frío que golpea de pronto. Enrutándose en un zigzagueo irreflexivo se aproxima en pocos segundos, “Daria, pequeña rojita, no sufras, te has mudado hace ya tanto tiempo, un suspiro apenas. Tu padre quedó tan solo, olvidó la mansedumbre y se tornó feroz, debiste verlo, no tardó ni una semana en seguirte, con los brazos sangrantes, cómo no sangrarían si de ahí fuiste arrancada de manera tan pacífica, en un sueño o dos, en un plácido reposo sin ronquidos aterciopelados, cómo olvidar la tarde en la que Montalvo lo vio huir a toda prisa, tan amedrentado que deprimía hasta la carcajada, partió sin maletas, entre tanta gente malsana haciendo bullicio, y sirenas, y ambulancias desintoxicadoras, pero fue muy tarde, él estaba ya congestionado; ustedes ya no viven aquí, es cierto, ya no viven”.
…
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