Por Alberto Curiel
Necesito poco, y lo poco que necesito, lo necesito poco
Francisco de Asís
Arrellanado en algún escaño húmedo de la alameda, las remembranzas caen en mi cabeza como gotas delgadas de lluvia, galopantes imágenes borrosas, fotografías sin encuadre, barridos. Comenzaré por decirle a usted, lector, que la misántropo Annjuly no me ha solicitado escribir acerca de ella. Esto ha sido obra de la mera y subordinada fascinación fulgurante que dejó en mí.
Annie es, o fue el individuo más exitoso y enigmático con el que me he topado. Me lo pareció desde el primer vistazo que di a su destellante figura aquella tarde en la que descansaba a orillas del mini lago de Texcoco, mirando la recreación de las montañas y serranías de la antigua cuenca en las lomas y árboles del parque Tezozómoc. Debí torcer mi cuello que reposaba sobre mis antebrazos al escucharle masticar entre sus dientes: “Habitualmente uno publica su trabajo con fruición y suficiencia, sin embargo, este no es el caso. Mi novela lleva por epígrafe: Nice to meet: Mon amour…” Estaba leyéndome. Desconozco si aquel encuentro habrá sido intencionado o fortuito… Entonces, la conocí.
Fue fugaz el trato con aquella dama que me hizo acompañarla hipnotizándome. Fugaz relativamente. En algún tiempo partiré, dijo al final del día, me han exiliado. Preferí no preguntar a qué se refería. Ella reveló los pasajes más cotidianos de su vedado andar ante mí, y sin embargo, en Annjuly, lo cotidiano era descomunal.
No portó artilugios, maquillaje, o adornos en los meses venideros, fronterizos a su partida; nunca lo hizo. Detestaba pintar sus uñas, colorear sus labios o ataviar sus ojos. Creía en el maquillaje como el procedimiento predilecto del espionaje, la usura y la falsedad; ella no quería disfrazarse, ocultar su aspecto genuino detrás de una máscara. Tampoco usó tacones en el teatro, los coloquios o las cenas a las que me invitó; confesó lo incómodos que resultan, lo antiestéticos e insalubres que eran, además veía a estos como una imposición social de elegancia equívoca, sin sentido.
Después de mi partida volveré para verte y que tú me veas, en un año exactamente, espetó frotando mi barbilla. La veo separándose de mí, de lo que alguna vez fuimos: Nada. Alcanzo a distinguir entre sus palabras de despedida: Temo nadie me recuerde, todos saben que existo, pero nadie ha logrado verme. No pude comprenderlo entonces, ni ahora. Han acontecido apenas seis días desde su retirada… quedo aturdido; no la recuerdo. Conservo su voz, el hálito de su boca, la algazara de nuestras charlas, pero a ella no. No tengo su tacto ni sus labios, un fragmento de su piel. ¡No tengo nada! Golpeo mi cabeza y me pregunto: ¿cómo pude olvidarla?
Tomó un vuelo muy importante a no sé dónde también muy importante. Su padre me recibe en su morada, me cuenta lo que alguna vez Annie también dijo:
¿Sabes? De pequeña la sospeché retrasada. Los citatorios y recados enviados por sus profesores sobraban en mi escritorio. No realizaba las tareas encomendadas, no hablaba en absoluto. Los galenos en tropel diagnosticaban totalmente sana a mi hija. Yo la amonesté severamente.
Cuando cursó el cuarto grado, mientras mirábamos televisión, mis orejas se enteraron de su voz por vez primera: Especial, especial, especial, cada uno es especial, repetía ella. Y en la pantalla danzaba salmodiando una botarga cárdena y verde de dinosaurio, y seis niños orbitándole hacían coro enternecidos. Especial, especial, continuó ella. ¡Vaya mendacidad!, ¿no lo crees padre? Sostener que la sola existencia lo hace a uno especial, ¡qué ardid tan audaz!
Aquello me descompuso un tanto, sin saber que ella, encubierta, escribía ensayos y leía mamotretos enteros de mecánica cuántica, astrofísica, filosofía e historia del arte entre otras cosas. Más bien lo hacía a todas luces, yo vi los libros bajo su cama pero nunca reparé en hojearlos. Los adquirió desembolsando el numerario dominical que yo le proporcionaba. Don Marco y yo charlamos por horas, él daba golpecitos al suelo con su pie izquierdo, yo rascaba mi nuca. Han transcurrido dos meses.
Annie hablaba de la vida y de la gente como cosas separadas, decía que todo es infinito en conjunto, asimismo todo es perecible de forma individual. Me enseñaba siempre, mucho; a veces me parecía ser una hormiga frente a una inmensa montaña. Escupía panegíricos holísticos, disertaba sobre la constante cosmológica, la flecha del tiempo, la entropía y la asimetría de los bariones, y lanzaba preguntas al aire respondiéndose ella misma. En la mayoría de nuestras charlas, yo no entendía lo suficiente, soy un poco tonto, no tanto, sólo un poco. Ella decía lo mismo de sí.
Un miércoles abrasador de marzo, bajo la mirada límpida de los cielos, dirigiéndome a paso veloz sobre las aceras del centro histórico, como si llevara los ojos vendados, me llevó a conocer Krayolas. Así, sin anuncio previo, sin alarde ni envanecimiento. Entré en un recinto pequeñito manchado de manos y rayones, trazos de todos colores grabados en las paredes, y un conglomerado de niños corrió en dirección nuestra ciñendo la cintura de Annie. Aquello era una fundación que había creado sigilosamente, funcionaba con voluntariado. En primera instancia para alimentar a niños sin hogar, posteriormente convirtióse en guardería de desamparados infantes, de todo tipo: bípedos, cuadrúpedos, lampiños, escamosos, peludos o alados, cuidando de ellos hasta el momento en que se encontrasen en condiciones óptimas para ser trasladados a una casa hogar o algo parecido, y ya no fue tan pequeñito el sitio. Annie exponía alborozada, sonriente: ¡Damián, el pequeño que era desnutrido ha subido cuatro kilos, Gibrán ha conseguido escribir su nombre!, ¡mira! ahí va Alicia, ¡ya camina! Yo caí de bruces, las lágrimas brotaron de mis ojos, al tiempo que el techo iba alejándose y Annie creciendo, las paredes se iluminaban, todo se iluminaba, lo provocaba ella, yo seguía encogiéndome. Annie extendió su mano sobre mí.
Conversa sobre Dios, yo no creo en dios, pero me le uno a su panteísmo, me atrapa. Su rostro de mil formas cambiantes, su piel de todos colores gira incesante mientras habla, mientras es. Entonces entiendo a Goethe, a Homero, a Baudelaire, a Picasso, a Flaubert, a Byron, a Velázquez, a Rembrandt, a Schubert, la poesía experimental de Iván, los encriptados textos de Nidya, a la Maga y a Horacio. A todos los grandes que nunca deduje, a todos los poetas que no conozco, pero tú sí. Han pasado seis meses.
No creas que por ser diferente acogió una niñez distinta. Los niños la importunaban constantemente. Algunos días entraba por aquella puerta parda sin nada sobre sus hombros, hurtaban su talega, su lonchera o la vieja americana raída. En un par de ocasiones llegó con algunos moretones en sus pequeñas piernas. Le habían arrojado piedras. Los chiquillos le llamaban bruja por su cabello desordenado; muda, le gritaban. Pero esto no se detuvo con el paso del tiempo, a los doce, catorce, diecisiete, veintidós: siempre fue idéntico. Mi Annie no concibió una amistad durante años, hasta que te conoció a ti. Ya no le arrojaban rocas, ni expoliaban sus prendas; empero, las palabras herían más que cualquier acción física. Mujer de poco mundo, ignorante pobretona, estúpida, mascullaban porque para Annie no tenían significado alguno las palabras Dior, Chanel, Prada, Armani, Versace, Hermés, Gucci. La oficina entera se desternilló en risas al escucharla rechazar un bolso Louis Vuitton que le ofreció el jefe de su primer empleo. Enfermé de rabia cuando la encontré sollozando en la oscuridad de su habitación; su superior estaba profundamente enamorado de mi hija, por ello el obsequio, ella se negó. ¿Para qué sirve eso padre, por qué habría de quererlo? ¿Por qué he de desear piedras “preciosas”? Para mí no son más que guijarros atornasolados, sin utilidad alguna. ¿Si el hombre es como la rata que corre presurosa cuando el brillo de algún cable de cobre llama poderosamente su atención, y como el cerdo que va con el hocico adherido al suelo, consumiendo como acción automática, qué objeto impelerá su inminente destino, la consunción intelectual, la involución…?
¿Te preguntarás cómo soportaba a los trapisondistas? Ella creía, al igual que Gandhi, que la verdadera lucha del hombre debe estar dentro de uno mismo y no hacia los demás. Tal vez Gandhi entendía mejor que el mismísimo Nietzsche lo que significa la voluntad de poder, quizá él estaba un paso más cerca de hallar al hombre superior. ¡Qué cosas digo!, me gustaría haberle conocido. Excúseme por interrumpirle Don Marco; esto le resultará extraño; ¿podría usted describirme a su hija físicamente? Verá, no he bebido, o algo similar, parece que… le he olvidado totalmente. ¿Qué quieres decir con que le has olvidado? ¿Estás bromeando, hijo? Don Marco esbozó una risa tozuda para proceder inmediatamente a fruncir el ceño, cruzar la pierna, desorbitar los ojos y ascender las palmas de sus manos hasta su arrugada frente. Miró los contornos de su casa, aguzó el oído, entrecerró los párpados escudriñando un cuerpo invisible. Me observó conmovido, ceñudo, abrió la boca y soltó despaciosamente: no la recuerdo. Han pasado ocho meses.
A ella no le alcanzaba la Tierra, acariciaba otros mundos que no conoceré jamás. Mencionó utopías que a nosotros nos resultarían distópicas, libres de sátrapas, segregaciones y escaramuzas. Don Marco y yo coincidimos en algo. Nos reunimos con frecuencia cual si armáramos un rompecabezas con piezas imaginarias, de memorias que no asisten, que nos eluden. Yo acudo a Krayolas. Juanito, Diana, Gibrán, Mayte, Damián y Alicia que tiene tapioca en los dientes, concuerdan con nosotros también. Annie rechazaba las fotografías, a falta de éstas, hemos elaborado un retrato hablado bastante insuficiente. La alusión de Annie evoca a un halo de luz, un perímetro luminoso en donde su silueta se pierde. No hay nada más. Las ovejas nunca quieren salir del redil, debes permanecer, les dicen; entonces salir del redil es bueno. Ella te abrió los ojos ¿verdad, hijo? No señor, en absoluto. Ella los cerró, ahora miro hacia dentro y no hacia afuera, de ese modo es más sencillo saber por dónde voy y no por dónde van. Ya casi es tiempo, volverá en un mes.
Ya se va evaporando la humedad de mi escaño, el clima es como aquella mañana en la que sembramos árboles, reímos y culminamos empapados en tierra. El tránsito vuelve, las personas caminan no sé a dónde o para qué. Yo la espero, justo en el lugar que me asignó. Aguardaría las horas, los meses que fuesen necesarios, me pregunto qué tanto habrá cambiado, me pregunto cómo será ahora y cómo era antes. Un destello remoto maquilla los cielos, desciende en un vaivén de acrobacias sin límites, está acercándose; ha llegado. Mis córneas se afligen, sé que es ella, pero no conquisto una vislumbre de su imagen, debo entornar los párpados y colocar mi antebrazo por encima de mis cejas. Los transeúntes adyacentes, suburbanos, tampoco resisten, deciden tapiar sus ocelos, ahogar a sus niñas. La luz es incandescente, insoportable. Así se inaugura mi entendimiento, Annie corta el listón, y la distingo poco a poco, los demás, otrora dueños de sí, se encorvan y se interrumpen, quedan paralizados ante la inviabilidad de su más preciado sentido. Todos ellos están ciegos, y yo que hace tanto aprendí a andar con los ojos cerrados.
Entonces infiero que este universo es de los pequeños, de los errantes e inmutables. Contemplo la estampa en lo alto, Annie prosigue su travesía, no se está acercando, se esparce, extiende sus alas y despeina su melena, aumenta sus dimensiones, no alcanzo a distinguir sus confines, es inmensa, infinitamente grande, y continúa creciendo. Sus palabras de adiós resuenan en mi cabeza, las descifro: Todos sabemos que existe el sol, pero nadie ha podido verlo. Un año, trescientos sesenta y cinco días tardó en volver. No, ella permaneció inmóvil, fui yo quien delineó una parábola en el alfoz cósmico.
Annie es una estrella que ahora se viste de escarlata, una gigante roja. Aledañamente el terreno se torna árido, los cuerpos se consumen, y yo soy testigo de ello como si fuera ajeno. Annie comienza a colapsar, estalla arrasando lo que aún quedaba en pie, apartándome, proyectándome a una velocidad vertiginosa. Disminuye, se comprime, y rutila con mayor fuerza que antes, es tan pequeña y tan inmensa a la vez. No cabe aquí, no fue exiliada, es aceptada en algún sitio al que no podremos acceder los demás. Sale del firmamento, escapa testando un gran agujero negro delante de mí. Yo sigo viajando en dirección contraria, repelido por la energía de su explosión, naufragando, desapareciendo. No dice que no volverá a verme y yo no le digo que fue un placer.