Todo comenzó en el Instituto Andaluz Universitario de Criminología de la Universidad de Málaga, en 2026. Lo que parecía un proyecto discreto y técnico, pronto se transformó en una de las investigaciones más polémicas de la historia reciente. El objetivo inicial no era ambicioso: una colaboración entre el departamento de Neurofisiología y el de Justicia penal para identificar patrones neurológicos comunes en criminales reincidentes. La motivación era tan pragmática como inquietante: reducir la reincidencia delictiva, que originaba un fuerte gasto para el gobierno.

Durante más de cinco años, miles de cerebros fueron escaneados con resonancia magnética funcional (fMRI), una tecnología que permitía mapear la actividad cerebral con una precisión nunca alcanzada. El estudio, aunque meticuloso, no era único. Países como Argentina, Colombia y Corea del Sur llevaban a cabo investigaciones similares, en busca de esa quimera científica: un biomarcador del crimen. Una señal anatómica que predijera la violencia antes de que esta se manifestara.

Pero fue en Málaga donde un joven doctorando, Darío Calderón, dio con un hallazgo inquietante: encontró una correlación sorprendente. Más del 80% de los sujetos con antecedentes de agresividad extrema, impulsividad crónica y falta de remordimiento, presentaban un agrandamiento atípico de la ínsula, una estructura cortical profundamente enterrada en el cerebro humano.

La ínsula, esa región escondida entre los pliegues del lóbulo temporal, hasta entonces era una gran desconocida fuera de los círculos académicos. Se sabía que estaba implicada en la percepción del dolor, la autorreflexión, la conciencia corporal y las emociones sociales. Pero lo que Darío descubrió iba más allá de lo conocido: la ínsula estaba sobreactivada en estos sujetos, y su conexión con el lóbulo frontal era débil.

Era como si esa región dictara respuestas emocionales y comportamentales sin filtros, sin barreras corticales, impulsando al individuo a reaccionar de forma desproporcionada ante estímulos que la mayoría consideraría triviales. Sus cerebros reaccionaban con furia, dolor o desconexión ante el más mínimo gesto social: una mirada, un roce accidental, una palabra malinterpretada.

El doctor Emilio Ferrer, director del Instituto y mentor de Darío, propuso entonces una hipótesis que dividió a la comunidad científica: si esa zona del cerebro estaba relacionada con la violencia, ¿por qué no aplicar una ablación quirúrgica para reducir su actividad? Si la cirugía lograba disminuir la impulsividad y la agresión, quizás se podría cambiar el destino de miles de personas, liberar las cárceles y transformar la justicia para siempre.

—La ínsula podría ser la raíz biológica del crimen. Si logramos modularla, podríamos eliminar el mal de raíz —dijo Ferrer, en un congreso cerrado del Consejo Nacional de Neurocriminología.

Pero antes de operar cerebros humanos, necesitaban pruebas. Y sujetos. Muchos sujetos.

Ferrer propuso entonces un acuerdo sin precedentes: ofrecer a los reclusos condenados por delitos violentos una reducción significativa de sus penas si aceptaban someterse a resonancias magnéticas funcionales, evaluaciones psicológicas y, eventualmente, a una intervención experimental. La propuesta fue bien recibida entre los internos. Para muchos, era la única forma de recobrar su libertad en menos de diez años.

Los primeros escaneos confirmaron la hipótesis. La ínsula aumentada era un patrón consistente entre los reos más agresivos. Para probar la reactividad emocional, se sometió a los participantes a estímulos controlados: sonidos molestos, imágenes provocadoras, provocaciones verbales grabadas. Las respuestas eran inmediatas: sudoración, taquicardia, presión arterial elevada, pupilas dilatadas. Algunos gritaban, otros golpeaban la mesa, incluso sabiendo que estaban siendo observados. Su radar emocional estaba descompuesto. O quizá, sobrealimentado.

El siguiente paso era la intervención. Ferrer diseñó un procedimiento mínimamente invasivo, con láser guiado por resonancia funcional, que permitía desconectar parcialmente la ínsula de sus conexiones con las áreas límbicas, sin necesidad de extirpar tejido. Los ensayos con animales demostraron efectos notables: las ratas operadas eran menos agresivas, más tranquilas, incluso en entornos de competencia por alimento o territorio.

Pero había riesgos. En un pequeño porcentaje —alrededor del 10%— los sujetos perdían la capacidad de iniciar el lenguaje, mostraban apatía total, dejaban de responder a estímulos afectivos. Se volvían sombras de sí mismos. Ferrer no lo ocultó, pero tampoco lo enfatizó. Lo llamó “riesgo aceptable”. El Comité de Ética Nacional, presionado por los alarmantes índices de violencia, aprobó el ensayo clínico en humanos. Nació así el Protocolo Ínsula.

Al principio fue voluntario. Un experimento con seguimiento psicológico riguroso, auditorías externas y comités supervisores. Los primeros intervenidos mostraron una reducción drástica en su comportamiento violento. La reincidencia bajó de un preocupante 72% a un asombroso 4% en tres años. Además, los delitos cometidos por quienes sí reincidieron carecían de violencia: pequeños hurtos, fraudes, faltas administrativas.

Los medios celebraron el descubrimiento como un milagro de la neurociencia aplicada. “El fin de la violencia”, titulaban los diarios. El gobierno español, necesitado de resultados rápidos, convirtió el protocolo en política pública. Lo que comenzó como una intervención médica voluntaria pasó a ser una obligación para todos los condenados por crímenes de sangre, y pronto para cualquier delito que implicara agresividad, aunque no hubiera resultado en lesiones.

En 2042, con la aprobación de la Ley de Prevención Conductual por Biomarcador Neurológico, nació el Sistema de Alerta Penal Biométrica (SAPB). Un sistema integrado que combinaba datos de comportamiento, escaneos cerebrales, y lectura constante de variables emocionales. Las huellas digitales se conectaban a bases de datos que incluían patrones de voz, ritmo cardíaco, sudoración, microexpresiones, dilatación pupilar y actividad en redes sociales. No era necesario cometer un delito. Bastaba con ser sospechoso de una reactividad emocional inusual para ser citado al Centro de Intervención de Málaga.

El SAPB funcionaba como un organismo autónomo, con algoritmos de autoaprendizaje que detectaban desviaciones emocionales en tiempo real. Al menor indicio de lo que llamaban hostilidad aumentada, se activaba una alerta. Cámaras callejeras con inteligencia artificial analizaban movimientos corporales; sensores de voz detectaban cambios en el tono y la intensidad emocional de conversaciones cotidianas. Incluso los dispositivos personales —móviles, tabletas, relojes inteligentes— recolectaban datos biométricos sin consentimiento explícito.

Una simple discusión telefónica, un comentario sarcástico en una red social, una mirada prolongada en una estación de metro… todo podía ser interpretado como un riesgo. Si además el individuo tenía historial de ansiedad, depresión o consumo de sustancias, el sistema recomendaba una resonancia de control. Si la ínsula aparecía aumentada, aunque fuese mínimamente, se procedía con la ablación.

El protocolo no admitía matices. La máquina no contemplaba contextos emocionales ni historias personales. No existía la posibilidad de hablar con un juez, ni con un psicólogo. El sistema era juez, jurado y ejecutor. Y la población, lentamente, comenzó a acostumbrarse. Muchos aceptaban las intervenciones con resignación. Otros, con gratitud. Algunos, incluso, las solicitaban por voluntad propia, convencidos de que así serían mejores padres, parejas más tranquilas, empleados más productivos.

Pero no todos estaban de acuerdo.

Darío Calderón, quien había diseñado el sistema junto a Ferrer, empezó a incomodarse profundamente. No era sólo una intuición. Era un vértigo. Su investigación original no había nacido como un arma preventiva, sino como una herramienta de reinserción. Quería ofrecer una segunda oportunidad a quienes habían fallado. Creía que, al modificar el circuito de la agresión, los expresidiarios tendrían menos probabilidades de ser estigmatizados, y podrían volver a la sociedad como ciudadanos funcionales.

Pero el uso del protocolo como mecanismo de control anticipado lo desbordaba. Sentía que lo habían traicionado. O peor: que él mismo había traicionado su ética, su propósito, su conciencia. Todo colapsó el día que recibió una llamada. Su mejor amigo, Julio Alcántara, filósofo y docente universitario, había sido intervenido.

—¿Qué pasó? —preguntó Darío, incrédulo.

—Discutió con un guardia de seguridad. Fue una nimiedad… pero la cámara lo grabó alzando la voz y haciendo un ademán brusco. El SAPB activó la alerta. Lo detuvieron, lo escanearon, y su ínsula apareció “ligeramente hipertrofiada”.

—¿Y lo operaron por eso?

—Dijeron que era una intervención profiláctica. “Sólo un ajuste menor”.

Pero tras la cirugía, Julio se apagó. Era como si lo hubieran vaciado por dentro. Perdió la fluidez verbal, la capacidad de tomar decisiones simples. Pasaba horas enteras mirando una taza sin decidir si tomar el café. No leía. No escribía. No pensaba.

Cuando Darío lo visitó en su apartamento, apenas lo reconoció. La mirada de Julio era opaca, disociada. Le parecía increíble que ese hombre callado, taciturno, fuera el mismo que su sinodal para su tesis de maestría, su elocuente maestro de charlas interminables con debates finamente argumentados sobre el origen neuroanatómico del ser.

Le tomó la mano y le dijo:

—Me desconectaron de mí mismo. Estoy vivo, pero no soy yo.

Ese día, Darío colapsó emocionalmente. En una reunión del comité directivo del instituto, enfrentó a Ferrer con una rabia incontrolable. Le gritó que lo habían engañado, que habían usado su investigación como excusa para mutilar cerebros. Arrojó al suelo instrumental quirúrgico y amenazó con acudir a la Comisión Internacional de Derechos Humanos.

Ferrer lo miró con una mezcla de compasión y desprecio.

—No entiendes, Darío. Esto no es personal. Es política de Estado. El mundo ya no puede permitirse la incertidumbre. Los gobiernos necesitan control. Necesitan garantías.

—¡Esto no es garantía! ¡Es genocidio neuronal! —gritó Darío, antes de abandonar la sala.

Pocas horas después, su huella digital fue registrada como “riesgo de reacción desproporcionada con capacidad operativa”. El SAPB lo marcó como potencial agresor de grado tres. Recibió una notificación obligatoria para presentarse al Centro de Intervención de Málaga en un plazo no mayor a 48 horas.

En lugar de acudir, Darío huyó.

Quemó sus documentos, abandonó su vivienda en Málaga, destruyó sus dispositivos electrónicos. Sólo se llevó un viejo teléfono Nokia sin acceso a internet. Se refugió en una cabaña en las afueras de Andalucía junto a su esposa Clara, psicóloga clínica especializada en regulación emocional. Ella fue quien le enseñó mindfulness durante su posgrado. Fue también quien lo sostuvo cuando cayó en depresión, tras las primeras ablaciones fallidas. Era su compañera, su equilibrio, su ancla.

Vivían sin tecnología, sin huellas. Sólo el bosque, el silencio, los pájaros.

Desde allí, Darío contactó a viejos colegas, médicos disidentes, expertos en Criptografía y Neuroética. Formaron una red subterránea. Compartían casos, escaneos, grabaciones, técnicas de regulación emocional no invasivas: neurofeedback, reestructuración cognitiva, meditación guiada, psicoterapia basada en compasión. Reunían pruebas de que la violencia podía disminuir sin necesidad de cirugía, de que el agrandamiento insular no era una condena, sino una predisposición que podía modularse con entrenamiento adecuado.

Pero el sistema no entendía eso.

Para el algoritmo, un cerebro con ínsula hipertrofiada era un enemigo. Estaba predeterminado para ser agresivo. No importaba el contexto. No importaban los años de autocontrol, la historia de vida, las prácticas de atención plena, ni las circunstancias emocionales. Sólo importaba el volumen cortical, las conexiones sinápticas y la activación funcional.

Darío sabía que no podría esconderse para siempre. Uno de sus contactos fue capturado. Su computadora, incautada. Entre sus archivos se encontraba una copia encriptada de los escaneos de Darío, junto con su testimonio: un hombre con ínsula aumentada, sin historial de violencia, sin antecedentes penales, con más de diez años de vida profesional dedicada a la regulación emocional.

La red fue descubierta. Varios miembros fueron arrestados. Otros lograron huir. Darío y Clara permanecieron ocultos, pero sabían que el cerco se cerraba.

Entonces ocurrió algo inesperado.

Una grabación filtrada, atribuida a Darío, comenzó a circular por la red. En ella, se lo escuchaba decir:

—La ablación no es rehabilitación. Es amputación moral. Estamos eliminando la posibilidad de cambiar por voluntad.

Sus palabras se viralizaron. Fueron citadas por periodistas, activistas, neurocientíficos. Una de ellas, Ada Ruiz, periodista especializada en Neuroética, decidió investigar más a fondo. Entrevistó a familiares de operados, revisó informes clínicos, accedió a bases de datos del sistema sanitario. Descubrió patrones ocultos: depresión profunda, trastornos disociativos, pérdida de sentido del yo, anhedonia, ideación suicida. Lo que se había vendido como un avance era, en muchos casos, una tragedia silenciada.

Publicó un reportaje devastador titulado: “La sociedad sin ínsula”.

El artículo se replicó en medios internacionales antes de que el gobierno pudiera censurarlo. Las redes sociales estallaron. Familias comenzaron a exigir auditorías. Organismos de derechos humanos pidieron explicaciones. Instituciones académicas se deslindaron. Y en el corazón de esa tormenta, Darío, aún escondido, planeaba su siguiente movimiento.

Esa noche, en su refugio entre pinos y bruma, Darío caminaba en círculos por la cabaña. La filtración del video lo había expuesto. El silencio era espeso. Clara lo observaba desde un rincón junto al fuego. Él murmuraba frases inconexas, como si intentara organizar un pensamiento imposible. Los músculos de sus hombros estaban tensos, su respiración entrecortada.

—¡Todo lo que construimos! ¡Todo lo que defendimos lo están usando para mutilar la mente! —gritó de pronto, golpeando con el puño la pared de madera. El impacto dejó una marca roja, vibrante, muda.

Clara se levantó sin prisas. Caminó hacia él, tomó su mano ensangrentada y la llevó con suavidad a su pecho.

—Respira —susurró—. Como lo hacías en terapia con tus pacientes.

Darío cerró los ojos. Inhaló. Uno, dos, tres, cuatro. Exhaló lentamente. Otra vez. Otra más. El temblor en sus hombros se desvaneció. Las lágrimas brotaron con una suavidad inesperada, como una lluvia tibia y callada.

—No soy mi ínsula —dijo, apenas en un susurro quebrado—. No soy mi pasado. No soy mi estructura.

Clara asintió. No como una afirmación cualquiera, sino como quien sostiene un credo. Ella no era sólo una psicóloga especializada en regulación emocional con mindfulness; era su compañera de vida, quien lo había admirado y amado incluso antes de que el mundo celebrara —y luego demonizara— su descubrimiento. Lo conocía más allá de sus logros científicos. Sabía que el Darío que tenía delante no era un fugitivo, sino un hombre que se había atrevido a sentir culpa. Y por eso, aún estaba del lado de la humanidad.

—Entonces vamos a demostrarlo juntos —le dijo.

En ese momento, Darío comprendió que no estaba solo. Su lucha no era sólo científica. Era personal. Era colectiva.

Una semana después, llegó a sus manos un documento clasificado: se avecinaba un Congreso Global de Neuroseguridad en Bruselas. El evento reunía a los principales líderes en Bioética, Neurociencia, Defensa y Salud de los cinco continentes. Estados Unidos, Corea del Sur, China, Canadá, Alemania, Japón y varios países latinoamericanos enviarían delegaciones.

Ferrer sería el representante europeo y orador principal.

Entre los documentos filtrados por un exfuncionario español —ahora exiliado en Lisboa— aparecía la minuta de una reunión privada. La conversación entre el delegado de Corea del Sur y un asesor estadounidense revelaba el verdadero alcance del programa:

—Nuestro pueblo es impulsivo, señor presidente. Con esto acabaremos con la delincuencia desde su origen —dijo el coreano.

—Y con la disidencia también, si somos sutiles —respondió el estadounidense, con tono burlón.

—Es hora de que los delincuentes asuman que sólo son un lastre para las sociedades en expansión como las nuestras.

Era evidente que el Protocolo Ínsula ya no era una estrategia nacional. Se había convertido en el embrión de un modelo global de control conductual.

Darío no podía permitirlo.

Con ayuda de la red subterránea, falsificó un pase biométrico de observador neutral y logró infiltrarse en el congreso con un pequeño proyector portátil oculto en su maleta. Clara, desde un punto seguro, coordinaba los accesos a los archivos que usaría.

El evento se celebró en el Salón de Convenciones de Bruselas, un edificio blanco, estéril, con luces azules que lo hacían parecer una nave médica futurista. Ferrer subió al estrado con su habitual porte elegante. Vestía un traje gris perla, sin arrugas. Su voz, serena y firme, hablaba de “una Europa libre de violencia”, de “armonía cerebral” y “optimización emocional”.

Fue entonces cuando Darío se levantó desde la zona media del auditorio y activó el proyector.

En la pantalla, una imagen estremecedora: un cerebro abierto, la ínsula iluminada, marcada con láser. Una voz automática narraba:

“Ablación del polo anterior. Corte de conexión con el sistema límbico. Reducción de reactividad. Efecto secundario: pérdida de empatía. Riesgo de despersonalización”.

El auditorio guardó silencio.

Luego apareció el mensaje:

“No somos errores de diseño. Somos seres humanos en transformación”.

Darío alzó la voz:

—¡Esto no es ciencia! ¡Es mutilación preventiva!

—¡La cirugía causa pérdida de identidad, de empatía, de juicio! ¡Estamos destruyendo la posibilidad de que alguien elija ser mejor!

Proyectó entonces gráficas comparativas: pacientes operados con afectividad plana, frente a pacientes tratados con psicoterapia y neurofeedback. Mostró testimonios. Escaneos. Historias de vida.

—¿Y si el problema no es la ínsula? —preguntó.

—¿Y si el problema es que ustedes ya no creen en la capacidad del ser humano de decidir?

El silencio fue absoluto.

Unos segundos después, los aplausos estallaron.

Varios representantes guardaron sus carpetas. Otros miraban al frente con incomodidad. Las cámaras transmitían en directo a medios internacionales.

Ferrer, aún de pie en el estrado, observaba a Darío como quien mira a un traidor. No dijo nada.

Entonces, una figura inesperada intervino. El representante de la Comisión Internacional de Derechos Humanos, una mujer de mirada severa y voz pausada se levantó:

—Desde este momento, vigilaré personalmente la implementación de estos programas en sus respectivos países. Y me aseguraré de que se respeten los principios universales de libertad, autonomía y dignidad humana.

Darío fue detenido, pero no extraditado.

Una coalición de naciones solicitó su asilo y su testimonio. El congreso fue suspendido. El SAPB, desmantelado. Las ablaciones, declaradas inconstitucionales en el marco de los nuevos tratados bioéticos firmados en Bruselas.

El Instituto Andaluz de Criminología fue reformado. Renombrado como Centro de Ética y Neuroplasticidad Aplicada, se convirtió en un centro pionero de investigación en intervención no invasiva, neurorrehabilitación y estrategias de regulación emocional.

Clara Calderón asumió la dirección del área clínica. Allí organizó el primer Grupo de Regulación Emocional y Mindfulness para exdiagnosticados con agrandamiento insular. Muchos de ellos nunca fueron operados, pero habían vivido años bajo vigilancia, estigmatización y miedo. Clara los guiaba con una serenidad envolvente. Les enseñaba a respirar, a reconocer su emoción, a desactivar los disparadores automáticos.

—Aquí no hay cerebros defectuosos —decía—. Hay historias interrumpidas. Y éste es un lugar para retomarlas.

Darío colaboraba con ella en tareas académicas, publicaba artículos, ofrecía conferencias internacionales. Pero era Clara quien tenía el don de sentarse frente al dolor y hacerle espacio.

En la entrada del centro, una placa de acero pulido fue instalada:

“La mente humana no se controla con bisturí. Se transforma con conciencia, vínculo y oportunidad”.

La historia del Protocolo Ínsula no terminó con la disolución del SAPB. Aún quedaban secuelas, rostros, cuerpos, biografías marcadas. Durante meses, en los sótanos del nuevo Centro de Ética y Neuroplasticidad Aplicada, un equipo de terapeutas, neuropsicólogos y psiquiatras reconstruía, paso a paso, lo que la neurocirugía había fragmentado.

Algunos pacientes mostraban progresos lentos pero sostenidos: lograban tomar decisiones simples, mostrar afecto, sostener una conversación. Otros no lo consiguieron. Permanecían emocionalmente aplanados, sin capacidad de imaginar, de soñar, de protestar. La ínsula había sido reducida, pero también su voluntad.

Clara trabajaba día y noche con ellos. Creó protocolos mixtos de neurofeedback, estimulación cognitiva, atención plena y musicoterapia. No eran tratamientos estandarizados. Eran encuentros humanos. A veces, bastaba con estar, sostener la mirada, esperar. Porque muchos de ellos no necesitaban ser curados, sino comprendidos.

Darío, por su parte, se convirtió en referente internacional en bioética aplicada. Dictó conferencias en universidades de Berlín, Kioto y São Paulo. Recibió un doctorado honoris causa por su trabajo en neurodivergencia y derechos humanos. Pero evitaba el protagonismo. En cada ponencia, dejaba en claro que no hablaba como héroe, sino como alguien que también erró.

—Fui parte del error. No porque lo deseara, sino porque no supe detenerlo a tiempo. Y eso también es responsabilidad científica.

El mundo cambió. Lentamente. Nuevas leyes exigieron consentimiento informado absoluto. Se prohibieron las intervenciones cerebrales en menores de edad. Se fortalecieron los comités de bioética. La neurojusticia, como concepto, fue rediseñada: no más como herramienta de control, sino como puente entre la Neurociencia y la compasión.

Pero no todos los nombres fueron olvidados. Uno, en particular, quedó grabado en la memoria pública. No como mártir, ni como salvador. Sino como símbolo de una época:

Emilio Ferrer.

El hombre que creyó tener la solución definitiva al problema de la violencia. El científico que diseñó un protocolo con los mejores datos y los peores silencios. El director del instituto. El mentor que se convirtió en verdugo.

*

Epílogo:

Años después de la disolución del SAPB, Ferrer fue detenido en un operativo conjunto liderado por la Interpol y el Tribunal de La Haya. Fue acusado de crímenes contra la humanidad, experimentación médica no ética, manipulación de datos clínicos y violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Su juicio fue televisado. Declaró con voz firme, sin remordimiento. Dijo que había salvado miles de vidas. Que sus intenciones eran nobles. Que el verdadero crimen era no haber actuado antes. Pero las pruebas eran irrefutables. Las cifras. Los testimonios. Las grabaciones. Fue condenado a 35 años de prisión en una unidad médica de seguridad máxima en Bélgica.

Durante sus primeros meses en prisión, Ferrer se mantuvo activo. Escribía, dictaba cursos, enviaba cartas a revistas científicas. Pero pronto comenzó a mostrar signos de deterioro. Dolores de cabeza intensos. Pérdida de equilibrio. Confusión. Le realizaron una resonancia magnética. El diagnóstico fue devastador: tumor cerebral con expansión en la ínsula derecha. Irónico. Brutal. Inevitable. Él, quien propuso extirpar la violencia desde la ínsula, vivía ahora con un agrandamiento insular patológico. Nadie lo acusó de ser violento. Nadie pidió su ablación. Pero en su celda, Ferrer comenzó a experimentar cambios de humor. Se irritaba. Gritaba. Lloraba. Tenía pesadillas en las que escuchaba una sola frase, repetida como un mantra:

—“No somos errores de diseño. Somos seres humanos en transformación”.

Desde la enfermería, uno de los internos —un antiguo reo que había rechazado la operación— lo miraba con compasión. Sabía lo que significaba vivir bajo sospecha por tener “una ínsula anómala”. Ferrer supo entonces lo que era estar en la lista. Lo que era ser vigilado por su estructura cerebral. Lo que era perder el derecho al beneficio de la duda. Y así, solo, enfermo, bajo la luz blanca de una celda silenciosa, comprendió —demasiado tarde— lo que había destruido.

***

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Autorretrato >> Óleo sobre madera, 1999 >> Alias Torlonio

Adriana de Jesús Casas Moreno nació en Cuidad de México, en 1971. Es neuropsicóloga, ama escribir sobre lo fascinante de la mente. Estudió creación literaria en el Instituto Cultural Cabañas. Sus influencias son García Márquez con Doce Cuentos Peregrinos, en particular “Solo vine a hablar por teléfono”, y “Aura” de Carlos Fuentes. Empezó a escribir el año pasado, siendo publicado su microcuento “Voces”, en redes, por la Editorial Palabra Herida. Este año, ganó el primer lugar en un concurso de microcuentos de la Revista Sublime Digital, realizándole como premio una entrevista. En abril saldrá el cuento “Carnaval” en la antología Monstruos internos de editorial Letras Negras. Su cuento “Mutación” será incluido en la antología Visiones del futuro, de la editorial Letralia. En marzo sale publicado su cuento “El día que te encontré “, en la antología El tiempo es otro hijo del amor, de la editorial Negro sobre Blanco.

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